Antonio Gala, víctima de su personaje

El escritor, fallecido este domingo a los 92 años, fue desde joven un personaje controvertido: su sentido del humor mordaz, cáustico, ingenioso, tronchante le costó algún encontronazo con amigos y un abismo aún mayor con enemigos

El escritor Antonio Gala fotografiado con su bastón y su perro en su domicilio de Madrid en 1997.Luis Magán

Unas veces decía que él no coleccionaba bastones, que el asunto es que coleccionaba amigos que regalaban bastones. Otras apuntaba que él no llevaba bastones por estética, sino por estática. El hecho real es que el bastón lo empezó a llevar por un pequeño esguince del tobillo, cuyas molestias sólo duraron un mes, pero descubrió que llevar bastón era maravilloso porque por fin sabía qué hacer con las manos cuando paseaba, cuando charlaba o le entrevistaban. Pero se daba la circunstancia de que el bastón también pertenecía al atuendo de un personaje que él mismo había creado para exhibir y del qu...

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Unas veces decía que él no coleccionaba bastones, que el asunto es que coleccionaba amigos que regalaban bastones. Otras apuntaba que él no llevaba bastones por estética, sino por estática. El hecho real es que el bastón lo empezó a llevar por un pequeño esguince del tobillo, cuyas molestias sólo duraron un mes, pero descubrió que llevar bastón era maravilloso porque por fin sabía qué hacer con las manos cuando paseaba, cuando charlaba o le entrevistaban. Pero se daba la circunstancia de que el bastón también pertenecía al atuendo de un personaje que él mismo había creado para exhibir y del que siempre fue víctima y verdugo. Y lo exhibía a todas horas, salvo que los que le rodeaban no supieran quién era Antonio Gala, fallecido este domingo a los 92 años.

De ahí que cuando viajaba al extranjero, nada más bajar del avión se deshacía de su bastón, de sus andares de paso corto y delicado, de sus cadencias en la forma de hablar tan particular, entre melodiosa y cursi, entre poética y afeminada, y se convertía en un ser ágil, divertido, de largos silencios, al tiempo que desbordante parlanchín al que gustaba contar lo que tuviera que ver con la historia de allí donde estuviera, lo que ponía de manifiesto, sin engolamientos, su vasta cultura sobre los temas más diversos. Y su sentido del humor mordaz, cáustico, ingenioso, tronchante, que a veces le costó algún encontronazo con amigos y un abismo aún mayor con enemigos. Una cultura que adquirió no sólo por su permanente curiosidad por todo, sino también porque pasó un largo periodo en un convento donde leía compulsivamente, sobre todo libros de historia de las más diversas civilizaciones. Ello ocurrió no por vocación religiosa, sino porque haciendo la mili sus superiores le pillaron in fraganti con otro soldado y, como salida digna para eludir un consejo de guerra, le ofrecieron a su padre ingresarle en un convento de frailes.

Él fue el primero en darse cuenta de que su teatro fue perdiendo fuerza con los años y los seguidores de sus primeros textos dramáticos, unánimemente aplaudidos entre los entendidos, se alejaban de sus propuestas, a las que se achacaba que se iban quedando antiguas y con un nivel de calidad inferior a lo que se podía encontrar en el mercado. Las nuevas generaciones que emanaban del teatro independiente estaban muy lejos de su teatro, y las producciones de calidad adscritas a la cartelera tradicional en los años setenta también empezaron a darle la espalda. Eso influyó mucho a la hora de dar un paso decidido a la narrativa, que inició con El manuscrito carmesí, al que siguieron otros muchos títulos, algunos llevados al cine con desigual éxito, entre otras cosas porque el propio Gala no dudaba en cargarse públicamente una película basada en una novela suya, si algo no le había gustado, como ocurrió con La pasión turca.

De ahí el miedo del director Pedro Olea cuando invitó al primer pase privado del filme Más allá del jardín a Antonio Gala, al que había prohibido asistir al rodaje. “Menudo alivio cuando dijo: ‘No sé si es mi novela, pero es una gran película”, dice Olea nada más enterarse de la muerte del escritor, al que estos años ha ido a visitar a la Fundación Antonio Gala de Córdoba, donde ha pasado su último y triste periodo de vida. “Hicimos una gran amistad y nos reíamos mucho, sobre todo de cosas que no puedo contar”, concluye entre risas picaronas el director vasco.

Otro de sus grandes amigos durante varias décadas, al igual que el pintor José Agost, fue Ándrés Peláez, director durante décadas del Museo Nacional del Teatro, quien se ha mostrado especialmente triste por la noticia de la desaparición del escritor: “Después de tantos años y tantos amigos, ha muerto absolutamente solo… y sobre todo rodeado de personas que no hicieron ningún bien por él”. Una de sus grandes penas fue no haber sido elegido nunca académico de la Real Academia Española.

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