La vida libérrima de Eliseo Parra, el sabio de la música tradicional
El folclorista castellano, que renunció a Eurovisión, se impregnó de jipismo ibicenco y nunca se escondió en el armario, dice adiós a las tablas después de medio siglo “probándolo todo” en el arte y en el mundo
En un país de consensos imposibles, existe un caballero residente a las afueras de Segovia con el que sí acontece el milagro de la unanimidad. Responde al nombre de Eliseo Parra García, nació hace 73 años en el pueblito vallisoletano de Sardón de Duero (596 habitantes), es aclamado por jóvenes y mayores como maestro irrefutable del folclore peninsular y ahora, después de más de medio siglo subiéndose a los escenarios, dice que se retira. Sin remisión. Buena ocasión no solo para escuchar su voz —cantada y escrita—, sino sob...
En un país de consensos imposibles, existe un caballero residente a las afueras de Segovia con el que sí acontece el milagro de la unanimidad. Responde al nombre de Eliseo Parra García, nació hace 73 años en el pueblito vallisoletano de Sardón de Duero (596 habitantes), es aclamado por jóvenes y mayores como maestro irrefutable del folclore peninsular y ahora, después de más de medio siglo subiéndose a los escenarios, dice que se retira. Sin remisión. Buena ocasión no solo para escuchar su voz —cantada y escrita—, sino sobre todo para recordar que Eliseo nunca fue amigo de las ortodoxias ni encaja remotamente en el arquetipo que más de uno le atribuiría: el de un hombre de orígenes rurales y una edad respetable al que solo le interesaran los bailes regionales y las tonadas de nuestros tatarabuelos.
No habrá vuelta atrás. En cuanto termine este 2023, Eliseo recogerá los bártulos y se marchará con José, su novio desde hace más de seis años, a la paz del hogar en Palazuelos de Eresma, donde quiere escribir, coser y seguir grabando música. Pero detrás de su historial como máxima autoridad —junto a Joaquín Díaz y pocos más— de la música tradicional ibérica se esconden tantas otras peripecias vitales como para abordar unas memorias. Las de un hombre que ha tocado todos los palos de la música, ha experimentado con sustancias poco saludables sin arrepentirse jamás y ha sido radicalmente libre en tiempos y circunstancias donde la libertad era una quimera y no un burdo eslogan.
¿Su retirada? Él no tenía intención ni de comunicarla, solo de materializarla “a partir del próximo 31 de diciembre”, aseguraba en una entrevista con EL PAÍS la semana pasada en Segovia; pero en Mirmidón, su oficina desde hace un cuarto de siglo, le persuadieron de que la oficializara para que los fieles puedan despedirle como merece (este miércoles, sin ir más lejos, en el Teatro Fernán Gómez de Madrid). A la sorpresa y el disgusto se han sumado las muestras de admiración, que le tienen “agradecido y algo abrumado”. Pero no parece quedar resquicio para la duda. “Siempre le he hecho caso a lo que me dice el cuerpo, a los pálpitos más profundos. Y prefiero dejarlo ahora, en óptimas facultades, para que me recuerden bien”, argumenta. E insiste: “Tengo ya una edad como para cuidarme, ahora tardo entre tres y cuatro días en recuperarme por completo después de cada concierto. Pero, sobre todo, no quiero acabar flaqueando como Serrat, Raphael o Milton Nascimento”. Lo enuncia desde la admiración. “Nadie ha cantado como Joan Manuel. Es lo mejor que ha parido España, pero ya hace varios años que decidí dejar de ir a sus conciertos. Escucharle era demasiado doloroso”.
Así es Parra, un interlocutor poco propenso a morderse la lengua. Porque tampoco se arrepiente de su sinceridad nada diplomática, de esa que puede llegar a escocer. “Siempre he sabido decir que no”, presume. “Renuncié por dos veces a representar a España en Eurovisión porque no aceptaban mis propias canciones, igual que rechacé una buena oferta del sello discográfico Belter para que me lanzaran con un proyecto de flamenco-tecno. Al final convencieron a El Turronero y, claro, aquello fue un fiasco absoluto. El flamenco no se puede tomar a la ligera”.
Aún más valiente fue cuando declinó ejercer como “una especie de nuevo Antonio Molina” bajo los auspicios de un entonces boyante y recién nacido Canal Sur. Parra siempre tuvo alma coplera —herencia de su madre sevillana— y en la cadena disponían de presupuesto como para grabarle con orquesta y voz en directo, pero receló. “Nos invitaban en bodegas de Sanlúcar de Barrameda a cenas por todo lo alto en las que acababan apareciendo Rocío Jurado o un yerno de Manolo Caracol, pero todo ese entorno, uf, era muy rancio y me dije: ‘Ni de coña’. El más moderado y encantador, fíjate, parecía [el locutor] Carlos Herrera. Ya se le notaba un poco machista en el trato con las mujeres, pero nunca pensé que se acabaría volviendo tan ultra”.
Preservar la independencia creativa y el criterio propio tiene estos costes e inconvenientes, pero a Eliseo le salen las cuentas; tanto como para sentirse “protagonista de una vida de lujo”. “Si existe la buena estrella”, proclama, “esa ha sido la mía”. Emigró a los 15 años a una Barcelona vanguardista e inimaginable “en un país donde los fachas repartían leña en plena calle”. Con poco más de 20 se integró en la revolucionaria banda de folk progresivo Mi Generación y se vio durante cuatro veranos consecutivos, entre 1972 y 1975, amenizando las noches en las mejores discotecas para guiris de San Antonio (Ibiza): Playboy, San Francisco y la mitiquísima Nito’s. Eran otros tiempos, quién lo duda.
“El DJ pinchaba el Tubular Bells de Mike Oldfield de principio a fin y la gente lo disfrutaba y se lo fumaba enterito [49 minutos]. A nosotros nos decían que tocáramos versiones de lo que nos diera la gana. Tirábamos más por Crosby, Stills & Nash o los Hollies, pero también nos atrevíamos con Yes y con los Bee Gees de la primera época”. Una noche, mientras interpretaban Massachusetts, los propios hermanos Gibb irrumpieron en el local. Una foto del menor de ellos, el malogrado Andy Gibb, compartiendo escenario con Toni Palacín y Xavi Garriga da fe de ello.
Aquellos libérrimos aires baleares también sirvieron como salvoconducto para otras experiencias poco recatadas. Al principio fue el chocolate, que les procuraban “un par de yanquis prófugos del Vietnam”, pero los chicos de Mi Generación enseguida se pasaron al LSD, entonces canonizado por la cultura jipi. “Con cada tripi el mar se te volvía naranja, verde, rojo o amarillo, y los edificios parecían elásticos. Consumíamos material puro y bueno, de primera calidad”, se sonríe Parra, al que su implacable sinceridad despoja de todo maquillaje. “A la vuelta a Barcelona”, prosigue, “nuestro furgonetero, un excampeón de España de boxeo, nos introdujo en la heroína esnifada, pero me provocaba unas vomitonas terribles. Y la cocaína, ya en el Madrid de la Movida, me defraudó. Te pone muy nervioso y te seca mucho la garganta. No conviene en absoluto si tienes que cantar…”.
Corre el año 1983. Eliseo se ha instalado en la Plaza de las Comendadoras con su novio de entonces, un diseñador del modisto Manuel Piña, y las fiestas en el piso son épicas. Almodóvar y su troupe figuran entre los habituales, y rara es la noche en que la pandilla no acaba “en reservados de discotecas donde los camareros pasean bandejas con rayas de coca”. Parra ha pasado a impulsar Mosaico, su primer acercamiento a los sonidos de inspiración tradicional, después de que un fugaz encuentro con el dulzainero segoviano Agapito Marazuela le hubiese descubierto un gigantesco universo “de música honesta, esencial y compartida”. Desde ese momento, nadie como él ha hecho tanto en España por las músicas de raíz: artistas de toda generación y pelaje, desde Rozalén a El Naán, Xabier Díaz y hasta Vetusta Morla le han reconocido su magisterio. También el asturiano Rodrigo Cuevas, el más iconoclasta de todos, evidentemente. “Dijo en el programa de [Jordi] Évole que venir a uno de mis cursos le cambió la vida”, se emociona Eliseo, “y debió de ser verdad. Llamaba la atención desde el primer momento. Y en cuanto vi con qué pasión cantaba la copla más pura pensé: ‘Uy, este debe de ser hermana mía…'”.
Nunca ha ocultado el folclorista su identidad sexual, aunque quizá jamás la haya explicitado tanto como ahora, convertido también en referente para el colectivo LGTBI. “Me fui de casa a los 18 años”, anota, “y en los ambientes culturales jamás se me repudió por ser como soy. Cuando salía el tema de las novias en alguna conversación, advertía con toda naturalidad: uy, yo es que soy maricón. Lo único que a mí no me sale es la pluma, pero admiro a la gente que tiene esos cojones”.
Su condición sexual también le abrió algunas puertas inesperadas, como cuando en 1983, girando por Nueva York como batería y laudista para Xavier Ribalta, acertó a curiosear en un sórdido cuchitril de ambiente del Greenwich Village. No le gustó ni un poco, pero allí le echó el ojo un muchacho más que interesante. “Era un pinchadiscos muy influyente que no tenía tabiques en su loft: las estanterías con miles y miles de elepés servían para separar las estancias. Esa misma noche me invitó a un concierto de un tipo que cantaba desde una cama mientras simulaba que se follaba el colchón. En España aún apenas le conocíamos, pero… ¡era Prince! Y me volvió loco”.
Lo dicho: en cuanto se pone a hacer balance, este hombre que saborea su té y un bizcochito en la Real Casa de la Moneda de Segovia cae en la cuenta de que le ha pasado de todo. Vivió la eclosión musical catalana en torno a la Sala Zeleste, fue lugarteniente de Gato Pérez, acompañó por medio mundo a María del Mar Bonet, se convirtió en inseparable de María de las Patatas... ¿Perdón? “Sí, María de las Patatas”, insiste entre carcajadas, “la primera mujer a la que vi con un pandero cuadrado entre las manos”.
Sucedió a principios de los noventa en Peñaparda, en plena comarca salmantina de El Rebollar. Eliseo acompañaba por media España al investigador y arqueólogo Chema Fraile, que acababa de quedarse ciego, en busca de viejitos que recordasen coplillas y cantos tradicionales. María se puso a cantarles corridos, brincados, sorteaos y ajechaos, bailes complejos y riquísimos, acompañándose solo con aquella pandereta rústica e ignota. Parra no daba crédito. “Era como escuchar música africana en plena Salamanca, unos ritmos dificilísimos que ella tenía interiorizados. Con los años, he llevado esos panderos cuadrados por Marruecos o he puesto a bailar con ellos a unas mulatas brasileñas tremendas de dos metros de alto. Funcionan en cualquier parte del mundo”.
Las grabaciones de Eliseo han servido muy probablemente para preservar esos panderos y salvarlos de una extinción casi segura. El más reciente de sus álbumes, Diacrónico, lleva apenas unos meses en circulación, pero, si todo va bien, no será el último: un buen puñado de canciones propias y tradicionales aún esperan turno en su cajón. Lo único que este sabio de vida intensa y nulos complejos echa ahora de menos es la riqueza sonora que experimentó y de la que fue partícipe en sus años mozos, aquellos en los que tan pronto disfrutaba con Pink Floyd como se sumergía en el blues de Eric Burdon o las turbulencias de Manfred Mann. “Ahora es aburridísimo escuchar la radio, insoportable”, se lamenta. “El show business lo ha invadido todo, toda la música suena igual y casi nadie escribe canciones porque crea en ellas, sino porque piensa que conseguirá dinero”. Ya saben: la sinceridad innegociable de Eliseo Parra.