Aventuras en Marrakech: magos, serpientes y el fuerte de ‘Beau Geste’
Experiencias insólitas en la ciudad marroquí durante las Conversaciones Literarias de Formentor dedicadas a ‘Genios, nómadas y beduinos’
No podía creer lo que veía: se alzaba ante mi mirada, con sus torres, su puerta al desierto, su parapeto y sus almenas, el mismísimo fuerte Zinderneuf, el legendario lugar donde se desarrollan los acontecimientos culminantes de Beau Geste, la gran novela de aventuras de P. C. Wren sobre la Legión Extranjera francesa, la unidad militar más romantizada de la historia, en la que se alistaron escritores como Ernst Jünger, Jean Genet, Blaise Cendrars y Arthur Koestler, sin olvidar a Cole Por...
No podía creer lo que veía: se alzaba ante mi mirada, con sus torres, su puerta al desierto, su parapeto y sus almenas, el mismísimo fuerte Zinderneuf, el legendario lugar donde se desarrollan los acontecimientos culminantes de Beau Geste, la gran novela de aventuras de P. C. Wren sobre la Legión Extranjera francesa, la unidad militar más romantizada de la historia, en la que se alistaron escritores como Ernst Jünger, Jean Genet, Blaise Cendrars y Arthur Koestler, sin olvidar a Cole Porter, que debía silbar el himno, Le boudin, como nadie. ¿Era una alucinación producida por el calor, el sol, el cafard, algo que había comido o las largas horas de sesiones de las Conversaciones Literarias de Formentor, especialmente el intenso coloquio sobre suplementos culturales? Me froté los ojos confiando en librarme del espejismo, pero allí seguía, tozudo, el fuerte. La cosa era más asombrosa todavía porque yo estaba ahí, en el Hotel Barceló Palmeraie de Marrakech, sede de las conversaciones este año, para hablar, precisamente de Beau Geste (1924), con motivo del centenario de la publicación del libro y en el marco de las charlas del encuentro dedicadas genéricamente a Genios, nómadas y beduinos (mi aportación era en el apartado “errantes”, que sin duda es un buen espacio conceptual para hablar de la Légion Étrangère, la unidad revientabotas del “marche ou crève”, “marchar o morir”).
¿Había tenido la organización el detalle de traerme el fuerte —que según la novela se encuentra muy a desmano en el Sahara, “lejos, muy lejos, al norte de Zinder, que se halla ya en la región de Air, al norte de Nigeria”— a fin de inspirarme y crear ambiente? Era dudoso, ¡pues no tenía cosas en qué pensar Basilio Baltasar! Entonces, ¿cómo había llegado hasta un hotel en Marrakech Fort Zinderneuf? Y más preocupante: ¿habría tuaregs asediándolo?, ¿me tocaría enrolarme cinco años como légionnaire?, ¿corría peligro inminente?, ¿me esperaba un funeral vikingo como a Beau Geste?
La desconcertante construcción, que se levantaba en el extremo más lejano de los jardines del Barceló Palmeraie, junto al gimnasio de Fitness, era exacta a la pequeña fortaleza cuya guarnición, incluidos los hermanos Geste, las pasa canutas en la novela y en las películas que se han filmado sobre ella. Me acerqué prudentemente, como hacen las tropas de socorro que llegan al fuerte bajo el mando del mayor Enrique de Beaujolais (solo un inglés podía inventar un apellido así para un francés), oficial de espahis y futuro Beau Sabreur de la trilogía de Wren, completada con Beau Ideal. El paño de muralla no ofrecía por donde subir a las almenas y las torres, pero la puerta del fuerte permanecía abierta (con mucha imprudencia, a mi juicio). Me asomé y ahí estaba el desierto, efectivamente, con dunas y unas palmeras dispersas desde las que, recordé, podían hacer un fuego letal los francotiradores tuareg, que se cepillan a la guarnición casi hasta el último hombre. Pasó entonces corriendo un joven en ropa de deporte y con Ipods que se detuvo y me preguntó si sabía a qué hora cerraban la puerta. No me hubiera extrañado más ver al conejo de Alicia.
Después de explorar concienzudamente el fuerte y alegrarme de que no estuviera de guardia el villano sargento mayor Lejaune (plasmado en el cine como Markov y al que encarnaba en la película canónica de William Wellman con Gary Cooper el actor Brian Donlevy, casado con la viuda de Bela Lugosi, que es un punto para hacer de malvado), me hice unos selfies y más relajado decidí investigar por qué fisura del espacio-tiempo se había colado Fort Zinderneuf en las conversaciones de Formentor. Me constaba que para el filme de Wellman se había construido un fuerte, pero no en Marruecos sino en Buttercup Valley, cerca de Yuma, Arizona. El director del hotel, Monsieur Khalid Issig, algo desconcertado por mi vehemencia, no supo explicarme por qué se alzaba una réplica del fuerte en el perímetro de su establecimiento, aunque lo vinculó a la “desert experience” que ofrece el Barceló Palmeraie y que incluye, tras traspasar la puerta del fortín, acceder un poco más allá a un campamento beduino en un oasis escenográfico donde se cena entre camellos, músicos y danzarinas (y una cigüeña aparentemente disecada), una experiencia de la que los participantes en las conversaciones pudimos disfrutar y que a los tuareg de Beau Geste les habría sorprendido pues las hermosas huríes que aparecieron recordaban más a las Mama Chicho.
Monsieur Khalid, que por lo visto no había caído en ello, estuvo de acuerdo en que el fuerte era igual que el de Beau Geste, novela y películas que conocía, aunque ignoraba de quién había sido la idea de replicar Zinderneuf. Cuando le dije que había visto una puerta lateral en la torre que sin duda permitía acceder a lo alto del fuerte pero que estaba cerrada con llave, y añadí que me encantaría poder ir y vivir una experiencia legionaria completa, puso cara de preocupación (“a saber qué va a hacer este tío allá arriba”, pareció pensar) y me dijo que, lamentablemente, la torre estaba vacía y carecía de escalera interior. Ante mi decepción —podía haber dado la charla allí, ¡qué ambientación!— me aseguró que construirían una escalera de forma que la próxima vez que fuera pudiera subir. Me pareció que lo decía en serio.
Pertrechado con la inesperada experiencia del fuerte, mi Croix de Guerre y mi pasión por Beau Geste, y aunque no lucía mi bonito quepis de legionario (que no me cabía en la maleta), mi charla fue un éxito. Sobre todo porque, en un alarde de genio oportunista, vinculé la (mala) suerte de los legionarios de Zinderneuf, a los que el villano sargento va disponiendo en las almenas del fuerte como si estuvieran vivos a medida que caen alcanzados por las balas de los árabes, con los empleos que no se reponen en el sector del periodismo cultural, tan a la baja en consideración social, apunté, como la Legión Extranjera. Profundizando en la comparación, recordé las muchas bajas que llevamos ya y, a la manera de un visionario derviche del oficio, nos evoqué a todos los presentes como legionarios muertos aferrados a los rifles y afrontando con ojos ciegos la adversidad en los parapetos de Zinderneuf. De haber habido escaleras creo que hubiera conseguido que marcháramos todos al fuerte, incluido el Premio Formentor 2024, el escritor Lászlo Krasznahorkai, que aunque es húngaro no hubiera importado porque para eso es la Legión Extranjera. Nos podríamos haber inmolado incendiando el fuerte y dándonos un funeral vikingo como hace Digby Geste con su hermano Miguel (Beau) en la novela, pero entonces no habríamos disfrutado de la subsiguiente cena bufet autour de la piscine amenizada con guitarras y que incluyó ostras, mucho mejor menú, hay que convenir, que la soupe légionnaire o le boudin.
Mi Beau Geste fue solo una parte minúscula —y posiblemente el punto culturalmente más bajo— de las conversaciones y de una veintena de conferencias interesantísimas, cada una sobre un libro relacionado grosso modo con el desierto, los beduinos, los nómadas o los djinn, los genios árabes. Entre lo mejor (en mi opinión), la charla de Jordi Esteva sobre el libro que escribió acerca del oasis de Siwa el arqueólogo y antropólogo Ahmed Fakhry; la del egiptólogo Tito Vivas sobre Nadadores en el desierto de Lászlo Almásy (a pesar de la jugada de que me quitara a mi conde), y la de David Castillo dedicada a Los siete pilares de la sabiduría de Lawrence de Arabia (me importó menos que lo de Almásy porque David habló casi de cualquier cosa, incluidos Cavafis y Kerouac, menos del coronel T. E. Lawrence; eso sí: lo hizo genialmente). Esteva evocó la ocasión en que se encontró de jovencito yendo hasta las cejas de majún, la mermelada de hachís marroquí, con Paul Bowles (al que después Maria Belmonte calificaría de “nómada dandi”). Por su parte, Vivas consideró que con El paciente inglés a Almásy le había caído “la maldición de Hollywood” (¡anatema!), pero se lo perdonamos más tarde cuando en petit comité, con Luz y Pepe Massot, nos contó la vez en que le picó en Asuán un peligrosísimo escorpión amarillo y se puso malísimo…
Pero fue con Jordi Esteva, strong fellow, con el que viví la otra gran aventura de Marrakech. Si yo conseguí hacer aparecer un fuerte del Sahara, él consiguió perder (además de la maleta en el viaje de vuelta, y un viejo cine goytisoliano en la Medina, el Eden, cerrado), a un hechicero. Paseábamos por Jemaa el Fna (yo entusiasmado con las cobras, algunos de cuyos secretos me contó el hombre que las manipulaba, Bodali, de colega a colega), cuando encontramos a un individuo sentado en el suelo que confeccionaba amuletos, los llamados grisgrís. Le pedimos que nos hiciera uno a cada uno y como Jordi habla árabe nos pudo explicar todo el proceso. Tomaba pellizcos de diferentes especies y polvos y los iba introduciendo con una salmodia propiciatoria en un pequeño recipiente en forma de bala. Luego frotó este con un ajado cadáver de abubilla y lo cerró con unas tenazas. Jordi le preguntó que por qué la abubilla y el mago le recordó que el ave —que hizo de celestina entre Salomón y la reina de Saba— aparece en el Corán y es considerada sagrada. Su sangre se usa para escribir poderosos encantamientos.
Muy contentos con nuestros talismanes, nos hicimos muy populares exhibiéndolos en las Conversaciones (más que si citaramos a Adorno y Guy Debord, como hacían otros), y todo el mundo quería uno. Pero cuando al día siguiente regresamos a la plaza, con muchos encargos, el hechicero se había evaporado. Para mí que hacía mucho sol y tendría otras cosas que hacer el hombre. Pero Jordi se obsesionó con la desaparición de le magicien, como le llamaba, más aún al preguntar a un viejo tuerto y a un despachador de jugos que le parecieron sendos djinn, genios, y le dejaron extrañamente sobrecogido. Finalmente, Jordi llegó a la conclusión de que el brujo nunca había existido, a pesar de la evidencia de nuestros grisgrís. “Que Amón Zeus nos proteja y colme de bonheur, my friend”, dijo agitando en el aire la mano con la que retrató en Costa de Marfil a la poseída mujer pantera. Y nos perdimos en el dédalo del zoco, como dos veteranos legionarios en busca de más aventuras, desapareciendo en un estallido de luz, aroma de especies, viejas lecturas y misterio.