Luis Mateo Díez, un ‘cervantes’ en el corazón de la fábula

Imaginación, memoria y palabra son los tres pilares que sustentan la obra de un escritor que convierte la palabra en una prosa suculenta

Luis Mateo Díez, cuando entró en la RAE en el 2000.Luis Magán

Lo ha repetido muchas veces Luis Mateo Díez: imaginación, memoria y palabra son los tres pilares que sustentan su obra. Y no ya desde su primera novela, Las estaciones provinciales (1982), sino desde casi veinte años atrás, cuando en León puso en marcha, con el compadrazgo de algunos amigos (el poeta Agustín Delgado entre ellos), la revista Claraboya, que era una réplica a la grisácea y tristona poesía social. La combinación de esos tres ingredientes ...

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Lo ha repetido muchas veces Luis Mateo Díez: imaginación, memoria y palabra son los tres pilares que sustentan su obra. Y no ya desde su primera novela, Las estaciones provinciales (1982), sino desde casi veinte años atrás, cuando en León puso en marcha, con el compadrazgo de algunos amigos (el poeta Agustín Delgado entre ellos), la revista Claraboya, que era una réplica a la grisácea y tristona poesía social. La combinación de esos tres ingredientes dio en 1986 La fuente de la edad, una novela con alma de fábula que transformaba la vida prosaica en una aventura de fraternidad jocunda rebosante de humor. Ahí estaba la memoria de las rutinas provinciales sublimada por la imaginación de Luis Mateo y por la de sus criaturas. Y ahí estaba, resplandeciendo, la palabra convertida en una prosa suculenta, hecha de casticismo clásico y de giros y jirones coloquiales. Fueron inevitables los premios, el de la Crítica, el Nacional de Narrativa.

Desde entonces, a través de algún volumen de cuentos (Brasas de agosto, 1989) y varias novelas que ahondaban en un mundo rural cada vez más laberíntico y oscuro, como las magníficas El expediente del náufrago (1992) o Camino de perdición (1995), Luis Mateo se fue acercando al que sería su territorio propio, el reino de Celama. Es el reino de la ficción, el espacio inmaterial donde la memoria del mundo se hace fábula por obra de la palabra y alcanza a reflejar la insondable complejidad de los destinos individuales. Llegó a Celama con El espíritu del páramo (1996), se instaló allí con La ruina del cielo, impresionante alacena o repositorio de historias, y se despidió con El oscurecer (2002). Aunque, a decir verdad, desde entonces está avecindado en Celama y para probarlo remito al “Viaje a Celama” que antepuso en 2022 a Celama (un recuento). Aquella trilogía, formada por un relato, un caudaloso obituario y un encuentro (son los subtítulos que puso), constituyó una catedral narrativa que es fácil interpretar como una alegoría de la existencia humana y, en particular, de la vida rural. En esas novelas se concilian la oralidad del filandón leonés (las reuniones comunitarias en que se narraban cuentos por turno) y el aprendizaje de la alta literatura (de Faulkner, García Márquez o Juan Rulfo); la anécdota chusca o esperpéntica y la gravidez del sentido. Y aunque una empresa de esa magnitud justifica a cualquier escritor, el narrador compulsivo que bulle en Luis Mateo necesitó expandirse en otras direcciones, en una escritura incesante y ávida de nuevos cauces.

Ciudades de sombra

Así surgieron las “ciudades de sombra”, como Ordial, la ciudad en noche perpetua acechada por los lobos en que sucede El paraíso de los mortales (1998). Esas ciudades son los escenarios metafóricos, o metafísicos, donde ubica la inmersión en nuestro pasado colectivo que fue Fantasmas del invierno (2004). Pero pronto se impusieron las notas morales en sus mundos fabulados, a veces con estremecedora sobriedad, como en La piedra en el corazón (2006), con los atentados del 2004 de fondo, o como en El animal piadoso (2009), sobre la culpa y la reparación. Por ese camino emprendió otro proyecto osado: doce novelas cortas bajo el nombre conjunto de Fábulas del sentimiento (2013), guiadas por el propósito de contar la vida con la mayor complejidad posible (fueron sus palabras) para, de ese modo, abrirse paso hacia su sentido profundo. Pero pronto reorientó su interés hacia una narración de superficie, en enjambre, para presentar una muchedumbre de acciones y voces y así nació el espléndido experimento de Vicisitudes (2016). Y no fue el último, porque los años han acentuado en Luis Mateo la necesidad de explorar nuevas combinaciones entre el recuerdo de lo vivido, las geografías de lo soñado y las inagotables sorpresas del lenguaje.

De ese modo, sus últimas obras han confirmado la vigencia de ese impulso lúdico y de probatura, incluso diría de alegre desacato (o calculado disparate), que es lo que se celebra en Los ancianos siderales (2020) o Mis delitos como animal de compañía (2022). El espíritu de vital alboroto de estas últimas y el indesmayable afán de experimentar hacen de Luis Mateo un premio Cervantes merecidísimo y octogenariamente joven.

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