Siempre hubo tiempos mejores para los antihéroes de Peckinpah

En el centenario de este cineasta, dudo que en la actualidad le permitieran realizar películas como la grandiosa ‘Grupo salvaje’, la preciosa ‘La balada de Cable Hogue’ o la turbadora y feroz ‘Perros de paja’

Imagen de 'Grupo salvaje', de Sam Peckinpah.

Es difícil imaginar a Sam Peckinpah como centenario, con alzhéimer o demencia, sumiso, acabado. La palmó antes de los sesenta, chorreando alcohol y polvo para la nariz. En cuanto a su cine, dudo que en la actualidad le permitieran realizarlo. Demasiada testosterona, continuo y fascinado tratamiento de la violencia, ningún afán didáctico ni culturalista, retratista de gente nada ejemplar según las reglas moralistas y que sobrevive o muere en medio de orgías de sangre. Y cuando aparecen mujeres en su obra, casi siempre interpretan a putas. Gozó de esplendor en la industria y de fascinación en el público durante una época larga, pero sus últimas películas Los aristócratas del crimen y Clave: Omega son malas, parecen una caricatura de sí mismo, de alguien que hizo un cine épico, emocionante, melancólico, complejo. También lírico en medio de la brutalidad. Con frecuente formato de wéstern, describe a gente que está al final de sus delictivas carreras, que insistentemente cuando les proponen algo que implica un riesgo mortal suelen responder: ¿por qué no?, algo habitual en el mundo de los perdedores.

El director Sam Peckinpah.

No tengo prisa para revisar sus películas. Por temor a que se puedan desplomar ligeramente. Porque yo estuve enamorado de su cine. Y quiero mantener ese recuerdo. Mi largo idilio comenzó con Duelo en la alta sierra. La secuencia final, como en tantos desenlaces de Peckinpah protagonizados por la muerte, me colocó un nudo en la garganta que se repitió en bastantes ocasiones. Mayor Dundee era épica, dura, retratando a personajes con anverso y reverso, incluyendo a ese militar finalmente victorioso para el que la guerra no acabará nunca porque la tiene dentro de sí mismo. Y era grandiosa Grupo salvaje, incluida el forzoso enfrentamiento en nombre de la supervivencia de dos bandidos que siempre estuvieron juntos en lo bueno y en lo malo. Y qué hermoso y trágico el paseo final de los cuatro kamikazes que utilizan el pretexto de rescatar a su apresado amigo, aunque sepan que de allí no va a salir vivo ni dios. O la gracia, la poesía, de ese ser estafado por sus socios, que encontró agua en el desierto en el que fue abandonado, que firmó las paces con su soledad, que fue visitado provisionalmente, aunque ofreciéndole el cielo, por una puta tan vitalista como pragmática llamada Hildy, que cuando se le acercó la parca afirmaba a sus compungidos amigos: “No pasa nada grave, solo que me estoy muriendo”. Ocurría en la preciosa y entrañable La balada de Cable Hogue. En ella había poca sangre. Peckinpah debía de andar relajado. Todo lo contrario que en la turbadora y feroz Perros de paja, en la que sabes que todo va a acabar fatal, en la que vas mascando desde el principio el futuro apocalipsis. Y funciona el honesto vagabundeo buscando oportunidades en el rodeo del maltrecho y digno Junior Bonner, y la angustia y la resolución del problemático y perseguido matrimonio de La huida.

Y antes de que llegara el crepúsculo de su arte, Peckinpah rodó dos películas excepcionales. La extraña, obsesiva, enloquecida Quiero la cabeza de Alfredo García, con un Warren Oates memorable a perpetuidad, y una tragedia a la altura de su genio titulada Pat Garrett y Billy The Kid, esa en la que dos viejos amigos deben enfrentarse a un lado y al otro de la ley porque, según le anuncia Garrett a Billy: “Los tiempos están cambiando”. El arrogante y consecuente Billy le aclara: “Pero yo no”. El señor Dylan (que aparece sin la menor gracia como actor) le compuso a Peckinpah una maravillosa e inolvidable banda sonora para acompañar a una película que parece el grandioso testamento de un director excepcional, tan expresivo como reconocible. A mí me donó alegría y tristeza de primera clase.

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