Muere el académico Francisco Rico, gran embajador del ‘Quijote’
Filólogo y miembro de la RAE, era una de las figuras capitales de la historiografía literaria española
Televisivo durante muchos años, insolente, calvo, sabio, ácido, sarcástico, histrión irreprimible, sentimental clandestino, antiprotocolariamente protocolario y el primer humanista español del último medio siglo. Esas son algunas de las cosas que ha sido un hombre de talento y personalidad ingobernables tanto en el ámbito académico como en el familiar y el social, Francisco Rico, que ha muerto hoy a los 81 años en Barcelona tras ingresar hace 10 días en el hospital. Su incapacidad para callar o autocorregirse y su volunt...
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Televisivo durante muchos años, insolente, calvo, sabio, ácido, sarcástico, histrión irreprimible, sentimental clandestino, antiprotocolariamente protocolario y el primer humanista español del último medio siglo. Esas son algunas de las cosas que ha sido un hombre de talento y personalidad ingobernables tanto en el ámbito académico como en el familiar y el social, Francisco Rico, que ha muerto hoy a los 81 años en Barcelona tras ingresar hace 10 días en el hospital. Su incapacidad para callar o autocorregirse y su voluntad de intervención pública han sido parte de la dimensión de un profesional del humanismo que jamás entendió que debiese vivir únicamente asfixiado entre el polvo de las bibliotecas sino también en el campo abierto de las pantallas, de la vida pública y de las relaciones con la literatura de su tiempo, o la que más él quería, fuese primero Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater o Juan Benet o fuesen más adelante Pere Gimferrer, Eduardo Mendoza, Javier Marías, Javier Cercas o Andrés Trapiello.
A casi todos los enroló en sus innumerables proyectos e ideaciones inverosímiles como prologuistas o comentaristas de la mejor literatura porque eran amigos y porque quería el aliento vivo de la literatura de hoy empujando a la antigua. Con casi todos se las tuvo de un modo u otro casi por el placer de discutir y rebatir, argumentar y contrargumentar entre copas frecuentes e incesantes cigarrillos (últimamente Nóbel) encadenados de forma compulsiva. Entre lo que peor llevó en los últimos días en el hospital estuvo esa prohibición inhumana para acabar muriéndose un día antes de su aniversario, como sucedió con su mismísimo Petrarca. Había reunido hace apenas unos meses algunos de sus mejores estudios interpretativos sobre el poeta y padre del humanismo pero las aventuras de su intimidad con Petrarca para cambiar la visión internacional de la persona y el personaje arrancaban de su insultante precocidad intelectual, allá por una edición inencontrable, Vida u obra de Petrarca: lectura del Secretum, publicada en Padua en 1974, cuando ya había escrito una inaudita pieza magistral que hubiese matado en el intento a cualquiera menos a él: El pequeño mundo del hombre, en 1970, el mismo año en que daba una sacudida monumental a la picaresca, y al Lazarillo en particular, en otro ensayo personalísimo publicado en Seix Barral y con la prosa cimbreante de quien se gusta escribiendo: La novela picaresca y el punto de vista. Por supuesto, hacía más cosas en su treintena ultrafecunda, y entre ellas dirigir una rompedora colección de rescate de exiliados y olvidados para Labor, Textos Hipánicos Modernos, además de darle una vuelta completa a un par de personajes como poco centrales, Alfonso el Sabio y la General estoria y ese Nebrija tan suyo que le duró toda la vida: Rico fue una anomalía inhumana, por decirlo en tono bajo.
En realidad, Rico cambió muchas cosas no solo de la historia de la literatura sino de la realidad de cada día, algunas visibles y otras menos visibles (entre las visibles estaba también la antipatía que generaban su arrogancia y sus desplantes ante colegas acomplejados). El método de enseñanza universitaria de la literatura española fue uno de esos cambios, a través de la invención de una Historia y Crítica de la literatura española de la mano de su íntimo y gran amigo Gonzalo Pontón, fundador de la editorial Crítica, y de un viejísimo amigo como José-Carlos Mainer (el único que debió atreverse en la vida a echarlo de un Consejo de Departamento, y después aceptar las contritas disculpas del expulsado).
Pero también flexibilizó y permeabilizó las fronteras entre la erudición hipertrofiada y la calle que lee, que también existe, y por eso se le ocurrió prologar primero a un puñado de clásicos y reunir los prólogos después en un libro milagroso de perspicacia, sabiduría, buena prosa e intención, Breve biblioteca de autores españoles. Es ese tipo de libros que los múltiples hooligans del profesor Rico destacamos siempre que podemos porque en ellos comparecen el animal literario y el sabio humanista reajuntados, fundidos, como en Primera cuarentena y tratado general de literatura (200 paginillas que alimentaron el ansia de ver la segunda entre muchos de nosotros) o como en Los discursos del gusto, otro excepcional ensayo sobre literatura para leer, o emplazando al arte en el centro de la plaza de las letras y las humanidades, como en otro libro de superdotado, Figuras con paisaje. Es verdad que popularmente su nombre está muy asociado al de las sucesivas y múltiples ediciones del Quijote que cuidó con la metódica obstinación de quien no va a ceder un error, una mala lectura, una minucia mal contada al equipo que trabajó con él en ese proyecto extraordinario, y parte de una gigantesca colección de clásicos hoy editada bajo el amparo de la RAE.
¿Leerlo hoy tiene sentido? Lo tiene, y para que no haya dudas: quien quiera saber de qué va la revolución civil que abrió el humanismo (y que todavía dura) podrá hacerlo con El sueño del humanismo en las manos y, si no es filólogo ni experto académico, no habrá mejor vía para exprimir sus saberes que acercarse a la edición que él cuidó personalmente para lectores de calle, ganas y gusto, sin las ínfulas académicas pero con todas las garantías de estar intimando con Cervantes mientras se lee el Quijote.
Tuvo tiempo de ver, hojear, semileer y sobre todo reconocerse en el número de homenaje que la revista Ínsula le dedicó en uno de sus últimos números. La alegría se le desprendía de los ojos y de los gestos, y esa, la alegría elegante y a menudo maliciosa y sentimental fue parte del instinto que le hizo abrir su saber y sus intemperancias a una gran camada de alumnos, profesores, escritores y lectores que lo quisieron incluso contra él y a pesar de él, pero él ya lo sabía, y hasta a veces se le humedecían los ojos, como a nosotros ahora.