Brindar al sol con un vermú en la mano
Joaquín Sorolla no necesitó ni bastón ni andador, solo cuadros, para ganarse la eternidad
En un caserío ahora engullido por la ciudad vivía Joaquín Sorolla. Todavía hoy en día lo podemos visitar en el centenario de su muerte. Con los años, lo que era su taller se transformó en museo. Probablemente uno de los más bellos del mundo. Allí está el jardín también, con ese árbol donde se recuerda que el amor es para siempre. En sus últimos años de vida el cuerpo le soltó la mano, pero él seguía a...
En un caserío ahora engullido por la ciudad vivía Joaquín Sorolla. Todavía hoy en día lo podemos visitar en el centenario de su muerte. Con los años, lo que era su taller se transformó en museo. Probablemente uno de los más bellos del mundo. Allí está el jardín también, con ese árbol donde se recuerda que el amor es para siempre. En sus últimos años de vida el cuerpo le soltó la mano, pero él seguía ahí, en ese rincón, hundido, recordando los blancos, añorando los destellos que hacían en los ojos, ese niño, esa madre, hundidos ambos, entre las sábanas de la cama, en la nieve blanca.
Y mientras el grandullón hambriento lo esperaba para engullirlo, con esos párpados de cocodrilo hundidos bajo el agua del día, Sorolla ahí estaba, recordando la alegría que ha sido su vida. Ahora, cuando vas a esa casona, las pinturas que cuelgan en las paredes te siguen tirando de la manga, te despiertan. Aquí no hay mendigos, ni limosnas. Son pinturas que lo dan todo, de cuerpo entero. Están por todas partes, van de lo que era el salón a los dormitorios, incluso alguna se ha extraviado en lo que hace años sería el baño, una cocina o una terraza.
Ellos ahora, los lienzos, son los que habitan la casa. En el jardín las ramas se agachan. Vienen a beber la misma luz de la fuente que había en su tiempo, antaño, cuando eran otros años. Aquí estuvo él, despidiéndose de la nada. No necesitó ni bastón ni andador, solo cuadros, para ganarse la eternidad. El olvido tuvo que olvidarse de él, dejarlo tranquilo, se quedó fuera, y ahí lo tienes todavía, aflojando la mandíbula, queriendo sonar el botón del timbre, pero nadie le hace caso. Porque los cuadros no lo dejan pasar, no lo dejan entrar.
Los únicos que entramos somos nosotros, para recordarle. Para habitar de nuevo con él esa casa, con los ojos. Y los que consiguen entrar, dar con el pezón metálico, atravesar la ventana del cuadro, son los que tienen alma. Algunos la tienen, pero no se han enterado, van con ella, paseando a todas partes, con sus días menudos. Otros piensan que son grandes, bondadosos, frondosos, que tienen almas de bandera, pero en realidad la han cambiado hace años contra un plato de lentejas, una sobremesa, o por un puñado de monedas, ni siquiera de oro, aplausos, palmadas.
La vejez puede ser luminosa, al igual que la juventud puede ser radical. Ahí está ella, con la luz juguetea en las mejillas de ese anciano que un relámpago, un derrame cerebral, dejó clavado en su silla. Nos deja casi tres mil pinturas, veinte mil dibujos y bocetos, casi nada, pero ese “casi” es todo. Aquí está la luz que voltea con destellos de espadas, como si la muleta jugase con el aire, mientras la tarde embiste, o el sol cornea. La luz desciende como aceite, entre las ramas el sol picotea las baldosas. Hay como un aleteo de almas. Serán abejas, volando en el ámbar.
Ha muerto hace un centenar de años, pero él todavía ahí está en esa casa, en el jardín. En el árbol del amor que ha plantado. Nos saluda cada vez que pasamos delante de su silla de ruedas, levantando el sombrero. Nos saluda cada vez que llegamos delante de una obra suya, delante de esos blancos, volteando sobre más blancos. Nos encontramos entonces, por fin, delante de alguien, y ese alguien somos nosotros, el que mira, el que escucha el silencio. Somos esos que le visitan, la alegría pura de una vida que pasa, que es bella, como tres personas —dos amigos y un amor— que brindan al sol, con un vermú en la mano.