Tribuna:

Los 'madrileños' de Barcelona

Me estoy poniendo pesado con esto de Barcelona. ¿Verdaderamente me afecta tanto lo que haga el consejero barcelonés? ¿Más que lo que haga la ministra andaluza? Sí, sí. Lo descubro con regocijo. Me importa más el último disparate barcelonés que los opacos, vagorosos, islámicos designios estatales, que me dejan anonadado, un poco como a un hotentote ante un prodigio de pastelería austríaca.Y es que el otro día recordé una expresión barcelonesa que va desaparecíendo. Pero para explicarme debo remontar gélidas alturas, las cumbres borrascosas de la definición. La definición del franquismo, para se...

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Me estoy poniendo pesado con esto de Barcelona. ¿Verdaderamente me afecta tanto lo que haga el consejero barcelonés? ¿Más que lo que haga la ministra andaluza? Sí, sí. Lo descubro con regocijo. Me importa más el último disparate barcelonés que los opacos, vagorosos, islámicos designios estatales, que me dejan anonadado, un poco como a un hotentote ante un prodigio de pastelería austríaca.Y es que el otro día recordé una expresión barcelonesa que va desaparecíendo. Pero para explicarme debo remontar gélidas alturas, las cumbres borrascosas de la definición. La definición del franquismo, para ser exactos. Esto del franquismo es un fenómeno muy anterior a Franco. Es algo que ya se percibe leyendo a los cronistas del siglo XVII. El franquismo carece de ideología, de teóricos (no podemos llamar teóricos a esos escribidores cuya patria es la cuenta corriente), carece incluso de una clara adscripción de clase. El franquismo es más bien un método que una teoría política. Un método de amedrentamiento, castración y humillación de ciudadanos o súbditos. No es un programa de Gobierno, sino de trituración. Su característica más acusada es la prepotencia piramidal de los gestores de la trituración. No hay nada más franquista que una buena cola de pasaportes, de esas en las que varios centenares de humillados súbditos contemplan la labor implacable de dos esfinges, una de las cuales se ausenta un rato para hacer la compra, como sucede en la plaza de España.

La rabia ulcerosa de los humillados rompe contra la retorcida ironía de sus verdugos, y se diluye en la absoluta convicción de que esto no hay quien lo cambie. Cambiarán los regímenes, cambiarán los reyes, pero la cola de pasaportes seguirá incólume, eterna.

Pues bien, este sentimiento de impotencia ante el dictador de ventanilla, tampón y palillo entre los dientes, se solventaba en mi juventud con una expresión muy barcelonesa: "¡Madrileños!". Naturalmente, un madrileño podía ser alicantino, manchego o cordobés, bastaba con que su comportamiento fuera despóíico, que ocupara un cargo administrativo ridículo y en contacto con el público, que estuviera escandalosamente mal pagado y gozara de un punto de exquisito sadismo. El revisor de tren, el encargado de cartería, el municipal de las multas, el empleado de la Telefónica, pero sobre todo la muchedumbre de representantes de la Administración central que tienen por obligación entorpecer en la medida de lo posible la relación de los súbditos con el Estado (pólizas, tasas, pasaportes, DNI, permiso de conducir, aduanas, la vida entera) eran calificados de madrileños a poco que cumplieran con su deber, es decir, a poco que dificultaran la normal tramitación de los papeles.

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Como es natural, la expresión era ampliable a cualquiera que manifestara dotes para la inquina, la jactancia o el incordio. Yo tengo un tío, nacido en Reus, que ha sido siempre el madrileño de la familia. Resumiendo, era un calificativo muy abstracto y freudiano, basado en un total desconocimiento de Madrid y en la ancestral antipatía de los catalanes hacia el funcionariado en general. Muy pocos, poquísimos catalanes, eligen realizarse humanamente a través de esa vía administrativa que es consustancial a media España, las oposiciones. Ahora mismo, por ejemplo, sólo recuerdo a un amigo catalán que sea funcionario de la Administración central. Y está como una cabra.

A lo que iba. El franquismo era sobre todo un método muy inteligente de producir en los ciudadanos ese efecto típicamente hispano que es la abulia, la galvana, el derrotismo. "No hay nada que hacer", una de las frases más inteligentes que ha producido la cultura íbérica, era y es la constatación habitual de un sinnúmero de personas que hacen cola, que son empujadas, apretujadas y estrujadas, que son explotadas o que se atontan delante de un aparato que no hace sino mostrar gente finísima, perfumada, con hogares modélicos y niños rubios que beben ávidamente varios vasos de nitrato de Chile encubierto bajo una marca apoteósica.

Pero, en Barcelona, ese particular aspecto de la castración franquista lo teníamos sublimado: los culpables eran los madrileños. Y tan tranquilos. Bastaba con imaginar que algún día Madrid saltaría por los aires gracias a un descuido de un bombardero de Torrejón (de aquellos que obligaban a Fraga a bañarse embutido en un Meyba tamaño familia numerosa), y a partir de entonces las colas de los pasaportes serían como en Suiza.

Y, sin embargo, la historia está a punto de damos una lección de humildad, porque en Barcelona comienza a haber un funcionariado que es imposible calificar de madrileño. Hemos dejado de importar madrileños y ahora los fabricamos con materiales netamente nacionales. La respuesta popular ha sido intusiasta, como casi, todas las respuestas populares. La gran mayoría de los catalanes nuevos que contestaron airadamente a mi primer artículo son o están a punto de ser una primicia funcionarial barcelonesa. Hay alguno, gaseoso, delicuescente, que ha trocado a toda velocidad la chilaba califomiana por un gorro frigio calzado a dos manos, y ya da signos de gran madurez para el desempeño de tales funciones. Ha comprendido que lo primero es llorar, señalar con el dedo y llamar a papá en cuanto viene un desaprensivo a remover los trapos de la familia. Hay algún otro, más reconcentrado que un tairro de Bovril, que ya no tiene manos: con una se pone medallas, extiende otra a sus nuevos amos, con la tercera sostiene un puro y con la cuarta señala al retrato de su señor padre, un caballero que no logró educar a su progenie.

Estos insensatos no comprenden el problema que se nos viene encima. Cuando dentro de poco los engranajes autonómicos estén servidos por madrileños catalanes, se producirá un cortocicuito imaginativo que puede tener las más inconmensurables con secuencias. Por ejemplo, puede llegar a hacerse visible que lo de menos es que el funcionario se llame Diego o Didaz. Y que lo importante es, más bien, cómo se planifica, articula y jerarquiza el aparato, cómo se protege al ciudadano (que no súbdito) y qué instrumentos se inventan para que no sea humillado, robado, detenido o expoliado. Porque si se le sigue triturando, sólo que ahora tiene la compensación de que le triture Didac, entonces, señoras y señores, buena la hemos hecho.

Habremos hecho una traducción del Estado de siempre en lugar de dar nacimiento a ese Estado que llevamos una temporada de siglos afirmando que es mejor y diferente porque es nuestro.

Si alguien quiere perder el tiempo, que lea el Quijote y compruebe cómo se hablaba entonces de los vizcaínos. Y es que, por aquellas fechas, la Administración del Estado estaba en sus manos gracias a las habilidades de los calígrafos norteños. Los vizcaínos eran los madrileños de entonces. Los madrileños de entonces (y es un prodigio que así sea), son los de ahora y los de siempre, porque no hay quien les toque un pelo. Y habría que ser muy ingenuo para pensar que los que fueron vizcaínos y luego madrileños, van a mejorar por el hecho de ser levantinos, isleños o roncaleses en un próximo futuro. Si los catalanes nos quedamos sin madrileños, nos tendremos que ver las caras sin sublimación ni maquillaje, y acabaremos obligados a importar andorranos o lo que dé el mercado en materia de caligrafía. A menos de que nos lancemos a dar una representación de la divertida comedia Caín y Abel, con decorados ampurdaneses y música de tenora.

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