El deporte se juega en las gradas
El espectáculo de masas más genuino y salvaje que he presenciado en mi vida fue ver cómo se comportaban los ‘hooligans’ del Liverpool en el tren camino a Manchester
Las manadas de hooligans abordaban los trenes lanzadera que iban de Liverpool a Mánchester, donde iba a jugarse el partido de fútbol entre estos equipos eternos rivales. Por mi parte fue el espectáculo de masas más genuino y salvaje que he presenciado en mi vida. Los sucesivos convoyes tardaban apenas 20 minutos en llenarse de hinchas que acudían a la estación ebrios de gloria, con banderas, bufandas y escarapelas cantando, escupiendo pipas de girasol, con una botella de cerveza en la mano, sudando alcohol y una vez to...
Las manadas de hooligans abordaban los trenes lanzadera que iban de Liverpool a Mánchester, donde iba a jugarse el partido de fútbol entre estos equipos eternos rivales. Por mi parte fue el espectáculo de masas más genuino y salvaje que he presenciado en mi vida. Los sucesivos convoyes tardaban apenas 20 minutos en llenarse de hinchas que acudían a la estación ebrios de gloria, con banderas, bufandas y escarapelas cantando, escupiendo pipas de girasol, con una botella de cerveza en la mano, sudando alcohol y una vez tomado al asalto cada vagón algunos sacaban por las ventanillas las piernas desnudas, sonrosadas cuando el tren en marcha ya había cogido gran velocidad para cubrir los 50 kilómetros que separan a ambas ciudades de Inglaterra.
Hay que imaginarse lo que sucedía en el interior del convoy. Puede que cada manada tuviera un macho alfa, un héroe chapista coronado, pero a simple vista ninguno sabía nada del otro, aunque estaban unidos por la electricidad estática que generaban sus cuerpos. No había mujeres, la liturgia se hallaba bajo el rigor absoluto de la testosterona. Uno podría pensar que nadie esperaba salir derrotado, pero no está claro si el primer objetivo del verdadero hooligan es la victoria de su equipo o la suya propia que sucede en las gradas, donde se hermanan todas las carnes con un espasmo colectivo.
Una vez dentro del campo, los hinchas de cada bando siguieron cantando cada uno con sus propios gritos sin reparar en que los equipos ya habían iniciado el juego. Al parecer el partido no les importaba nada; de hecho, la mayoría permanecía de pie saltando de espalda a la cancha y solo se interesaron por el resultado cuando el árbitro había pitado el final. La alegría por el triunfo o el dolor por la derrota se fundían dando patadas a las papeleras, rompiendo algún escaparate o asaltando un bar donde las sillas volaban por el aire. Es la primera vez que vi claro que el fútbol es la nueva religión en la que ellos, los hooligans, son los fanáticos o servidores del altar, según su etimología, donde se venera al ídolo, la primera forma primitiva que adopta dios.
Las gradas de cualquier espectáculo deportivo son el asiento de Dionisos, el dios de la orgía. Por el contrario, la cancha es el espacio en que se mueve Apolo, el dios de la belleza y de la línea pura. Mientras el público grita de forma convulsa con el fervor que nace de las vísceras, Apolo en camiseta y pantalón corto está sometido a la idea, al pase exacto, a la finta cerebral, al regate perfecto, al pase medido, a la entrada brusca hasta el filo de lo prohibido. En el palco de honor cualquier presidente podría ser Zeus, el que gobierna desde el Olimpo, aunque sea un Zeus ratonero que acaba de salir de la cárcel por cualquier chanchullo o merece volver a ella.
Aquel viaje entre Liverpool y Manchester se produjo a mitad de los años ochenta del siglo pasado. Probablemente era el momento histórico en que entre esas dos ciudades de Inglaterra estaba germinando el nuevo fenómeno de masas que luego se ha expandido por todos los estadios hasta convertirlo en espectáculo de alto riesgo. Durante muchos años he vivido muy cerca del Bernabéu; desde casa podía interpretar con un mínimo margen de error, según su intensidad, el sentido de cada ovación que emitía el público. Eso es gol ―me decía―, eso es falta al borde del área, eso es una entrada brusca, eso es un error de árbitro, eso es penalti. Las tardes de partido veía acceder al estadio a los aficionados tranquilos, padres y sus hijos pequeños con la merienda. Entre ellos se hablaban en plural con el yo diluido en el alma colectiva de su equipo. “Verás, hijo, el gol que les vamos a meter de tacón”, animaba a su criatura un aficionado gordo con 30 kilos de sobrepeso. Padre e hijo habían cedido a su equipo parte de su yo sin nada a cambio. Por eso les dolía tanto la derrota, porque el yo había sido herido en lo más profundo del alma.
Desde aquel tiempo la cultura contemporánea se sustancia en las sucesivas gradas que ocupan las masas, donde la violencia se está convirtiendo en una fórmula sagrada de entender la vida. Cada equipo tiene su grupo de fanáticos, servidores del altar en cuyo espíritu deportivo late siempre un fondo sur. Aunque la mayoría de los aficionados permanecen tranquilamente sentados durante el encuentro, parece que la esencia del fútbol se establece antes y después de cada partido. Aquel padre pacífico y gordinflón que iba con su hijo al estadio se ha multiplicado en esas manadas poligoneras que suben desde el extrarradio, bajo la vigilancia de mil policías, que entonan cánticos guerreros en las gradas y a la salida se desfogan dando patadas a las papeleras. Parece que todo empezó en aquellos trenes donde los carneros iban con los cuerpos colgando de las ventanillas de un convoy que llevaba a su yo hacia la victoria o la derrota sin que hubiera nada más allá.