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Y entonces la vida se come la vida

Escribir para que no sean solo los cacharros los que lo hagan, las inteligencias artificiales que nos llenan de tonterías digitales, de nueces, de cascabeles

La vida como si fuera el beso de un ave de rapiña. Arrancar el día en la hora cero e ir así hasta que el infinito te clave, de un solo tajo. Que nada ni nadie te deje ileso. Escribir como uno deja brotar la sangre y, luego, coagular en frases, palabras, cubos, en puntos y aparte, comas, moléculas, átomos.

Escribir como quien se calienta en el cuerpo del otro, para empezar, para nunca acabar. Como quien vive disemi...

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La vida como si fuera el beso de un ave de rapiña. Arrancar el día en la hora cero e ir así hasta que el infinito te clave, de un solo tajo. Que nada ni nadie te deje ileso. Escribir como uno deja brotar la sangre y, luego, coagular en frases, palabras, cubos, en puntos y aparte, comas, moléculas, átomos.

Escribir como quien se calienta en el cuerpo del otro, para empezar, para nunca acabar. Como quien vive diseminado por chabolas, sin cama ni cuarto, y se aferra al aire, al hambre, a algo tan vital que no puede con su cuerpo, porque ahí se le va la vida. Porque escribir es un trabajo de carpintería, de cavar y clavar, agrupar las planchas con palabras, para que las frases, algún día, hagan una casa que se pueda habitar, para que algún día hagan un libro que se pueda leer y, en él, casi vivir.

Escribir para existir. Con el cuerpo. Como quien roba un pan al tiempo. Como quien le arranca los ojos a la muerte. Porque un día uno alucina de no tener ni un día más, ni una pizca más de horas. Las avispas revolotean dentro de esa manzana que te comes a bocados. De pronto te anidan en los ojos. La próstata, los ovarios revientan. Escribir porque si no todo esto es un fogonazo, una humareda. Porque no sabes cómo inventar algo que sea para vivir más.

Escribir para que lo que se achica, para que lo diminuto nunca se apague. Para no salir del todo por la puerta trasera. Para no ser un café frío. De esos que no bebes, que nada tienen, que no son tajada de sandía, o beso de limón. De esos que no se limpian ni con aguarrás, negros como los cuervos, de los que grajean con las cucharas. De los que hacen callar el correr del tiempo. De los que pasan la lija sobre el tabique para que el segundo dure más, para que la hora pese menos.

Y, entonces, nos topamos con el calcio del otro, con sus huesos. Los ojos se nos encienden como cigarras. Entonces dejamos de ser seres subterráneos, de los que nunca dan una flor. Salimos a la luz del día, subimos desde el fondo, reventamos, sofocantes, calurosos, salimos al aire libre. Dejamos de saber si el cielo está abajo o arriba. Nos expandimos porque el alma no cabe en el cuerpo. No cabe en ese trastero estrecho como un hígado, oblicuo como una tabla.

Nos hacemos chispeantes. Dejamos de agarrarnos a las muletas, deja de importarnos el goteo del tiempo. Nos abrimos como estuches y los brazos, antaño vacíos de abrazos, se nos llenan como pantanos, nos desbordan. A cada beso dejamos de ser herrumbrados, retorcidos, chirriantes, desconchados. Dejamos de desafinar, de quedarnos en las vísperas, de nunca más reflorecer.

Escribir para que no sean solo los cacharros los que lo hagan, las inteligencias artificiales que nos llenan de tonterías digitales, de nueces, de cascabeles. Escribir, enviar los jinetes hacia delante, y nunca olvidar de dónde vienen, de qué tierra, de qué infancia, venimos, de qué días azules estamos hechos. Escribir para darle un mordisco, aunque solo sea una tajada a la muerte, al olvido.

Y entonces la vida se come la vida. El sol se pone a dar pinceladas de polen por todo lo alto. Los ojos se hacen saltones, besucones, y las palabras excavan boca arriba, se desmelenan. Salen a tiros de entre los labios. De pronto dejamos de rumiar ortigas. Dejamos de ir por el mundo como gato por las brasas. Muy pocas palabras se escapan de la nada. Y quizás ese sea el gran asunto: nos ponemos a amar para por fin hablar. Abrimos un libro para empezar a escuchar de verdad.

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