De la barricada a la eternidad: ‘Los miserables’ vuelve a Madrid en su 40 aniversario
La obra basada en la novela de Victor Hugo, una de las obras más emblemáticas del musical inglés, regresa por tercera vez a la capital
Algunas historias, las muy excepcionales, las que conservan su poder aún cuando se las reduce a su mínima expresión, tienden a convertirse en inmortales. Los miserables, de Victor Hugo, tiene como media docena de ellas. Está Jean Valjean, reo a la fuga que desobedece el orden social pero no el de Jesucristo. Está Fantine, una joven obrera tan inocente que su vida es una espiral de degradación: de su despido a la venta de sus dientes, a su prostitución a, por fin, su muerte por tuberculosis. Está ...
Algunas historias, las muy excepcionales, las que conservan su poder aún cuando se las reduce a su mínima expresión, tienden a convertirse en inmortales. Gavroche, un niño huérfano sin hogar que manda más en las calles de París que la policía. Desde su publicación en 1862, Los miserables, la historia de cientos de personajes implicados en una fatídica revolución parisiense de 1832 ha estado siempre en catálogo. Las maltrechas tropas confederadas de Robert E. Lee se pasaban capítulos entre ellos mientras perdían la guerra civil estadounidense: de ahí que les llamaran Lee’s miserables.
La novela se ha llevado a la pantalla más de 65 veces y, sobre todo, una al teatro. Una versión musical que no ha bajado aún el telón desde su estreno en el Barbican de Londres en octubre de 1985, hace ahora 40 años; una que, con más de 15.500 representaciones, es el musical más longevo del West End. En el resto del mundo, también es un gigante traducido a 22 idiomas en 57 países y visto por 150 millones de personas, cuyas canciones nunca acaban de desaparecer del todo. Desde este viernes se oirán en Madrid, en el teatro Apolo, donde Los miserables se representa por tercera vez en la capital en las últimas tres décadas, en una adaptación al español producida por ATG Entertainment
Otra forma de entender Los miserables es como la obra maestra de un hombre en concreto: Cameron Mackintosh, productor teatral británico, firmante de los mayores éxitos de Londres de las últimas décadas, sobre todo en los ochenta, cuando ayudó a crear nada menos que Cats, El fantasma de la ópera o Miss Saigon. “Llevo 60 años en activo y creo que definitivamente soy un productor de autores. No de directores. Me inspiran los grandes autores de cada época”, explica ahora Mackintosh (Londres, 79 años), durante una visita a Madrid en el mismo Apolo, poco más de 24 horas antes del estreno de esta versión de Los miserables.
Si por algo es conocido el musical inglés en contraposición al estadounidense es por dos características que son su impronta personal. Está su tamaño (a Mackintosh le gustan las obras descomunales) y por su tono (estos musicales son serios como un accidente de tráfico, mientras que los estadounidenses son más animados e informales): así de influyente es el hombre que hoy habla ante un grupo de periodistas en el Apolo. “El problema de los autores de teatro musical hoy es que solo quieren escribir sobre el presente. El presente se pasa de moda enseguida. [El dramaturgo americano] George S. Kaufman decía que la sátira es lo que se quita de cartel el sábado [tras el estreno el viernes]”. El material realmente bueno, para Mackintosh, son las obras consagradas.
De ahí que, en 1982, un director húngaro le pusiera delante de Los miserables. Mackintosh venía de hacer Cats, donde había adaptado triunfalmente un poemario de T. S. Eliot sobre gatos. La siguiente obra inadaptable que merecía su atención bien podía ser esta. El compositor pop francés Claude-Michel Schönberg había escrito, junto al dramaturgo Alain Boubill, un álbum de canciones basadas en la novela de Hugo. Se había representado en Francia en 1980, más como una serie de viñetas para un público que conociera la historia que otra cosa: dos años después, aquel álbum había caído en manos de quien ya era uno de los productores más poderosos de Inglaterra. “Escuché las primeras cuatro canciones y me sonó diferente a todo lo que había oído”, rememora. “Esa noche se lo llevé al único compositor que conozco que habla francés: Alan Jay Lerner [autor de My Fair Lady], quien me dijo: ‘Debes prometerme una cosa. Debes hacer esta obra. Va a ser espectacular”.
En su versión literaria, Los miserables ya cumple el primer requisito fundamental de Mackintosh: una vocación universal. Por mucho que hable de gobiernos y derrocamientos, no es un panfleto con una ideología concreta. Lo mismo sucede con su autor: de madre católica-monárquica y padre republicano-racionalista, Victor Hugo cambió de bando ideológico varias veces a lo largo de su vida. Su pensamiento más consistente es que el ser humano no es inherentemente malo (en esa época, decir esto era más revolucionario de lo que hoy parece). Más que progresista o conservador, Hugo era defensor de la empatía como fuente de poder. Incluso durante su breve trayectoria como político, su programa electoral defendía el fin de la pobreza y la pena de muerte, el sufragio universal y la enseñanza gratuita para niños.
Es sintomático que la revolución que plasma en la novela, las protestas estudiantiles de 1832 contra el regreso de la monarquía tras la Revolución Francesa, sea una frustrada. No es una novela sobre causas por las que morir, sino sobre la idea de la revolución en sí. Y no solo. Hugo, como tantos otros decimonónicos, creía en el poder en de la contradicción. Los miserables enfrenta a sus protagonistas con su contexto histórico para abundar en una: el deseo de toda sociedad por el cambio y el anhelo humano de disfrutar de estructuras estables.
“Para Victor Hugo, la novela no va sobre franceses en Francia, sino de cosas que él veía con sus propios ojos”, explica Mackintosh. “Por eso, en cada esquina del mundo, cuando el público viene a ver el musical, entiende a los personajes y sus situaciones. Todo el mundo tiene amores no correspondidos, hay abusones en todas partes como los Thernardier. La genialidad de Hugo es que los cimientos de su obra funcionan igual de bien en todas partes”.
Aunque el mérito en el guion corresponda al material original, la música explica también su éxito. Sorprendentemente, la gran épica social francesa suena muy poco a Francia. Sí, tiene la claridad melódica de la chanson de Aznavour y un poco de Bizet y de Offenbach; también el epinicio Do You Hear The People Sing? anda a un tiro de piedra de La Marsellesa. Y sí, también bebe de sonidos típicos europeos como armonías de himnos religiosos o Verdi, si nos ponemos, en la canción de la tasca de Thenardier. Pero, para buscarle el encaje adecuado, y entender el interés de Mackintosh en la obra, seguramente haya que salir de la Europa continental.
El musical inglés tiene un largo historial de obras que romantizan las clases bajas y los acentos cockney, que mezclan nostalgia con miseria, y que emplean grandes coros y registros taberneros de music hall: desde La ópera del mendigo (1727) —más conocida por la adaptación alemana de Bertolt Brecht, La ópera de los cuatro cuartos (1928), esta ya con canciones de revista— al padre de Eliza Doolittle en My Fair Lady (1956). La reina de este género es Oliver, obra hoy casi olvidada de Lionel Bart sobre Oliver Twist, que en su día fue un übermusical desde la primera función en 1960 (fue el título más longevo del West End: se mantuvo en cartel hasta 1966, un total de 2.618 representaciones). En su día, el huracán Oliver absorbió y catalizó décadas de cariño del público al musical cockney y Los Miserables, que comparte tanto de su ADN que es como su hermana gótica, siguió esa tradición. Ya no era un verso suelto en una cultura ajena al teatro musical, sino que tenía raíces. Al fin, ¿qué hay más parecido a Charles Dickens que Victor Hugo?
En The Complete Book of Les Miserables (1989), de Edward Behr, el letrista Alain Boubill admite que su gran obra nació el día de 1978 que fue a ver esa obra. “En cuanto vi al Truhán [el entrañable huérfano callejero de Oliver Twist], se me vino a la cabeza Gavroche [el entrañable huérfano callejero de Los Miserables]. Fue como una sacudida en el pecho. Empecé a ver a los personajes de Victor Hugo: Valjean, Javert, Gavroche, Cosette, Marius y Éponine, riendo, llorando y cantando en el escenario”. Mackintosh, que había producido aquel revival de Oliver en los setenta, potenció esas similitudes. Cuando se estrenó en Londres, los miserables parisienses cantaban con acento cockney y, por antimonárquica que fuera sea su revolución, su enemigo era la policía, no la corona. Es un perfecto musical inglés.
Aquella versión primigenia, que duraba cuatro horas, no fue un éxito ni crítico ni comercial. El suplemento dominical de Daily Mail dijo de él: “Verlo es como comer una alcachofa, tienes que tragar mucho para conseguir muy poco”. Aquí entra el instinto de Mackintosh para cambiar la obra todo lo que el público demande. Aquella función se recortó y se refinó: para cuando llegó a Broadway en 1987, era un taquillazo que se hizo con nueve premios Tony (estuvo en Broadway hasta 2003). En septiembre de 1992 llegó a Madrid por primera vez, también al teatro Apolo. En 2010, se rediseñó toda la producción con motivo de su 25 aniversario: ahí regresó a la capital española. Ahora vuelve, de nuevo tras un rediseño pensado para rejuvenecerlo. “Nadie quiere ver ya la producción original, los tiempos cambian y la fuerza de la novela nos permite seguir adaptándolo al presente”, explica Mackintosh. Las historias excepcionales sobreviven incluso reducidas a su mínima expresión.
En su día, Victor Hugo lo dijo de forma decimonónica: “Las heridas de la humanidad, esas úlceras que contaminan el mundo, no se detienen por las líneas rojas o azules trazadas en mapas. Allí donde los hombres sufran ignorancia o desesperanza, allí donde las mujeres se vendan a cambio de pan, allí donde a los niños les falten un libro del que aprender o una chimenea caliente, Los miserables llama a la puerta y les dice: ‘Abridme, estoy aquí para vosotros”. Mackintosh lo explica en Madrid de una forma mucho más sucinta: “Siempre habrá un mañana para Los miserables”.