Tribuna:

Extramuros

Jesús Fernández Santos tiene la mirada esquiva del que busca en otro lugar de la morada de esta vida la explicación de lo que ocurre, y alguna vez ocultó tras las cámaras sus ojos acuosos, esa verbosidad de la mirada que encuentra en la narración la salida a una existencia que siempre e pareció incómoda porque quien ama las palabras odia los objetos. Esa dicotomía, esa lucha perenne le sitúa en un silencio que él rompe con la gallarda afirmación de su independencia, y concreta, cuando ve un filme, por ejemplo, en la displicencia ante la imagen: el fotograma ha de ser demasiado pleno como para ...

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Jesús Fernández Santos tiene la mirada esquiva del que busca en otro lugar de la morada de esta vida la explicación de lo que ocurre, y alguna vez ocultó tras las cámaras sus ojos acuosos, esa verbosidad de la mirada que encuentra en la narración la salida a una existencia que siempre e pareció incómoda porque quien ama las palabras odia los objetos. Esa dicotomía, esa lucha perenne le sitúa en un silencio que él rompe con la gallarda afirmación de su independencia, y concreta, cuando ve un filme, por ejemplo, en la displicencia ante la imagen: el fotograma ha de ser demasiado pleno como para convencer a un creador de imágenes. Acude, con su chaqueta de pana, repleto del silencio de la imagen, a los extramuros de la crítica cinematográfica, pero no olvida que la suya es la posición del narrador, y por eso camina de puntillas sobre los argumentos, porque todos pudieron ser de su creación. Es la teoría de lo que se acaba, porque la suya es la intolerancia del que ya lo supo, el que viene de vuelta y mantiene de Guevara, Vélez o Che -le da igual- la capacidad española para hacer de la dureza una forma de ternura. Rara vez le ves de espaldas porque su manera de caminar es de frente, en escorzo, reñido con su propia imagen, con la mano adelantada cuando está feliz, con el colmillo hacia adentro cuando la tristeza es su territorio, el lugar más transparente de su vida. Procura, entre las flores, escoger la más bronca, y te la ofrece como quien ofrece una narración de Aldecoa pasada por su pasapuré, en el que queda la sustancia, el tuétano, la voz más de hormigón de la narrativa española de la posguerra, la cabeza rapada, el tiempo de su silencio, hasta que llegó a extramuros y llevó allí el silencio de las catedrales transidas de una imagen erótica a la que él fue refractario hasta que sus manos flacas tocaron el mar y, a la vuelta al molino leonés, encontraron que tocar es una manera de hacer literatura. Hoy vive sumido en el silencio metafórico del que le ha guiñado un ojo a la desesperanza, y del que ha hecho del papel pautado un olvido voluntario. Sobre su espalda cuelga aún la chaqueta de pana que usa para invitar a cerveza sin alcohol, a bitter kas sin aditamentos, a una conversación en la que él lleva la voz del inquisidor cantante. Tiene la ternura del que se endureció un día buscando en el medio del camino la esperanza del que se mantiene extramuros de sí mismo para comprender mejor lo que no sabe, para estar mas cerca de la vida, para narrar de modo más heroico la cobardía de no saber qué hacemos.

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Los últimos premios

Los ganadores de las últimas ediciones del Premio Planeta han sido: en 1981, Cristóbal Zaragoza, con su obra Y Dios en la última paya; - en 1980, Antonio Garreta, con Volaverunt; en 1979 el ganador fue Manuel Vázquez Montabán, con su novela Los mares del Sur; el premio de 1978 fue entregado a Juan Marsé, por su novela La muchacha de las bragas de oro, que más tarde sería llevada al cine; en 1977 ganó el premio Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún, con la que se desató una viva polémica por sus referencias a la historia del Partido Comunista de España.

La edición de 1976 la ganó la obra de Jesús Torbado En el día de hoy, y la anterior, La gangrena, de Mercedes Salisachs.

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