Tribuna:

Un vasco ckerokee cuenta su vida

Éramos los seres invisibles; éramos los seres que, allá por los años sesenta, habíamos sido dados por desaparecidos. Los que por aquel entonces estábamos en la niñez. Asistíamos a escuelas muy raras, donde todo era posible, hasta el que un maestro insistiera en llamarnos güipuzcoanos, así, con diéresis. Escuelas donde también era posible el que, por ser tan vascos, no entendiéramos bien ni tan siquiera los problemas de la aritmética. Aquello de que para obtener la clase superior de lacre encarnado se necesitaran ocho partes de goma laca de primera, dos de trementina de Venecia, etcétera...

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Éramos los seres invisibles; éramos los seres que, allá por los años sesenta, habíamos sido dados por desaparecidos. Los que por aquel entonces estábamos en la niñez. Asistíamos a escuelas muy raras, donde todo era posible, hasta el que un maestro insistiera en llamarnos güipuzcoanos, así, con diéresis. Escuelas donde también era posible el que, por ser tan vascos, no entendiéramos bien ni tan siquiera los problemas de la aritmética. Aquello de que para obtener la clase superior de lacre encarnado se necesitaran ocho partes de goma laca de primera, dos de trementina de Venecia, etcétera. Era demasiado para nuestro cuerpo léxico, tan pequefío que, por lo que yo recuerdo, no nos daba ni para palabras como terror o senda.

Todo era posible y todo contribuía a nuestra invisibilidad. Estábamos allí, teníamos una lengua, una geografía y una historia singulares, pero los planes de enseñanza del Estado se empeñaban en no vernos (como en aquel chiste: "Doctor, vengo a su consulta porque todo el mundo me ignora". Y el psiquiatra: "Que pase el siguiente"). Éramos unos vascos casi monolingües, pero eso no impedía que hablar o escuchar vascuence dentro de las aulas fuera algo inimaginable. Cuando ocurría, ocurría por accidente, por algún acto reflejo. Entonces, el maestro nos miraba como si nos hubiéramos hecho caca debajo del pupitre.

La situación no era para nosotros, los niños, especialmente dolorosa. Invisibles y todo, vivíamos, como hubiera dicho Dylan Thomas, felices bajo las ramas de los manzanos. Pero lo de nuestros padres ya era otra cosa: ellos estaban aburridos de hacer el ridículo cada vez que se veían obligados a escribir o a presentar una instancia. El funcionario de turno no los reconocía nunca; los trataba como si fueran de otro sitio, de Madrid, por ejemplo. Figurar, lo que se dice figurar, sólo figuraban en las caricaturas de Chomin del Regato, un cómico que solía ir haciendo risas al pasar por el Sendeja.

Cuando llegaron los primeros televisores comprobamos que tampoco aquel espejo estaba dispuesto a damos carta de realidad. Inútil el buscarnos; no salíamos ni en el Reina por un día. Pero no era sólo que no saliéramos; lo peor era que a los niños aquello nos gustaba mucho, y que nuestros mayores se veían impotentes a la hora de atemperar los efluvios de aquel invento que permitía a Lola Flores bailar hasta para los aizkolaris. Los carteles de euskeraz egui (hablad vascuence) que fueron colocados por los pasillos de las casas no servían para mucho: los niños preferíamos hablar como la televisión: en castellano.

Entonces empezó a ocurrimos lo que en otras zonas, en otras condiciones, ya había ocurrido a muchos. Los antes invisibles nos íbamos convirtiendo en inexistentes. Dicho de otra manera: empezábamos a ser algo distinto a lo que habíamos sido.

Teoría de la oveja

Por esa época, yo desconocía la fábula de los insectos que vivían entre la hierba y que fueron preguntados acerca de cuál era, a su entender, el animal más malvado de la creación. Los insectos -cuenta Jan Potocki, autor de la fábula- respondieron diciendo que no había ninguno que fuera tan cruel como la oveja, ser maligno que los tragaba a traición. Añadieron luego que el tigre era, por el contrario, el mejor y el más bueno, pues, además de no atacarles, tenía la deferencia de matar a la oveja y así vengarles.

No conocía la fábula y no caía en la cuenta de que uno tiene derecho -por lo particular de su situación- a tener su propio punto de vista acerca de lo que quiere ser y acerca de lo que quiere que sean sus relaciones con los demás y con el mundo. Y que uno puede quedarse con la peor parte; con la parte, por decirlo así, menos prestigiosa del insecto. O que puede quedarse con las dos, si es que eso es posible.

Digamos, para resumir, que yo me hallaba muy contento con mi nueva personalidad y que conservaba la antigua como quien conserva unos pantalones pasados de moda. Y que esta actitud cambié cuando dejé las praderas natales y caí en una de las dos facultades que la universidad de Valladolid tenía en los alrededores del Pisuerga; concretamente, en Bilbao.

Allí había gente de stasis, palabra que, según Toussaint Desanti, designa tanto el estado de pleno desarrollo como el movimiento que tiende a realizarlo si se encuentra con obstáculos. Ellos estaban dispuestos a hacerse ver, a manifestarse; era -me instruían- la única manera de sobrevivir como lo que queríamos ser: vascos. Teníamos que luchar, teníamos que hacer que la situación cambiara. Fuimos muchos los que nos convencimos y, efectivamente, la situación cambió. Es evidente que los vascos somos ahora más visibles, y que no lo somos sólo por habemos convertido en lo que muchos políticos dan en llamar problema. En este país, donde -como ocurre en cierta clase de estrellas- el volumen tiende a cero y la presión al infinito, ya no hay escuelas como las que conocí; hay miles de niños -y también universitarios- que estudian en vascuence. También tenemos libros -como el de Joseba Sarrionaindía- que se agotan en un mes y se venden por miles. Existe la televisión vasca. Existen músicos que hacen pop-rock en nuestra lengua y con nuestro rollo. Y también es cierto que hay, en Madrid y otras ciudades, periódicos que publican artículos legibles sobre nosotros; legibles, esto es, no compasivos, ni ofensivos, ni simplemente malos, y que eso demuestra que nos ven; que, en alguna medida, aceptan nuestra diferencia.

Algo ha cambiado, pues, en estos últimos 15 años, y pocos negarán que ha sido para bien. Los aficionados a las estadísticas y a las injerencias auguran aún mejores años para la cultura vasca, para todo lo vasco. Tendremos más escuelas, más libros, más vascohablantes. El proceso es rectilíneo y ascendente y son legión los que creen eso.

Sin ira

Pero también somos muchos los que, mirando hacia atrás sin ira, nos preguntamos si este buen aspecto no tendrá que ver más con los afeites que con la gimnasia, más con el maquillaje que con la buena salud. ¿Aquellos años en que fuimos invisibles pasaron en balde? ¿Nuestra cultura tiene los pies sobre la tierra? ¿No será, como los ocelos de mariposa de los que habla Caillois, un simulacro para espantar a cualquiera que no tengamos por amigo? El considerarnos como víctimas, ¿no nos habrá hecho poco críticos respecto de nuestras propias taras? ¿Casi toda la cultura vasca no depende aún de una suerte de deber moral? Ese deber moral que hace, por ejemplo, que un euskaldunberri -el euskaldunberri que todavía no habla como come- se obligue a utilizar el vascuence en perjuicio de la fluidez de una expresión. ¿Qué tendríamos que hacer para convertir esa voz forzada en otra natural, en otra que discurriera tan ligera como nuestra propia vida?

Demasiadas preguntas para un solo artículo, demasiadas también para un solo escritor, éste que firma, y que, a la hora de opinar sobre la cultura vasca, ha preferido contar lo que vio cuando era invisible y preguntar lo que él mismo se pregunta ahora que es visible hasta en el periódico más leído del país.

, escritor, es autor de Utopía.

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