Las misas de Josquin des Prez cierran una gran edición del Festival de Utrecht
Los últimos días de la gran cita anual de la música antigua han regalado interpretaciones antagónicas de repertorios similares, confirmaciones, desilusiones y descubrimientos
Poder escuchar, en ocho conciertos repartidos en tres días, todas las misas de Josquin des Prez debe de equivaler, mutatis mutandis, a la experiencia de asistir en muy poco tiempo a la interpretación de los nueve libros de madrigales de Claudio Monteverdi, de todas las cantatas de Bach, las 32 sonatas para piano de Beethoven, los varios...
Poder escuchar, en ocho conciertos repartidos en tres días, todas las misas de Josquin des Prez debe de equivaler, mutatis mutandis, a la experiencia de asistir en muy poco tiempo a la interpretación de los nueve libros de madrigales de Claudio Monteverdi, de todas las cantatas de Bach, las 32 sonatas para piano de Beethoven, los varios centenares de Lieder de Schubert o la opera omnia de Anton Webern: una inmersión profunda en la música alumbrada a lo largo de toda la trayectoria vital de un gran compositor. Josquin es el más esquivo de todos ellos, por supuesto, lo que condice mal con su posición como el primer músico que disfrutó de lo que podría calificarse de una fama global e ininterrumpida. Figura de culto ya entre sus contemporáneos, su biografía está llena de datos fehacientes, pero también de incontables interrogantes, empezando por el de su fecha y lugar de nacimiento. Hace no tantos años que sabemos, por ejemplo, que este músico cuyo nombre encontramos escrito de mil maneras nació alrededor de una década o década y media después de lo que se había dado siempre por sentado, lo que trastocó no pocos de los estudios sobre su música y sus influencias (en los dos sentidos).
Las cinco secciones del Ordinario de la misa se convirtieron en el lugar de encuentro de todos los compositores medievales y renacentistas: poner música a esos textos latinos daba la medida de la grandeza de un compositor. Josquin no es una excepción y, aunque su catálogo es también pródigo en motetes o chansons profanas, son sus misas las que, ya desde las publicaciones pioneras de Ottaviano Petrucci en Venecia en los albores del siglo XVI, cimentaron su enorme prestigio: suyo es el honor de haber sido objeto, en 1502, de la primera colección de música impresa dedicada monográficamente a un solo compositor. Tampoco cabe una respuesta cierta e incontrovertible a la pregunta: ¿cuántas misas compuso realmente Josquin? Como sabemos por otros ámbitos artísticos, la fama desmedida –y la de Josquin lo fue– provoca que los negociantes, los avispados o los ignorantes atribuyan erróneamente la autoría de una composición, un cuadro o un libro a quien no es, de hecho, su creador, de ahí que las bibliotecas atesoren decenas de obras supuestamente compuestas por el músico francés. De las 31 misas que le asignan las fuentes conservadas de los siglos XV y XVI, la Nueva Edición Josquin, que ha publicado la Real Sociedad para la Historia de la Música de los Países Bajos, ratifica, con su marchamo de autoridad, la autenticidad de tan solo 18, algo más de la mitad. Resulta significativo que se necesitara nada menos que medio siglo (1919-1969) para acometer, en 55 volúmenes, la primera edición completa de las obras de Josquin, confiada a Albert Sjmijers. En 1973, al calor del gran congreso dedicado al compositor en Nueva York dos años antes, comenzaron ya los preparativos para una nueva edición, bajo la dirección de Willem Elders, y la empresa se dilató esta vez hasta 2016, cuando vio la luz el vigésimo noveno y último volumen. No es difícil establecer mentalmente paralelismos, por tanto, con las dos magnas ediciones completas de las obras de Johann Sebastian Bach, las auspiciadas por la Bach-Gesellschaft y la Neue Bachgesellschaft en la segunda mitad de los siglos XIX y XX, respectivamente. Afrontar tanta grandeza requiere tiempo y esfuerzo.
A The Tallis Scholars, que celebrará este otoño su cincuentenario, les sobra también autoridad para abordar la magna empresa de cantar en directo todas las misas de Josquin. Su primera grabación (Missae Pange lingua y La sol fa re mi) se remonta a 1987 y completaron la gesta de llevarlas en su totalidad al disco a tiempo para la conmemoración del quinto centenario de la muerte del compositor, en 2021 (Missae Hercules Dux Ferrariæ, D’ung aultre amer y Faysant regretz). Ese mismo año las interpretaron en la Pierre Boulez Saal de Berlín y ahora acaban de cantarlas en la catedral de Utrecht durante el fin de semana, repartidas en ocho conciertos. La agrupación británica es uno de los máximos exponentes de lo que, en otro contexto y en referencia a la música profana medieval, Howard Mayer Brown tildó de la “herejía a capela inglesa”, es decir, la práctica de interpretar repertorios polifónicos exclusivamente con voces, sin instrumentos, como es tradición secular en los coros universitarios británicos, un inagotable vivero de cantantes del que se nutren infinidad de agrupaciones de música antigua.
Tras el final de cada misa, los fieles que siguieron esta excepcional singladura debieron de preguntarse cómo un solo ser humano pudo concebir tal cúmulo de maravillas y no pocos debieron de reparar en los contados momentos en los que Peter Phillips dejó de lado su férrea parsimonia y se implicó con ganas, como sucedió en el “Amén” final del creo de dos misas programadas el sábado por la tarde (L’ami Boudichon y Faysant regretz), o en el tercer Agnus Dei de la Missa Pange lingua, ya al filo de la medianoche ese mismo día. La dirección del festival programó el octavo y último concierto de The Tallis Scholars, el domingo por la tarde, a la misma hora que el único de Cinquecento. No era una elección fácil: ¿coronar los últimos mil metros del Everest josquiniano después de haber asistido religiosa y admirativamente a los siete primeros conciertos o escuchar al que es probablemente el mejor conjunto vocal de cámara de la actualidad? Quien se decantara por esta última opción no debió de arrepentirse, porque Cinquecento protagonizó en la vecina Pieterskerk uno de esos conciertos difíciles de olvidar. Tres de sus cantantes ya habían actuado en días anteriores: el contralto Achim Schulz, en los tres conciertos inaugurales del Huelgas Ensemble; el tenor Tore Tom Denys, en la propuesta fallida del Collegium Vocale Gent; el barítono Tim Scott Whiteley, también por partida triple con el Huelgas Ensemble y con The Tallis Scholars. Junto con el contratenor Terry Wey y el bajo Ulfried Staber forman el quinteto soñado: cinco voces perfectas que recuerdan, e incluso mejoram, a la llorada Capilla Flamenca de Dirk Snellings (de la que formó parte Tore Tom Denys en sus últimos años).
En su programa, la última de las misas sobre la melodía de L’homme armé que hemos escuchado estos días, nada menos que la compuesta por Guillaume Du Fay, otro de esos inigualables genios renacentistas, anterior en dos generaciones a Josquin, y cuyo tercer Agnus Dei se cierra con una de esas maravillas contrapuntísticas al alcance solo de los elegidos. Como Marco Mencoboni, ellos también incluyeron un leve apunte de estructura litúrgica, con diversas secciones en canto llano para aliviar la sensación de estar asistiendo a un concierto e inducidos sin duda por sus actuaciones regulares en la iglesia de San Roco y San Sebastián de Viena, la sede oficiosa del grupo. Y, como también es habitual en ellos, incluyeron en el programa dos muestras de músicos en activo en la corte de los Habsburgo, en este caso Arnold van Bruck y Heinrich Isaac, de quien ofrecieron al final del programa el grandioso motete a cinco voces O decus ecclesiae, construido ingeniosamente en torno al hexacordo Do-La. Con un cantante por voz (Whiteley y Denys unieron fuerzas en varias ocasiones para resaltar los canti fermi de la misa de Du Fay), y sin mujeres, su sonoridad no tiene nada que ver con la de The Tallis Scholars, pero tampoco su manera de abordar la polifonía. Aquí sí que suceden muchas cosas, el espíritu se hace carne y la dinámica experimenta transformaciones casi constantes: aparte de claridad, hay vida.
Frente a tanta perfección vocal, uno de los enfants terribles de la música antigua, el belga Björn Schmelzer, predica todo lo contrario al frente de su grupo Graindelavoix. El viernes por la tarde proponía como única obra del programa la ingente Missa Et ecce terrae motus, de Antoine Brumel, que había dirigido cuatro días antes su compatriota Paul van Nevel al frente del Huelgas Ensemble. Si alguien esperaba identificar similitudes o puntos de convergencia entre ambas versiones se fue inevitablemente con las manos vacías, porque Schmelzer, más que traducir la polifonía, la dinamita desde sus cimientos. Su happening comenzó con la proyección sobre una enorme tela blanca, desplegada de lado al lado del TivoliVredenburg, de un documental neorrealista italiano, Il culto delle pietre, dirigido por Luigi di Gianni en 1967, en el que vemos a los habitantes de Raiano, un diminuto pueblo de los Abruzzi, llevar a cabo prácticas religiosas ancestrales en el interior de cuevas. No hay terremoto alguno que mostrar, pero a Schmelzer, por aquello de las piedras y las rocas, le sirve. Como banda sonora de este prólogo, una guitarra eléctrica y dos trompas entregadas a constantes y largos glissandi. Estas últimas, junto con un serpentón (que ya había utilizado Simone-Pierre Bestion en sus personalísimas Vísperas de Monteverdi del primer fin de semana del festival) y una corneta, completan, junto con ocho cantantes, las doce voces para las que Brumel compuso su extrañísimo y alambicado edificio contrapuntístico.
Aun con partitura en la mano, es difícil saber por dónde andan los cantantes e instrumentistas de Schmelzer, que con contorsiones constantes de brazos y piernas y una gestualidad efervescente, dirige literalmente a empellones (aunque dan ganas de escribir a puñetazos, o a dentelladas), casi con violencia. La polifonía suena deshilachada, hecha jirones, desfigurada, incomprensible musical y textualmente, un esperpento tras verse reflejada en los espejos cóncavos de la versión belga del Callejón del Gato. Casi lo de menos es que la afinación, tal como suele concebirse, o como la practican como ideal supremo The Tallis Scholars, el Huelgas Ensemble, Cinquecento e tutti quanti, no exista como tal, perdida por el desagüe de todo tipo de caprichos e inflexiones vocales. Lo más grave se diría una interpretación concebida como una enmienda a la totalidad a una música original, complejísima, pero plena de sentido. La enmienda, sin embargo, cuenta con sus fieles adeptos y Schmelzer y sus huestes (que acogen a varios españoles, como Albert Riera y Andrés Miravete) recibieron sonoros aplausos del mismo público que, antes o después, había refrendao o refrendaría con entusiasmo propuestas interpretativas antagónicas. Luego, en la catedral, a las diez y media de la noche, pudimos al menos expiar nuestro pecado con la tercera entrega del Maratón Josquin y The Tallis Scholars.
El tema del revival, la resurrección, la recuperación, el replanteamiento o la restauración, el hilo conductor conceptual de esta edición del festival que acaba de concluir, ha tenido otras manifestaciones estos últimos días, como el regreso de un artista y un grupo muy queridos en Utrecht: el tenor Marco Beasley y L’Arpeggiata. Y lo cierto es que su concierto del jueves fue un revival en toda regla: un programa de grandes éxitos interpretados con los trucos, las carencias y las bromas de siempre (el cornetista Doron David Sherwin con sus gafas negras provocando al final en la propina la risa fácil). Lógica en el programa, lo que se dice lógica, no había ninguna, aunque L’Orfeo de Monteverdi reapareció en varias ocasiones, con un excelente Cyril Auvity y una deplorable Céline Scheen. Beasley fue Testo en un Combattimento di Tancredi e Clorinda amanerado y sobreactuado, aunque lo que de verdad gustó al público es la anónima Passacaglia della vita, repetida al final como propina por todos los cantantes (gracieta final de Sherwin incluida). Utrecht hizo famoso a L’Arpeggiata, que lleva ya años en horas bajas y sin levantar cabeza.
Los últimos días de festival han deparado más alegrías que tristezas. La mayor de estas últimas, sin duda, otra manera incomprensible y absolutamente plúmbea de entender la interpretación polifónica por parte del grupo Seconda Pratica, aquí aleccionado por las teorías imposibles de la etnomusicóloga Rebecca Stewart. En el extremo opuesto, La Fonte Musica, con un formidable programa monográfico dedicado a Johannes Ciconia, uno de los grandes nombres del Trecento musical italiano: la música más compleja servida con la mayor naturalidad por el grupo que dirige el laudista Michele Pasotti y en el que brillaron, como siempre, sus dos sopranos (Francesca Cassinari y Alena Dantcheva) y el tenor Gianluca Ferrarini, al que ya habíamos escuchado con Odhecaton. Otro posible heredero de la Capilla Flamenca, el Pluto Ensemble, que dirige uno de sus antiguos integrantes, el contratenor Marnix De Cat, regaló otro concierto de planteamiento y traducción modélicos, también en la Pieterskerk, el sábado por la tarde, en este caso con madrigales originales italianos e ingleses y las posteriores fantasías instrumentales realizadas a partir de ellos por John Coprario. Tan solo estos dos conciertos por sí mismos, irreprochables de principio a fin, habrían justificado el viaje a Utrecht.
Emma-Lisa Roux es una de esas intérpretes con ángel, que establece una fácil e inmediata conexión con el público. Es mejor laudista que cantante, aunque el jueves cantó y tocó a la vez un programa de canciones francesas e italianas en la intimidad nocturna de Cloud Nine. Lástima que sus deficiencias técnicas al cantar, fáciles de solventar, empañen su muy expresiva musicalidad. La soprano Lucía Caihuela, por el contrario, ha vuelto a mostrar aquí credenciales de gran cantante: completísima técnicamente, con un instrumento de un muy atractivo color oscuro y una dicción envidiable, se desenvolvió admirablemente en un repertorio inglés desgraciadamente menor con el clavecinista Artem Belogurov y la flautista Aysha Wills. Su valía reclama repertorios de mucha mayor enjundia y aspirar incluso a trascender el ámbito necesariamente limitado de la música antigua.
Marco Mencoboni, aun en un día con los dedos menos finos de lo habitual, regaló el mejor de los restantes recitales de clave en la Lutherse Kerk, mostrando mayor afinidad con Froberger y Buxtehude que con dos de los Bach (Johann Sebastian y Carl Philipp Emanuel). También repitió por partida doble Vox Luminis con dos programas de confección irreprochable, diseñados probablemente ad hoc para el festival, porque contraponían motetes para uno y dos coros de Bach con músicas equivalentes de Brahms y Mendelssohn, dos de los mayores reivindicadores de su compatriota. El segundo salió reforzado, aunque el Dona nobis pacem de la Missa canonica de Brahms, ofrecido en ambos conciertos como propina, hizo ascender significativamente la emotividad del concierto. Aun sin estar en su mejor momento, con muchos cantantes nuevo entre sus filas, y con un programa evidentemente poco rodado, Vox Luminis siempre se sitúa varios enteros por encima de la media.
La versión de concierto de L’incoronazione di Poppea de Monteverdi, el sábado por la tarde en el TivoliVredenburg con Le Banquet Céleste y Damien Guillon, no contó con solistas vocales de altura, lo que supuso un lastre constante para una velada más bien aburrida. Solo se salvaron la Ottavia de Victoire Bunel, con mucho la más expresiva del reparto, y el Séneca de Adrien Mathonat, una voz imponente y bien manejada. Todas las intervenciones de otro Adrien, el cornetista Adrien Mabire, sirvieron para disipar la modorra reinante. Y una mención final para Elise Dupont, el gran descubrimiento violinístico de esta edición. La excelente impresión que había causado con el Castello Consort se ratificó el domingo por la mañana con un curioso programa tocado al alimón con otra violinista, Daria Spiridonova. Juntas ofrecieron una curiosa manera alternativa de interpretar las obras para violín solo de Bach, tocando simultáneamente, por ejemplo, las distintas danzas de la Partita núm. 1 y las doubles que compuso el propio Bach. O repartiéndose las voces de la fuga de la Sonata núm. 3, o añadiendo las voces o armonías implícitas en los movimientos monódicos. Completaron el programa con varias invenciones a dos voces, también de Bach, reconvirtiéndolas en composiciones para dos tiples, en vez del tiple y bajo del original.
El Festival de Música Antigua de Utrecht se cerró el domingo por la tarde-noche en el Kasteel de Haar, una construcción neogótica que plasmó arquitectónicamente a las mil maravillas a finales del siglo XIX la idea-fuerza de la edición de este año: el pasado revisitado, imitado, repensado o reconstruido. Más que el edificio, de interiores decididamente kitsch, mereció la pena viajar una docena de kilómetros al noroeste de Utrecht para disfrutar de sus extraordinarios jardines al atardecer. En el interior del castillo y en su capilla se ofrecieron miniconciertos con varios de los artistas que han actuado esta semana, entre ellos Vox Luminis, que interpretaron una de sus grandes especialidades: el motete Unser Leben ist ein Schatten, de Johann Bach. El año que viene se cambiará completamente de tercio, porque ya se ha anunciado que, lejos de conceptos y teorías más o menos filosóficas, el tema del festival será Sevilla y “la antigua cultura musical de Andalucía”. Habrá que volver.