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El asombro de Rilke en Ronda

Al llegar a Ronda comprendí perfectamente el extraño e indecible asombro que debió experimentar Rainer María Rilke. La visión del tajo, escarpa alta y cortada casi vertical, tuvo que sumirle en la angustia del abismo. Luego, al andar por las calles, subir hasta el hotel Victoria y desde allí contemplar el panorama de la serranía, sentiría, sin duda alguna, una extraña sensación de ingravidez, como si estuviese suspendido en el aire de las alturas, un arrebatamiento insospechado del alma. Extraño y paradójico contraste entre la conciencia del abismo y la exaltación animosa de una elevación entu...

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Al llegar a Ronda comprendí perfectamente el extraño e indecible asombro que debió experimentar Rainer María Rilke. La visión del tajo, escarpa alta y cortada casi vertical, tuvo que sumirle en la angustia del abismo. Luego, al andar por las calles, subir hasta el hotel Victoria y desde allí contemplar el panorama de la serranía, sentiría, sin duda alguna, una extraña sensación de ingravidez, como si estuviese suspendido en el aire de las alturas, un arrebatamiento insospechado del alma. Extraño y paradójico contraste entre la conciencia del abismo y la exaltación animosa de una elevación entusiasta. ¡Tiempo de la caída y espacio de la ascensión! Sentirse arrojado en el precipicio y experimentar el vuelo hacia las alturas.¿Cómo unir estas sensaciones opuestas? Encerrado en su habitación 208, después de graves meditaciones, encontró la solución: ascender, subir siempre más alto, sin detenerse jamás ni volver la niirada atrás. Ernst Bloch conceptualizó esta realización exhaustiva del hombre, el estadio final de un proceso, a diferencia de Rilke, que la poetizó como una ascensión sin término ni fin. Sin embargo, el camino de esta proyección del hombre no es siempre recto, pues hay caídas insondables en el mar del alma y/o quietudes secretas inexplicables que esperan una fecundación tardía. Todo lo que vive le pareció a Rilke que estaba separado, escindido: los vivos de los muertos, los amantes de los que nunca son amados y hasta los melancólicos de los tristes. En un poema escrito en Ronda en 1912 dice: "Del río en el abismo del tajo / reflejando las desarradoras luces de la altura (y de mí) / y de todo esto para hacer solamente una cosa, Señor, de mí, del sentimiento".

Es cierto que vivimos desgarrados por el dolor y el placer, de la alegría que nunca se concierta con la tristeza, el amor partido por el odio y de una dicha que no podemos conocer sin la desdicha. Como es uno el cuerpo que padece sensiblemente, hay que hacer de todos estos sentires un solo y único sentimiento, pedía Rilke, para salir de las oposiciones dramáticas de sí núsmo. El saltimbanqui que se manifiesta con múltiples contorsiones, el payaso de Picasso que expresa en su rostro todos los dramas íntimos del mundo, los amantes que se transmutan el uno en otro sin poder unirse para siempre, son figuras o representaciones sucesivas de la búsqueda de la unidad inalcanzable del ser humano.

Espacio abierto

Desde las alturas de Ronda descubre finalmente Rilke la posibilidad de una integración de los sentimientos por la noción del "espacio abierto", que Heidegger mal interpretó como el único grito de la metafísica cuando era, en reábdad, su superación. En el espacio rilkeano todo egtá unido: el cielo y la tierra, la vida y la muerte, el amante y el amado, lo visible y lo invisible. El poeta le llama también "espacio feliz", porque en su plenitud aérea se realiza la conjunción de todas las oposiciones. Pero nosotros vivimos en un espacio cerrado, donde todo tiene un origen y un fin, en él permanecemos recluidos. Por el contrario, el espacio dichoso es un continuo sin rupturas, con encadenamiento de causas y efectos. Allí todo está entrelazado y unido. La afirmación de la vida y de la muerte se revelan como formando una sola cosa, el sentir del amor es único, pues los amantes se evaden al abrazarse y se recrean en su fusión. Sin embargo, solamente el inocente ve lo abierto, pues ignora la muerte y la caída del tiempo, el pasaje de los años, la decadencia. También el amor nos retiene o detiene, apacigua nuestro ímpetu y nos cierra la entrada en el espacio total. Los amantes se ocultan recíprocamente el mundo, se aprisionan en su círculo estrecho.

Para Rilke, el amor es la suprema prueba que debemos afrontar, para vivir como una totalidad, pues ese instante del amor único, irrepetible, es la plenitud de la existencia. Tal vez, uno de los amantes se adelanta al otro y le abandona, para seguir su carrera hacia la libertad, porque todo verdadero amante debe superar amor y vencerlo en su dicha. Hay siempre un primer amor, fruto de la sangre impetuosa y ciega, oscuro dios fluvial, que desaparece nos deja heridos. Luego viene otro amor y otro, y todos se quiebran en la sucesividad temporal. Este es un lento aprendizaje solitario para llegar a un amor maduro como el vino y total como la felicidad. Finalmente, se deja el amor precisamente por amor al amor, y se entra en el "espacio abierto". Para lograrlo es necesario dejar de ser, n aferramos a lo que somos ni tampoco a lo que es. Debemos abandonar lo mío, lo tuyo y saltar por encima de nuestro horizonte cerrado. Viviremos diciendo adiós todo lo que hemos sido, desligado de tantas ataduras para llegar a la alturas de Ronda y, desde allí, as cender como el fuego perecedero morir a sí mismo y renacer bajo una nueva envoltura de existencia. Esta es la transformación, un cambio de forma que no agota el sentido de las metamorfosis sucesiva del hombre.

Rilke habla de "la llama", que es, más que otro, "el elemento de la transustanciación", es decir, de cambio sustantivo y real de nuestro ser. Curiosamente coincide esta visión poética de Rilke con el concepto eje de la filosofía de Juan D. García Bacca, quien afirma: "El que se encierra en la inmovilidad ya está petrificado".

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