Dos mujeres en las noches franquistas
Una noche Ava Gardner y Beppo se encontraron en el Oliver. No se hablaron, ni siquiera se miraron
Nació en Londres al inicio del siglo XX con el nombre de Freda Marjorie Clarence Lamb y si alguien busca una mujer singular que no se haya parecido a ninguna otra, es esta, que no busque más. No se sabe a qué edad y por qué motivo se hizo llamar Beppo. Puede que adoptara ese apodo porque así se llamaba el gato de Lord Byron. Era alta, desgarbada como ...
Nació en Londres al inicio del siglo XX con el nombre de Freda Marjorie Clarence Lamb y si alguien busca una mujer singular que no se haya parecido a ninguna otra, es esta, que no busque más. No se sabe a qué edad y por qué motivo se hizo llamar Beppo. Puede que adoptara ese apodo porque así se llamaba el gato de Lord Byron. Era alta, desgarbada como un saco de huesos, con una boina voladiza y un lazo de seda sobre el esternón, toda ella bien humeada por un cigarrillo perenne entre los dedos. Tenía la lengua siempre lista para el desprecio si alguien no le gustaba. A veces el insulto era gratuito. Hijo de puta era lo mínimo que decía para abrir boca, con acento de un barrio bajo de Londres que le resonaba en el paladar. Así creaba una tierra de nadie a su alrededor, a la que solo entraban los hombres a los que admiraba, nunca mujeres.
Pese a que solía aparecer a altas horas de la noche en los bares del viejo Madrid por donde campaban los flamencos y podía permanecer horas ante un chato de vino siempre renovable en el mostrador departiendo con su ídolo Pepe el de la Matrona o andaba por el café Gijón entre poetas malditos y restos del naufragio; pese a que solo bebía vino tinto y jamás en su vida probó una coca-cola, odiaba con toda el alma que la tomaras por una bohemia. Esa palabra le recordaba a su padre, que anduvo por los bares de Londres borracho pasando la gorra después de rascar con el violín mientras su madre estaba encerrada en casa.
Cumplir los 18 años le sirvió para dejar una mañana la cama vacía, abandonar a la familia, saltar la barda, volar hacia París y caer en el corazón de Montparnasse como una más entre aquellas ninfas atraídas por los artistas de la vanguardia. Para borracho ya había tenido a su padre, de modo que no dejó entrar el alcohol severo en su biografía. La máxima aspiración era llegar a ser modelo y reinar desnuda en los catres desalados de los talleres de los pintores. Kiki de Montparnasse, que fue amante de Fujita y de Man Ray, era la reina, pero muy pronto Beppo se hizo un lugar en medio de aquella tropa. Conoció a Brancusi, a Pascin y a Modigliani, quien había llegado de Italia como escultor y solo porque la madera, el mármol o el granito eran muy caros se pasó a la pintura. Un día el artista le pidió a Beppo que posara para una escultura. Quería tallarla en madera y para eso robó una traviesa de la vía del metro de la estación de Barbès-Rochechouart. Beppo le ayudó a saltar la verja. Este robo se repetía a menudo. Por eso durante una época las esculturas de madera de Modigliani tenían todas la misma medida y eran tan estilizadas. Aquella escultura ha desaparecido. Puede que la usaran como leña para calentar el cubículo de la plaza de Ravignan, en los altos de Montmartre, donde vivía el artista.
Durante la posguerra española, en aquellos desolados años cuarenta del siglo pasado, Beppo se presentó en Madrid de visita con el príncipe tunecino Abdul Wahab, un acuarelista muy apreciado con el que se había casado. En Sevilla entraron en un tablao flamenco. En la tarima tocaba la guitarra un gitano hermoso de pelo negro sedoso. A Beppo le entró el rapto. Al terminar la fiesta le dijo a su marido que quería ir al camerino a saludar al artista. Y hasta hoy. Por la puerta de atrás se fugaron y el príncipe se quedó esperando. No parece que le importara mucho deshacerse de aquella mujer. Estas son las historias que Beppo arrastraba y le servían de aureola.
La conocí en los años sesenta, recién llegado a Madrid. Por mi parte no hacía otra cosa que buscar lo que había detrás de cada esquina y pronto supe que en aquellas noches del franquismo había dos rutas, una te llevaba a encontrarte con Ava Gardner y otra a tropezarte con Beppo. Una norteamericana y otra inglesa habían roto todas las barreras y mostraban a los españoles nocturnos qué cosa excitante era la libertad. En Villa Rosa, en Chicote y en el Corral de la Morería daba lecciones de ebriedad Ava Gardner; en Gayango, en Casa Patas, en el café Gijón, en Oliver y en cualquier esquina oías la voz cortante de Beppo. No podías ser su amigo si bebías coca-cola en su presencia, si usabas algo de plástico, si eras un hortera atrapado por las convenciones sociales. Le gustaban los hombres que vestían con una elegancia decadente y en las mujeres apreciaba las puntillitas, que asimilaba a las putitas. Si le hablabas de feminismo aullaba, si hablabas de psicología ella decía con desprecio que esa asignatura en sus tiempos de París se estudiaba en los burdeles. Una noche Ava Gardner y Beppo se encontraron en el Oliver. No se hablaron, ni siquiera se miraron. Pero, sin duda, eran dos caminos en aquel Madrid, años sesenta, en que comenzaban a volar de noche las primeras libélulas.