Tribuna:

Kissinger y Nixon pugnan por protagonizar la negociación del desarme

La ironía de la historia sonríe a dos hombres que han sido íntimos colaboradores, pero también secretos competidores: Richard Nixon y Heny Kissinger. Lo irónico es que su antigua rivalidad encubierta está aflorando ahora a: la superficie y sólo pocas personas tienen conocimiento de la misma.Cada uno de ellos, a su manera, está dejando que se conozca su capacidad para representar el papel del denominado hombre paraguas en las futuras negociaciones sobre el control de armamentos. Henry Kissinger, en diversos artículos periodísticos, ha venido ofteciendo consejos gratuitos sobre cómo negoc...

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La ironía de la historia sonríe a dos hombres que han sido íntimos colaboradores, pero también secretos competidores: Richard Nixon y Heny Kissinger. Lo irónico es que su antigua rivalidad encubierta está aflorando ahora a: la superficie y sólo pocas personas tienen conocimiento de la misma.Cada uno de ellos, a su manera, está dejando que se conozca su capacidad para representar el papel del denominado hombre paraguas en las futuras negociaciones sobre el control de armamentos. Henry Kissinger, en diversos artículos periodísticos, ha venido ofteciendo consejos gratuitos sobre cómo negociar con los soviéticos, y Richard Nixon reunió el otro día en una comida a unos pocos periodistas cuidadosamente elegidos, y dejó en sus mentes pocas dudas de que él se considera el hombre más cualificado para encargarse de esas negociaciones.

Como secretario de Estado, Kissinger solía ser muy consciente del resentimiento ocasional del presidente Nixon cuando a aquél se le reconocía (o pedía que se le reconociera) un determinado logro, que él creía, a menudo rectamente, que le pertenecía. Recuerdo a Kissinger diciéndome, después de la reunión en la cumbre de Moscú, cómo había evitado cuidadosamente aparecer en las fotografís de grupo Nixon-Breznev porque sabía que ello podía enojar al presidente.

Kissinger niega tener cualquier ambición de llevar las negociaciones sobre el control de armamentos con los soviéticos. Alega tener otras obligaciones que no puede abandonar. Pero sigue siendo un hombre con un apetito voraz para emprender tareas difíciles y asumir arduas responsabilidades. Después de todo, él siempre sintió, y todavía lo siente, que puede plegar la historia a sus propios designios.

Recuperar la respetabilidad

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Nixon ha venido esforzándose por hacerse otra vez respetable y labrarse un nuevo camino como veterano hombre de Estado -y, como admite todo el mundo, con notable éxito- Naturalmente, su nominación como hombre paraguas la vería como su rehabilitación final. Pocas personas podrían negar que tiene el conocimiento práctico y la experiencia necesarios para lidiar con los soviéticos; sin embargo, el presidente Reagan puede consultarle frecuentemente por teléfono, pero no puede permitirse reponer al ex presidente en un puesto público.

Por ahora al menos, la cuestión de un zar en las conversaciones sobre el control de armamentos ha sido arrinconada; tanto George Shultz, el secretario de Estado, como Caspar Weinberger, el secretario de Defensa, han echado un jarro de agua fría sobre la idea lanzada en un principio por Robert McFarlane, consejero de Seguridad Nacional del presidente, y sugerida luego al ministro de Asuntos Exteriores soviético, Andrei Gromiko, como una posibilidad, por el propio presidente. Pero la idea no ha muerto todavía, como resultó evidente por la observación hecha por McFarlane en su última conferencia de prensa, cuando dijo: "Puede resultar valioso tener a alguien -una vez que las conversaciones estén en marcha- para aconsejar, advertir de los problemas que surjan y para ser un hitter que asegure que el impulso se mantiene a lo largo del tiempo". Añadió luego que debería hacerse la distinción entre alguien que haga esto y alguien que lleve el proceso en Washington. El primero actuaría como consejero experto del secretario de Estado, Shultz; el segundo tendría que ser lo suficientemente influyente como para aunar rápidamente pareceres con objeto de forjar un consenso político en el seno de la Administración Reagan.

Si a McFarlane se le hubiera preguntado que a quién consideraba un peso pesado capaz de asumir una tarea de este tipo, digna de Sísifo, probablemente hubiera contestado: Henry Kissinger. McFarlane tiene sus dudas porque es lo suficientemente honesto y, por ahora, tiene la suficiente experiencia como para saber que él no tiene la clave para resolver las pronunciadas diferencias existentes entre Shultz y Weinberger, el primero confiado en la utilidad de un acuerdo sobre el control de armamentos, y el segundo convencido de que Estados Unidos se encontraría en mejor posición simplemente confiando en su propio poder militar. El hombre que, de no ser Kissinger, puede disponer del conocimiento y respeto necesarios para llevar a cabo tal misión es Brent Scowcroft, un discípulo de aquél que pasó a ser consejero de Seguridad Nacional después de que Kissinger se convirtiera en secretario de Estado. De esta corrosiva experiencia no sólo no salió menoscabado sino con su reputación acrecentada y como amigo de Kissinger, y últimamente como socio en -su firma de consultores. El gran inconveniente para que Scowcroft obtuviera o aceptara esta tarea es que no querría trabajar bajo las órdenes del secretario de Estado; sólo lo haría bajo la directa autoridad del presidente. Los obstáculos con que este consejero especial tropezaría se hicieron evidentes a partir de las primeras salvas disparadas por la cábala de los que están en contra del control de armamentos en la pagina editorial del Wall Street Journal. Fueron lanzadas por Henry Rowen, el epítome del tecnócrata que durante varios años prestó servicio en el Pentágono al mando del secretario de Defensa Robert McNamara, y más recientemente, como presidente del Consejo de Análisis de Inteligencia Nacional, en la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Terminaba su barrera verbal contra lo que él denominaba la "vieja banda de la SALT", significando con ello, en primer lugar, a Henry Kissinger, con la terrible advertencia de que una vez más está intentando "capturar el proceso del control de armamentos", que él define como la promoción de propuestas que pudieran ser aceptables para la URSS", creando, por consiguiente, ilusiones de seguridad en vez de realidades.

Respuesta al desafío

De manera no sorprendente, el tándem Kissinger-Scowcroft se alzó contra este provocador desafío. En su réplica, publicada también en el Wall Streel Journal, presentaron sus argumentos con una vehemencia desacostumbrada, disparatada, y culparon a Vietnam y al Watergate del frustrado consenso de defensa no SALT. Kissinger y Scowcroft creen que otro acuerdo SALT (sobre limitación de armas estratégicas) habría impuesto restricciones a la carrera armamentista, y concluyen: "No podemos mantener unidos nuestras alianzas o nuestro pueblo si abandonamos el compromiso en favor del control de armamentos". Están en lo cierto en su presunción de que los Gobiernos germanooccidental, británico e italiano han estado llamando a las puertas del Departamento de Estado, presionando a favor de la reanudación de las conversaciones sobre el control de armamentos porque las consideran una necesidad política. No se hacen ninguna ilusión acerca de la, perspectiva de alcanzar pronto un acuerdo y no han presionado en favor de ninguna solución en particular; lo que les importa, y lo han dejado claro, es la confirmación de la reanudación del diálogo soviético-norteamericano.

A lo largo de los últimos meses, varios sovietólogos advirtieron que, aun cuando el presidente Reagan resultara reelegido, ello no induciría a los soviéticos a volver a la mesa de negociaciones. Tal era su aversión hacia Reagan, y esto era lo que les decían a los sovietólogos sus fuentes soviéticas. Reagan, en su ingenuidad, o quizá ignorancia, ha demostrado que entendía m.ejor el alma de los soviéticos porque él suponía que, una vez reelegido, éstos pondrían a prueba la sinceridad de sus declaraciones de que quería mejorar las relaciones con la URSS. Ambas partes son lo suficientemente pragmáticas como para querer llegar más allá de la producción de palabras con objeto de averiguar qué distancia existe entre la retórica y la realidad. Es relativamente fácil estar de acuerdo para hablar sobre conversaciones, como harán Shultz y Gromiko en Ginebra. Esto no requiere resolver diferencias políticas importantes acerca de la esencia de las negociaciones.

Muy probablemente, al igual que algunas de las diferencias básicas en el seno de la Administración Reagan siguen estando no resueltas, la imagen en el espejo de esas disensiones en el seno de la jerarquía del Kremlin bien puede continuar siendo igualmente oscura. Algunos sovietólogos norteamericanos han argumentado que las perspectivas de un acuerdo serán probablemente mejores con la vieja banda del Kremlin todavía en el Gobierno, porque sus componentes son los únicos que han tenido que llevar el timón a través de la devastadora experiencia de la II Guerra Mundial. Otros creen que una nueva constelación de líderes, a las órdenes de un hombre como Mijail Gorbachov, que tiene 53 años y pertenece, pues, a una generación menos comprometida con los políticos del pasado, resultaría más acomodaticia. Esta es la razón de que, hace unos pocos meses, un grupo autorizado de expertos en asuntos exteriores asistiera en Nueva York, con cierta curiosidad, a la conferencia pronunciada por el hijo de Georgi Arbatov, que parece seguir los pasos de su padre como norteamericanista. Sin embargo, les dejó con la incómoda sensación de que, si él representaba de alguna manera la forma de pensar de la nueva generación, ahora en la treintena, alcanzar acuerdos con ella podría ser incluso más duro que con sus predecesores. Sean cuales fueran las razones que estén detrás de la disposición de las viejas bandas para volver a la mesa de conferencias, está a punto de inaugurarse en enero un nuevo capítulo en las negociaciones soviético-norteamericanas. Aunque la Administración Reagan -y con buenas razones- llega a estas negociaciones con gran precaución y escepticismo, sus propuestas serán seguidas con la mayor atención desde el banquillo por expertos tales como Kissinger, Brent Scowcroft y otros; puesto que esta Administración no es conocida por su entusiasmo por los desafios, sino más bien por preferir dejarlos a un lado.

Muchos, pues, están convencidos de que los partidarios de la línea dura situados en orden de batalla en la Administración no deben ser molestados, y de que pueden confiar en el presidente para defender sus creencias. Otros tienen el presentimiento de que a este presidente le gustaría ahora pasar a la historia como un pacificador y querría, por consiguiente, actuar por sí mismo, desplazando el peso de su autoridad hacia los moderados. Nadie en la Administración sabe realmente en qué medida Reagan se siente comprometido a encontrar un nuevo modus vivendi con la URSS ni si tal sentimiento es recíproco por parte del Kremlin. Mi opinión es que el presidente introducirá tarde la disputa política en el seno de su propia Administración, y que él mismo se establecerá unos firmes límites, más allá de los cuales no irá en sus concesiones a los soviéticos. Si está interesado en crearse un espacio especial en los libros de historia, y yo lo creo así, el presidente Reagan querría ser recordado sobre todo por sus políticas internas, por haber reducido drásticamente los gastos gubernamentales, reformado el sistema impositivo y acrecentado el poder militar norteamericano.

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