Los delirios de los reyes del mundo
Un puñado de empresas se está adueñando de todo el conocimiento. Los inmensos servidores devoran cada vez más agua y energía
Se fumaron un canuto grande como un cohete. Bailan sin cesar con las palabras, como si fueran derviches, para atontar. Al atracón, al robo, lo llaman ahora disrupción. A las redes las llamamos sociales, cuando lo que abunda por esos lares son linchamientos, riñas a garrotazos y griteríos.
Pero no nos engañemos, eso hacen: se apoderan de los datos. Poco a poco la basura algorítmica va llenando los hemisferios. Todo lo que no sirve se tilda de inútil. La inteligencia artificial es lo que sobra: pronto lo que escaseará será la inteligencia natural, a secas. Vamos escuchando en bucle los ev...
Se fumaron un canuto grande como un cohete. Bailan sin cesar con las palabras, como si fueran derviches, para atontar. Al atracón, al robo, lo llaman ahora disrupción. A las redes las llamamos sociales, cuando lo que abunda por esos lares son linchamientos, riñas a garrotazos y griteríos.
Pero no nos engañemos, eso hacen: se apoderan de los datos. Poco a poco la basura algorítmica va llenando los hemisferios. Todo lo que no sirve se tilda de inútil. La inteligencia artificial es lo que sobra: pronto lo que escaseará será la inteligencia natural, a secas. Vamos escuchando en bucle los evangelios de un nuevo orden, un mundo mejor, donde la soledad, la asperidad, todo quedaría aparcado.
Un puñado de empresas se está adueñando de todo el conocimiento. Los artistas de carne y hueso se quedan, así, como reyes en pelotas, con sus obras pasadas al molinete, vertidas en ese pantano donde nada es de nadie. Para qué pedir permiso si de todas maneras puedes pedir perdón. Y ahí lo tienes, el californiano pillado con la mano en el bote de mermelada, o el grandullón con su sombrero tejano, que se fuma el puro. Y así van los cuentos chinos, pero sin minifaldas: le daremos la vuelta al cambio climático, a la soledad de los viejos, a todo.
La realidad, sin embargo, es más bien otra. Los inmensos servidores devoran cada vez más agua y energía y, por ende, escupen, vomitan más carbono, más coletillas, convirtiendo el aire, el mar, el bosque, en vertederos. Los hámsteres ya estamos en la rueda, corriendo a comprar cada vez más cosas inútiles, que apenas deseamos, que no sirven, chuletones que no sabemos si siquiera cómo sacar de la brasa, para que sirvan de algo que sea más espiritual, más carnal. La fiebre del oro en todo caso arrasa. El fuego ha prendido y ahí está lamiendo las urbes, llevándose por delante calles, campos, convirtiendo los mares en vertederos. Nos hablan de los ángeles buenos, los ángeles de los negocios, los que nos harán ir en coches voladores. Mientras las burbujas se van inflando como globos. Se acabarán los trabajos arduos, nos quedaremos con las horas dulzonas, con una sonrisa obesa de plenitud.
Y, sin embargo, leíamos. Los libros están a veces ahí, entre los frondosos árboles de un parque, a veces incluso, cada junio, en el Retiro. Quizás pronto llegue la gran escoba digital y ella se lleve por delante a estas cosas de papel, inútiles, obsoletas. Quizás pronto esas casetas repletas, reventadas por el sol, serán reliquias de otros tiempos. De cuando nos íbamos a los cines para apretarnos las carnes, para llenarnos los morros de besos y decirnos cosas con las miradas. La liturgia de las firmas será entonces cosa de otros tiempos. Al igual que las corridas de los toros bravos, porque todo se habrá vuelto correcto, sin tildes ni esdrújulas, no sabremos cómo darle a la muñeca para pasar las páginas o voltear el capote.
Los autores de antaño ya no sirven, demasiado veneno en la sangre, Céline porque era antisemita, Lorca porque era del otro bando y así sin fin, solo nos quedarán las guías de ocio como lectura de verano y los libros de autoayuda que ni ayudan ni nada. Porque ahora los autores tienen que tener seguidores, cantar a pecho descubierto, ir por el mundo, hacerse grandes y famosos, aunque la gran nada se los lleve en un pestañear, los engulla en el sinfón de la inmortalidad. Tienen que aparcar el estilo, que la narración sea digerible, no demasiado empalagosa. Por eso los libros ahora son de plástico, de portadas con nilón y neón, algo muy chillón y de lo más simplón.
Y así volvemos hacia otra Edad Media, con sus mitos. En la anterior eran los del derecho de pernada, o el cinturón de castidad, que ahora sabemos que eran puras leyendas urbanas. Pronto descubriremos lo mismo, que vamos del altar a la tumba, pero felices porque digitales, felices porque nos damos apretones de datos, besucones digitales. Y, sin embargo, como los medievales, descubriremos que todo eso eran cuentos de los trovadores, que ahora son californianos y rubios. Que para recuperar la virginidad no servía colocarse sanguijuelas o intestinos de paloma en la vagina, algo más hacía falta. Que de nada servía untarse la extremidad con pimienta para que el hombre pueda provocar en la mujer más deleite. Lo mismo pasará con la inteligencia artificial, que también era eso, un cuento de trovadores, puras leyendas urbanas pero sin la gracia del verso.