Crítica:TEATRO

Molière, por Pere Quart

En la galería de personajes de Molière, Alceste representa el dogmático, el intransigente, el crítico rígido de los demás. No tanto el misántropo del título, el que odia al hombre -a la humanidad-. Viene a ser hoy un personaje muy español, muy actual: este es un país de exigentes, un país de críticos.La irritación que produce Alceste -y la produjo ya desde que Molière representaba él mismo el personaje, con su mujer en el de Célimène- es la de que sus razones son elevadas y generalmente justas, pero ajenas a la condición humana y a las formas de convivencia, a una especie de respeto y de consi...

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En la galería de personajes de Molière, Alceste representa el dogmático, el intransigente, el crítico rígido de los demás. No tanto el misántropo del título, el que odia al hombre -a la humanidad-. Viene a ser hoy un personaje muy español, muy actual: este es un país de exigentes, un país de críticos.La irritación que produce Alceste -y la produjo ya desde que Molière representaba él mismo el personaje, con su mujer en el de Célimène- es la de que sus razones son elevadas y generalmente justas, pero ajenas a la condición humana y a las formas de convivencia, a una especie de respeto y de consideración que nos debemos unos a otros.

La ficha completa de este personaje es, naturalmente, odiosa desde el momento en que él mismo se considera capaz de juzgar y condenar y, por tanto, por encima de los demás. España está llena de Alcestes. Tema grave. Por eso, la reaparición de la obra, traída a Madrid por el Lliure de Barcelona, tiene una importancia primordial.

El misántropo

De Moliére, traducido en verso catalán por Joan Oliver. Intérpretes: Teatro Lliure de Barcelona, con Francesc Balcells, Lluis Homar, Anna Lizarán, Margarida Minguillón, Domenec Rafois, Domenex Reixach, Quim Roca, Antoni Sevilla, Carlota Soldevilla. Escenografía y dirección de Fabià Puigserver. Estreno: Sala Olimpia. 20 de noviembre de 1982.

Un ejercicio académico

La escenificación que ha hecho Fabiá Puigserver, director y escenógrafo al mismo tiempo, es como un ejercicio académico. Un foro azul, una baranda pajiza, unas cuantas sillas blancas. Y un vestuario de colores tenues: blanco, hueso, rosa de té, algún dorado, algún beis, y las líneas de los trajes con el barroquismo de los maravillosos de la época. Lo que importa es el actor en escena, lo que dice y cómo lo dice.La composición de Moliére en esta obra es, como se sabe, de una gran simplicidad: una escena tras otra, sin ninguna preocupación en la salida, y entrada de los personajes; simplemente, el contraste de los caracteres, o el choque del carácter crítico de Alceste con el contexto de la sociedad, y la lección del moralismo al revés. El que pierde o no tiene nunca razón es el que la tiene con arreglo a unas normas mitificadas. Era, por tanto, trascendental en esta versión, como en cualquier otra que se haga, la traducción del lenguaje de Moliére.

En este caso es una belleza: es el verso catalán de Joan Oliver, el siempre querido y admirado Pere Quart, irónico, epigramista, capaz de condensar en unas palabras todo un contenido humano, filosófico y, lo que para este caso concreto es muy importante, la teatralidad de la réplica.

El verso de Oliver para Molière está hecho en versos seis-siete sílabas, con un vocabulario donde lo importante no es el rebuscamiento de la palabra, sino el hallazgo del vocablo justo y eficaz. El soneto del que Alceste se burla (Alceste se llama en esta ocasión Arnáui, como Célimène se llama Adelais, y no se acaba de comprender la necesidad de cambiar nombres que forman ya parte histórica de la obra de Molière) es una excelente obra de humor poético.

En cuanto a la interpretación, el Lliure nos tiene acostumbrados a la perfección. No se llega en todos los casos. Brilla especialmente en el misántropo Lluis Homar, es de expresiva sencillez en Anna Lizarán y en Margarida Minguillón. El trabajo de actores de Fabiá Puigserver, coincidiendo lógicamente con el verso de Pere Quart y con la intención de Molière es el de no caer en la declamación sino en la dicción coloquial, aunque a veces no pueda evitar una sensación de rengloneo.

Una mezquindad

Casi al principio de la representación un par de espectadores gritó: "¡En Castellano!" y "¡A Cataluña!", y algunos abandonaron la sala. Una mezquindad. Eran personas que sabían lo que iban a ver y cómo iban a verlo, y que deliberadamente habían adquirido sus entradas con el único ánimo de ejercer esa protesta grosera y extemporánea. Esta guerra de idiomas y culturas es insensata, exasperada en un grupo de fanáticos que, como su condición determina, no tienen más razón que la ceguera intelectual. Algo de lo que hay que depurarse.El incidente fue aislado y premeditado. Una vez disuelto, el público atendió enteramente a la representación y subrayó frases y situaciones; ovacionó al final a actores y director. Y, naturalmente, a la invisible presencia de Joan Oliver y a la sombra eterna de Molière.

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