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Patrimonio artístico: el Estado, al "quite"

Si usted, respetado señor lector, es aficionado a coleccionar obras de arte, si usted compra en las exposiciones cuadros o esculturas que le gustan, si usted piensa donarlas algún día al Estado (al pueblo, en suma) para que todos puedan disfrutar de su buen gusto o de su afición el día que usted falte de este mundo, tiene usted tres caminos a la hora de elegir su residencia:1. Irse a Estados Unidos, a Suiza, a Holanda, a Suecia, a Noruega o a Dinamarca. En cualquiera de esos países la actividad de coleccionista es totalmente privada. El Estado no interviene en ella para nada. Se limita ...

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Si usted, respetado señor lector, es aficionado a coleccionar obras de arte, si usted compra en las exposiciones cuadros o esculturas que le gustan, si usted piensa donarlas algún día al Estado (al pueblo, en suma) para que todos puedan disfrutar de su buen gusto o de su afición el día que usted falte de este mundo, tiene usted tres caminos a la hora de elegir su residencia:1. Irse a Estados Unidos, a Suiza, a Holanda, a Suecia, a Noruega o a Dinamarca. En cualquiera de esos países la actividad de coleccionista es totalmente privada. El Estado no interviene en ella para nada. Se limita -eso sí- a fomentar ese coleccionismo a través de medidas fiscales (siempre beneficiosas para el interesado) sin reservarse más derechos, ya que cualquier obra de arte que se adquiera con la finalidad de donarla a un museo (reservándose, claro, el adquirente su usufructo de por vida) es desgravable del impuesto sobre la renta. Resultado: esas naciones, riquísimas, se enriquecen aún más con un patrimonio artístico que no hace más que crecer y crecer.

2. Irse a Francia, Inglaterra, Alemania, Bélgica o Austria. En esos países conviven felizmente la iniciativa privada y el Estado, el cual asume el papel de promotor y de supervisor de aquélla. En estos cuatro países también se fomenta el coleccionismo a través de medidas fiscales. Todas esas naciones adoptan políticas liberales que siempre respetan y protegen la iniciativa privada aunque sus principales museos sean estatales. Pero la política oficial es -insisto- mixta y siempre protege los derechos individuales. Por tanto, adoptan una política liberal de fomento de la iniciativa privada, siempre supervisada por el Estado en nombre de los intereses nacionales. Los propios museos nacionales están dotados con fuertes presupuestos para que puedan adquirir en el mercado libre las obras que estimen importantes para las colecciones nacionales, fomentando tambi,én el cóleccionismo privado, al que otorgan fuertes exenciones fiscales sobre herencias y transmisiones, con el efecto eventual, después de varias generaciones, de lograr para el Estado la situación de poder adquirir estas obras en condiciones muy favorables o de poder aceptar su donación en concepto de pago de impuestos.

El Estado, en esos países, no establece controles restringiendo la libertad del mercado del arte, salvo en matería de exportación. Pero aun esas medidas restrictivas son muy razonables. Por ejemplo, en Inglaterra, toda obra cuyo valor exceda de 8.000 libras (aproximadamente 1.200.000 pesetas) está obligada a obtener una licencia de exportación. Esta licencia se concede normalmente en el plazo de 48 horas, salvo que se considere que pueda tratarse de una obra de excepcional interés nacional. En ese caso se envía el expediente a una junta que tiene un mes -¡sólo un mes!- para estudiar el problema y que -además- está obligada igualmente a escuchar el testimonio de los interesados en persona. Si en ese plazo la junta en cuestión decide que la obra no debe salir del país, tiene -siempre la junta- un plazo de seis meses para conseguir de algún museo, de alguna fundación, o del Gobierno mismo, o a través de una suscripción pública, el precio que paga el comprador extranjero. Si esto no se logra, la obra es exportada. Todo ello permite defender al patrimonio artístico de la nación al mismo tiempo que se garantizan al máximo los derechos de los propietarios. Con todo ello, tanto Francia cuanto Inglaterra, Alemania, Bélgica o Austria logran mantenerse a través del coleccionismo privado y estatal en la primera fila de la cultura universal.

3. También le queda a usted el recurso de quedarse en España. O de irse a Italia. ¡Ahí va usted listo, querido señor coleccionista! Tanto la legislación española como la italiana son enormemente intervencionistas. Sobre todo la española. ¿Sabe usted que toda obra de arte que desee exportar necesita la correspondiente licencia? ¿Y que esta puede ser denegada sin ninguna obligación para el Estado de comprar la obra ni de indemnizar al propietario por la pérdida de valor? ¿Sabía usted que para todo ello el Estado se toma hasta seis meses de plazo? Igualmente el Estado se reserva el derecho de retracto sobre las ventas que se realicen dentro del país y tiene también seis meses para ejercer ese derecho. Además, si el valor de la obra excede el millón de peesetas, el Estado puede pagar hasta en tres años. Todas las ventas de más de 50.000 pesetas tienen que declararse al Estado y ciertas tasas de exportación llegan hasta el 30%. Si el Estado cree que su colección corre peligro puede obligarle, señor coleccionista, a que la deposite en un museo. En cualquier caso, el Estado le cobrará a usted entre un 22% y un 26,6% de impuesto de lujo cuando venda usted sus obras de arte.

¡El Estado, el Estado, el Estado! Omnipresente. Omnipotente. ¡Ay de usted, amigo de las artes, si cae en España o en Italia! Porque en los dos países ocurre lo mismo. Con la diferencia de que Italia ha descubierto ya el deporte nacional de «contrabandear» las obras de arte. Ese deporte vendrá en breve a España, donde si no llega a ser por la Corona o por un gran coleccionista privado, no tendríamos a estas fechas ni Museo del Prado ni Museo de Arte Abstracto de Cuenca. Pero, eso sí, estamos ahora preparando una refundición de la legislación existente (y como se ha visto, disparatada) en materia de «defensa» del patrimonio artístico que van a ver ustedes.

Y si no les gusta, ya lo saben: a poner el televisor y a que el Estado nos regale con aquel Ding Dong de horrible memoria...

Víctor de la Serna y Gutiérrez Répide es periodista y escritor, presidente del Comité Español del Instituto Internacional de Prensa.

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