Alain Delon: la sospecha del mal en la belleza

He pensado en vengarme de Alain Delon. Por haber metido a su hijo Anthony en una perrera para endurecerlo, por su defensa de la pena de muerte, por las bofetadas que propinó a las mujeres que quiso y a las que no quiso también. Por su repulsión hacia los homosexuales

Alain Delon, en una escena de la película 'A pleno sol' (1960), del director René Clement. Foto: ALAMY/Cordonpress | Vídeo: EPV

Por un momento, he pensado en vengarme de Alain Delon. Por haber metido a su hijo Anthony en una perrera para endurecerlo, por su defensa de la pena de muerte, por las bofetadas que propinó a las mujeres que quiso y a las que no quiso también. Por su repulsión hacia los homosexuales. Ignoro si fue él mismo quien relató las vicisitudes de la “educación” de su hijo, pero ...

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Por un momento, he pensado en vengarme de Alain Delon. Por haber metido a su hijo Anthony en una perrera para endurecerlo, por su defensa de la pena de muerte, por las bofetadas que propinó a las mujeres que quiso y a las que no quiso también. Por su repulsión hacia los homosexuales. Ignoro si fue él mismo quien relató las vicisitudes de la “educación” de su hijo, pero su ideología se hizo evidente en declaraciones a la prensa.

Una forma de venganza contra el lado oscuro de Delon podría consistir en reducirlo a carcasa físicamente perfecta. Ejercer sobre su imagen viril una de esas plastificaciones que se operan sobre las actrices femeninas en su reducción a mujer objeto. La mujer más bella del mundo. Ava Gardner, Lollobrigida, Liz Taylor, Romy Schneider, que fue pareja del actor francés… Lo perfecto deja de serlo al menor arañazo y los brillos se deslucen pronto. Lo perfecto es pasto de la mayor de las vulnerabilidades. La perfección enseguida defrauda y las hermosas imágenes no necesitan caer de sus altarcillos para hacerse añicos: basta con un pequeño roce en la carrocería.

Podríamos hablar desde una dimensión moral, pero una posible venganza contra Delon sería reducirlo a la belleza de su cuerpo. Podríamos ir fragmentándolo en pequeñas piezas, despiezándolo: cuerpo, rostro, el rostro retratado por Visconti, el ojo libre de parche que nos mira concretamente en El gatopardo. Vamos cerrando el plano para ir acotando solo una parte, de modo que el objeto de observación pierde el nombre. Hay actrices que son solo su boca. Sus tetas. Para vengarnos de Delon, podríamos resumirlo a través de esos rasgos esculpidos en acero —pómulos marcadísimos, rectilínea nariz—, rasgos fuertes y delicados que expresan la inocencia y el derrumbe: Delon en Rocco y sus hermanos.

Alain Delon, en una imagen de 'El silencio del hombre'.Sunset Boulevard (Corbis via Getty Images)

La permanencia de esos rostros plantea la posibilidad de que al menos una parte de la belleza del actor se relacione con la inteligencia sensible de quien lo fotografía; el punto de vista es importante, pero este razonamiento sería mezquino ante el esplendor de una máscara como la de Delon. Aunque vivamos en tiempos en los que tomamos conciencia de que el aspecto físico no debería usarse para ridiculizar a nadie y encontramos lo bello en otras anatomías, también hay que reconocer que no todo vale y Delon es Delon, Brad Pitt es Brad Pitt, Mastroianni es Mastroianni. No estoy jugando a las tautologías, estoy hablando del cuerpo.

Mi venganza, no demasiado premeditada, contra las miserias íntimas de Delon consistiría en congelarlo en ese instante tras el que solo puede llegar el desencanto. Extraer su imagen congelada de dentro del diafragma de la cámara pupila de un Luchino Visconti homosexual, comunista y aristócrata, contra el que quizá el gaullista Delon se revuelve. Para que nadie pudiese confundirlo con lo que no era. Por ejemplo, Helmut Berger. Delon, un machote, un campeón de la virilidad en aquellos años en los que todos los hombres tenían que serlo. Así que mi venganza contra Delon sería convertirlo en una de esas hermosas imágenes corruptibles. En cartelón y hombre objeto.

Delon y quienes lo dirigieron sacaron de él un partido extraordinario: la sospecha del mal en la belleza, el Hyde dentro del Jekyll, la turbiedad de una ojera malva en torno al ojo mineral y claro. Su Ripley en A pleno sol, bajo la batuta de René Clément, resulta más memorable que el Ripley de Hooper, Matt Damon o Malkovich. Recuerdo al Delon de El eclipse. Incluso recuerdo al Delon, emparejado con Belmondo, en Borsalino. En mi colección de cromos —hay algo hermoso en los cromos del cine y en la farándula y en el conocimiento inútil de que el gran amor de Shirley MacLaine fue Robert Mitchum—, en mi álbum, guardo dos delones preferidos: el de La primera noche de la quietud de Valerio Zurlini, y el de El silencio de un hombre de Jean-Pierre Melville. En esta película admiro un hieratismo casi autoparódico; la capacidad para transmitir a través de la efigie emociones matizadas y punzantes; el oxímoron de la inexpresividad ultraexpresiva; una conciencia respecto a la propia condición icónica.

Quizá no le podemos pedir a la fotogenia de un actor que sea edificante. Una cosa es el magnetismo, la difícil persistencia, de un rostro en el imaginario colectivo y otra son la reprobación moral, la línea roja, las cuentas pendientes en tribunales de justicia que hoy funcionan con otros códigos. Al margen de su cuestionable proyección pública como ser humano, los personajes interpretados, quizá encarnados, por Delon hacen de él un icono. El malvado, impasible y hermoso, de una de mis novelas se parece a Alain Delon. Esa resonancia ya no se puede separar de mi sistema nervioso. Consumar una venganza sería una agresión contra mí misma. Un modo autodestructivo de vindicación.

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