La ideología en el quirófano
A medida que uno se hace mayor, va abandonando los propósitos revolucionarios de juventud y sin apenas darse cuenta se encuentra un día convertido en un reaccionario
La ideología es una cuestión de bulbos cerebrales, decía un neurocirujano en aquella sobremesa. A medida que uno se hace mayor y se le pone el pelo canoso va abandonando los ideales revolucionarios de juventud y sin apenas darse cuenta se encuentra un día convertido en un reaccionario. Esa deriva es una experiencia que puede constatarse muy a menudo, pero el neurocirujano iba más allá. En aquellas alegres sobremesas de los años ochenta en el jardín derruido de Villa Valeria al pie de los Siete Picos del Guadarrama, el neurocirujano presumía de ser capaz de operar de ideología. “Tumbo a Santiag...
La ideología es una cuestión de bulbos cerebrales, decía un neurocirujano en aquella sobremesa. A medida que uno se hace mayor y se le pone el pelo canoso va abandonando los ideales revolucionarios de juventud y sin apenas darse cuenta se encuentra un día convertido en un reaccionario. Esa deriva es una experiencia que puede constatarse muy a menudo, pero el neurocirujano iba más allá. En aquellas alegres sobremesas de los años ochenta en el jardín derruido de Villa Valeria al pie de los Siete Picos del Guadarrama, el neurocirujano presumía de ser capaz de operar de ideología. “Tumbo a Santiago Carrillo en el quirófano, le abro el cráneo, le toco con el bisturí un determinado y microscópico filamento del cerebro y sale de la anestesia cantando el Cara al sol”. En aquel tiempo posfranquista estas cosas se decían acompañadas del último chupito de orujo y eran muy celebradas por intelectuales de izquierdas y así fue premiado con muchas risas el neurocirujano, quien, ya embalado, añadió:” Puedo hacer lo mismo con Blas Piñar, el presidente de Fuerza Nueva. Un pequeño toque en un capilar y empieza a cantar A las barricadas o la Internacional”.
En aquella sobremesa había un joven marxista muy radical que había arriesgado el pellejo en su lucha contra la dictadura. Después de 40 años un día Miguel se lo encontró en la cola de un establecimiento de loterías y apuestas del Estado. Habían dejado de verse hacía ya mucho tiempo y pese al deterioro físico que acarrea la edad se reconocieron y se dieron un abrazo. Este antiguo y denodado luchador por la justicia universal le mostró el resguardo de la bonoloto que llevaba en el bolsillo. “Esta es la última ideología que me queda”, le dijo. Su historia puede ser la de gran parte de toda una generación. En su día votó al Partido Comunista porque creía que una papeleta en la urna era la única arma que la democracia le entregaba para luchar por la igualdad y la justicia; luego, a lo largo de los años, a medida que, según la teoría del neurocirujano, se le iban estrechando ciertos bulbos del cerebro, militó en diversas formaciones políticas para acomodar sus sueños a la realidad. La salvación del mundo podía esperar.
Desde el socialismo y la socialdemocracia derivó hacia una derecha europeísta y civilizada, pero tal vez por un fracaso amoroso o porque no consiguió el merecido cargo que esperaba o simplemente por la frustración que nace de mirarse en el espejo y ver que la imagen del joven rebelde ha desaparecido, el viejo marxista fue acogido por un cabreo existencial contra sí mismo y el mundo entero, y sin darse cuenta se vio incendiando las redes y las tertulias con despropósitos, opiniones violentas e insultos a sus antiguos camaradas. Un día se declaró de extrema derecha, cosa que tampoco sació por completo su atormentado cerebro. Hubo un momento en que este viejo luchador se vio en una encrucijada: tuvo que elegir entre la cola ante la iglesia de Jesús del Gran Poder que le conduciría hacia la España del Nodo y la cola de Doña Manolita que desembocaba en el incierto y voluble azar. Miguel ignora hasta dónde le llevará la cólera contra su pasado a este viejo marxista, porque, según confiesa, nunca le ha tocado ni la pedrea en la lotería, ni las quinielas ni la bonoloto ni la primitiva, que son los distintos partidos en los que milita cada semana.
En aquellas alegres sobremesas campestres en las que el aroma de jara y espliego se unía la lucha contra el franquismo Miguel se escandalizó al oír que uno de aquellos comensales tan progresistas exclamó a los postres bajo los efectos del orujo: “Tengo ganas de que, muerto el dictador, lleguen la libertad y la democracia para poder ser de derechas”. Hoy Miguel no se sorprendería en absoluto. Ha tardado muchos años en aprender a juzgar a las personas una a una, al margen de su ideología. Debido a que desde muy joven fue amamantado por el antifranquismo creía que por gracia de la naturaleza la gente de izquierdas era inteligente, generosa, solidaria, con una honradez congénita. Recuerda que un día, apenas iniciada la transición, le llamó el agente de una importante editorial para proponerle un tema de novela que podría tener un éxito descomunal, incluido un premio literario asegurado. El argumento consistía en un diputado socialista que tenía una amante y que encima se había metido en un caso de corrupción. Aparte de una provocación muy obscena, con la ingenuidad todavía a flor de piel, ese caso le parecía de ciencia ficción y mandó al agente a la mierda.
A estas alturas de la vida Miguel ignora adónde han ido a parar los ideales de juventud de toda una generación ni qué significa hoy ser de derechas o de izquierdas. Recuerda la salida cínica del neurocirujano en aquella sobremesa. Antes de pasar por el quirófano para saberlo, Miguel piensa que más allá de la ideología ahora la lucha se reduce a ser simplemente un demócrata y una persona decente.