El Centro Dramatico Nacional estrenó uno Doña Rosita la soltera", de García Lorca, en Tenerife

La obra no había sido puesta en escena desde la guerra civilEl estreno nacional de Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, de Federico García Lorca, se produjo anteayer en Tenerife, después de que esta obra del escritor granadino estuviera inédita para los escenarios españoles desde que acabó la guerra civil. La representación corrió a cargo del Centro Dramático Nacional y la puesta en escena fue dirigida por Jorge Lavelli, director argentino de reputación internacional que reside en París. Es la primera vez que el Centro Dramático Nacional estrena uno de sus montajes en una ciudad...

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La obra no había sido puesta en escena desde la guerra civilEl estreno nacional de Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, de Federico García Lorca, se produjo anteayer en Tenerife, después de que esta obra del escritor granadino estuviera inédita para los escenarios españoles desde que acabó la guerra civil. La representación corrió a cargo del Centro Dramático Nacional y la puesta en escena fue dirigida por Jorge Lavelli, director argentino de reputación internacional que reside en París. Es la primera vez que el Centro Dramático Nacional estrena uno de sus montajes en una ciudad de la periferia.

En casi un año y medio que lleva de funcionamiento, es la primera vez que el Centro Dramático Nacional se decide a efectuar un estreno fuera de Madrid. Doña Rosita, la soltera, o el lenguaje de las flores, la penúltima de las piezas teatrales escritas y estrenadas por el poeta granadino Federico García Lorca, antes de su asesinato en 1936, ha servido para llevar a cabo esta experiencia descentralizadora por medio de la cual parece que se quiere reivindicar la vida escénica de las sufridas provincias del país, de cuyos impuestos se obtiene mucho más del 85% del parco presupuesto que nutre a la única institución escénica que funciona absolutamente con fondos ministeriales. Con estos planteamientos se decidió trasladar el Centro Dramático Nacional hasta la isla de Tenerife, en cuya capital se celebraron los últimos ensayos de esta pieza, que no había subido a un escenario español desde después de la guerra civil. Ahora, protagonizada por la actriz Nuria Espert (uno de los tres directores del Centro Dramático Nacional) y dirigida por Jorge Lavelli, con escenografía de Max Bignens, se ofreció al público de Santa Cruz de Tenerife una de las producciones de García Lorca menos conocidas, como en un deseo de incorporarla al incipiente repertorio de nuestro teatro.Cuando por la mañana del día 28 de febrero se abrió la taquilla del teatro Guimerá para poner a la venta las entradas de las siete funciones, era absolutamente imposible encontrar una sola butaca para el estreno del día siguiente. El vestíbulo del teatro ofrecía un aspecto inusitado, que poco o nada se parecía al que suelen ofrecer habitualmente los estrenos de esta ciudad. Aparte de la hermana y la cuñada de Federico García Lorca, y de Ramón Tamayo -codirector, con Nuria Espert y José Luis Gómez del Centro Dramático Nacional-, estaban presentes la casi totalidad de las autoridades locales y una buena representación de las nacionales: el director general de Música y Teatro, los correspondientes subdirectores generales, el capitán general de Canarias, el gobernador civil de la provincia, el alcalde de la ciudad, concejales del Ayuntamiento, consejeros del Cabildo, diputados, senadores, miembros de la Junta de Canarias... A veces daba un poco la impresión de que nos encontrábamos en un congreso provincial de UCD. Se trataba de un ambiente de crónica mundana, en el que el espectáculo más atractivo parecía desarrollarse en las butacas y en los pasillos, y donde los aficionados al teatro estaban ausentes o relegados a las alturas.

En unas declaraciones que el director argentino residente en París Jorge Lavelli hizo a la prensa local un par de días antes del estreno, comentaba que estaba convencido de que cuando Federico García Lorca escribió Doña Rosita, la soltera, tenía muy reciente la lectura del teatro de Anton Chejov. En efecto, no es difícil encontrar en este texto la presencia constante de la caducidad cotidiana, la decadencia de unas vidas anónimas que fluyen gratuita e insensiblemente. A través de la tragedia, ridícula e insignificante, de la señorita provinciana que envejece en su soltería por guardar fidelidad al novio que la ha olvidado, Lorca plantea el problema de la alienación femenina en medio de una sociedad cruel hecha de convenciones inviolables que se deben aceptar silenciosamente. «Ese es el defecto de las mujeres decentes de estas tierras», dice uno de los personajes femeninos de la obra, «ino hablar! No hablamos y tenemos que hablar.» El mundo lírico de Federico García Lorca se detiene en esta obra en el retrato de lo cotidiano, donde unos seres mínimos viven tragedias pequeñitas y habituales que nos los hacen mucho más cercanos a nuestra realidad que los héroes solitarios de Yerma o de Bodas de sangre, encerrados en su grandeza inaccesible.

Mundo decadente

No sabemos, claro está, si este mundo decadente y crepuscular que se puede entrever en Doña Rosita, la soltera, busca -como dice Lavelli- la referencia de Chejov, o coincide con ella a través de la plasmación que Lorca hace de su hermética Granada provinciana. De lo que no cabe duda es de la presencia del mundo de Chejov en el planteamiento de la puesta en escena.El tercer acto del montaje de Lavelli resume plásticamente todas estas sugerencias en las desoladas imágenes de unos seres decrépitos perdidos en la inmensidad de la casa desnuda y vacía, que trasciende su realidad inmediata para proponernos una visión del universo que prolonga a otros niveles el mismo concepto de caducidad irreparable. En este tercer acto de Doña Rosita, la soltera, hay mucho del descarnamiento del mejor teatro del absurdo: en ese empeñarse en discutir para sentirse vivos («Así pasamos el rato. Ande. Replíqueme») estamos reviviendo a VIadimiro y Estragón empeñados en engañarse a sí mismos mientras llega Godot; o la convicción más desesperanzada de Final de partida, cuando uno de los personajes llega a la conclusión de que «ya nos queda poco tiempo en este teatro». Se podría decir que Lavelli ha leído a Lorca enriqueciendo su texto con una serie de sugerencias complementarias que están ocultas, pero latentes, en él.

La indiscutible coherencia estética de este tercer acto nos obliga a pensar que Lavelli lo ha tenido muy presente a la hora de plantearse todo el espectáculo. O, dicho de otra manera, que los dos actos anteriores se supeditan excesívamente a él, con grave riesgo de la unidad del espectáculo. No podemos olvidar que a pesar de todo lo dicho Doña Rosita, la soltera, es una obra peligrosamente irregular, donde conviven en equilibrio inestable los arrebatos líricos y las pinceladas psicológicas, la caricatura social de una comunidad acartonada y el arrebato del sentimiento amoroso. Da la impresión de que el espectáculo se resiente de esa pluralidad que exige muy diversos niveles interpretativos que no aparecen en absoluto unificados y que, a veces, distraen innecesariamente de la línea que hilvana los tres actos: el largo número musical que cierra la primera parte (de una brillante y divertidísima cursilería) sería un buen ejemplo de este convencionalismo espectacular que se ve obligado a traicionar el texto para hacerlo avanzar.

Sería prematuro aventurar un balance de los resultados a pocas horas del estreno. Los tímidos aplausos de los ilustres invitados que abarrotaron el patio de butacas dejaron constancia de una evidente falta de entusiasmo que ya se había dejado oír a lo largo del tercer acto, cuyos dramáticos silencios fueron contrapunteados por los constantes crujidos de las butacas (las butacas del teatro Guimerá son las más ruidosas de España), donde sus ocupantes rebullían más fatigados y aburridos que inquietos. Sin embargo, la breve ovación que acogió a Encarna Paso y a Carmen Bemardos al saludar hizo justicia a las verdaderas protagonistas del espectáculo, en unos papeles impecablemente resueltos, pero indiscutiblemente agradecidos, que sería injusto comparar con los que le correspondió defender, con uñas y dientes, con mejor o peor fortuna, a gran parte del elenco: la presencia de José Vivó, casi inadvertida para la mayor parte de los espectadores, es un brillante ejemplo de honesto profesionalismo. Nuria Espert, protagonista nominal de la obra, permanece en un eficaz segundo plano difícil y funcional, merced a un papel que parece apartarla un tanto del divismo internacional en el que la habíamos colocado a lo largo de la última década, con la ayuda de los festivales internacionales y de los censores franquistas, y que algunos no parecen dispuestos a perdonarle por ahora.

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