Acuérdate de desconfiar

Hoy en día, todo es tan raro que ya no hay escritores raros. Si acaso, están los excéntricos

Sergio Pitol, en septiembre de 2005, en Madrid.Bernardo Pérez

Carlo Emilio Gadda invitaba a desconfiar de los escritores que no desconfían de sus propios libros. Como los que no desconfían son multitud, va a ser fácil detectarlos en la temporada de ferias del libro que está al caer. Se les ve a la legua. Más difícil, en cambio, será averiguar, entre tantas casetas y autores, quiénes están ahí desconfiando de sus propias obras. Se me dirá que basta con preguntarles a unos y otros. Pero, ¿podemos creer en sus respuestas? “Acuérdate de desconfiar”...

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Carlo Emilio Gadda invitaba a desconfiar de los escritores que no desconfían de sus propios libros. Como los que no desconfían son multitud, va a ser fácil detectarlos en la temporada de ferias del libro que está al caer. Se les ve a la legua. Más difícil, en cambio, será averiguar, entre tantas casetas y autores, quiénes están ahí desconfiando de sus propias obras. Se me dirá que basta con preguntarles a unos y otros. Pero, ¿podemos creer en sus respuestas? “Acuérdate de desconfiar”, escribió Stendhal.

Muy pocos me inspiraron confianza en sus respuestas cuando, ejerciendo de flâneur oficial de la BuchBasel, la feria del libro de Basilea, me dediqué a recorrer todas las casetas del lugar. Con gabardina y aires de inspector Clouseau, traté de localizar a los que podían tener una mirada crítica sobre lo que escribían. Y encontré a algunos cuyas respuestas les honraron, aunque seguro que no eran todas honradas.

Adopté el papel de flâneur moralizador y especialista en detectar basura literaria y vi que, no por casualidad, quienes pasaban la criba solían ser los más audaces a la hora de proponer una escritura intempestiva, en abierta fuga del vocerío general. ¿Pero qué vocerío? El que domina cada vez más nuestro mundo, donde, como ya anunciara Ortega, “lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera”.

A los escritores que disentían del murmullo de la vulgaridad se les llamaba antes “raros”. Recuérdese Los raros (1896), de Rubén Darío, herencia latinoamericana de Los poetas malditos (1884), de Verlaine. Un siglo después del libro de Darío, en Barcelona, Pere Gimferrer publicaba en 1985 Los raros, donde podía apreciarse que el territorio de éstos se había extendido tanto que pronto todo ya sería susceptible de ser raro.

Hoy en día, todo es tan raro que ya no hay raros. Si acaso, como decía en 2005 Sergio Pitol en El mago de Viena, están los escritores “excéntricos” sustituyendo a los antes llamados raros. ¿Y dónde están y cómo son los excéntricos? Para Augusto Monterroso, la excentricidad en literatura era “una actitud válida contra la falsa solemnidad y la tontería”, que podrían considerarse defectos del sentido común. Y para Pitol, los excéntricos eran “escritores que aparecen en la literatura como una planta resplandeciente en las tierras baldías o un discurso provocador, disparatado y rebosante de alegría en medio de una cena desabrida y una conversación desganada”.

Este viernes hará seis años de la muerte de Pitol en su casa de Xalapa. Es muy probable —véanse las tres últimas líneas de El mago de Viena— que él estuviera de acuerdo en que hoy, cuando lo raro se ha extendido por todas las provincias del hombre, sólo quedan los excéntricos a la hora de desconfiar de todos y de todo. Se les distingue, sobre todo, por buscar la liquidación de las cenas desabridas y por incorporar la alegría a la conversación desganada de la literatura universal.

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