Un grupo de amigos divididos por la cárcel se sincera en el cine
El documental ‘La mala familia’ se adentra en la realidad de una pandilla de chavales de barrio que comparte condena y enfrenta los errores del pasado
Las condenas cortas se pagan caras. Buena parte de los presos veteranos aísla al nuevo recluso, de quien los funcionarios también desconfían por sistema. Se acaba por conformar un cuerpo de vigilancia que escruta a cada minuto al recién llegado. ¿Por qué se le ha alterado el sueño?, ¿cuál es la razón para mantener tan limpia y ordenada la celda?, ¿tampoco hoy ha tomado postre en la comida? Los internos de larga estancia hacen valer sus galones delictivos y se libran desde el primer día de este interrogatorio. Al menos eso percibió Andrés P. Gómez en su paso por el ...
Las condenas cortas se pagan caras. Buena parte de los presos veteranos aísla al nuevo recluso, de quien los funcionarios también desconfían por sistema. Se acaba por conformar un cuerpo de vigilancia que escruta a cada minuto al recién llegado. ¿Por qué se le ha alterado el sueño?, ¿cuál es la razón para mantener tan limpia y ordenada la celda?, ¿tampoco hoy ha tomado postre en la comida? Los internos de larga estancia hacen valer sus galones delictivos y se libran desde el primer día de este interrogatorio. Al menos eso percibió Andrés P. Gómez en su paso por el Centro Penitenciario de Villabona (Asturias), donde estuvo encerrado tres meses. Ya por entonces este hombre de 28 años preparaba un documental sobre la profunda huella que la cárcel había dejado en él y en su grupo de amigos. El resultado se titula La mala familia, dirigido por Nacho A. Villar y Luis Rojo.
La película, que llegará a Netflix en unos meses, puede verse estos días en la Cineteca y en el Pequeño Cine Estudio de Madrid, así como en la Sala Zumzeig y en el Cinema Maldà de Barcelona. Se trata de un documental urgente sobre seis chavales de clase obrera que acarrean con las consecuencias judiciales de una trifulca. La cosa se puso fea una noche de alcohol y testosterona en el centro de la capital. Seis años después, todos se enfrentan a penas de cárcel, aunque en un primer momento solo Gómez cumplirá condena. La entrada en prisión del resto depende de que afronten una multa de 330 euros al mes durante dos años. Un solo impago pondría en riesgo la libertad de todos ellos. La duda va minando su amistad. Narrado a partir de la absoluta honestidad de sus protagonistas, el filme comienza con el arrepentimiento de Gómez, que se declara culpable ante el juez. Hoy el hombre ha rehecho su vida y trabaja como repartidor. “Asumo mi pena, pero si me siento liberado no es por la cárcel, sino por película”, afirma.
A Gómez lo detuvieron en Asturias, todavía enfundado en el mono de trabajo, y apenas tuvo tiempo de avisar a su pareja. “Los hechos habían ocurrido cuando tenía 18 años. En el momento de entrar al talego yo ya estaba más organizado, más centrado, fue un palo. Hasta entonces me había engañado con que nunca llegaría ese día”, rememora. Cumplió condena en la Unidad Terapéutica y Educativa (UTE) de la prisión de Villabona, donde las visitas y el envío de cartas están restringidas a dos o tres personas por interno. Los retretes del módulo pueden utilizarse solo durante 10 minutos. Transcurrido este tiempo, resulta habitual que el encargado se asome con el objetivo de evitar el consumo de drogas. Los tiempos tan medidos y el enorme peso de la rutina se le atravesaron en el pecho a Gómez. “Pensé en quitarme de en medio del agobio que tenía”, confiesa. Hasta que se le concedió el tercer grado, en gran medida gracias al documental.
Los directores se habían afanado en defender el carácter social del proyecto, que redimía a sus protagonistas, y demostraron así el arraigo de Gómez con informes de toda índole. “Ese era el apoyo que podíamos brindarle desde nuestro privilegio”, sostiene Villar. “Hay que decir que fue una excepción, la mayor parte de los presos con condenas inferiores a un año se la come a pulso”. El equipo del rodaje se instaló dos semanas antes del primer permiso de Gómez en un pantano a las afueras de Madrid. La idea era reunir a toda la Mala Familia, como se autodenominan desde la adolescencia, cuando se conocieron en conciertos de música urbana, plazas al sur de la capital y skateparks. Rojo apunta: “Esta historia se contaba mejor en el campo, sin torres ni grafitis que impiden ver al personaje. El barrio no es un decorado, sino algo con lo que cargas”.
“Queríamos que salieran de las zonas de presión, las de su cotidianidad, para conectar con las emociones. Es el derecho al asueto”, agrega el cineasta. Acamparon en la orilla un total de 19 jóvenes, entre ellos los procesados, todos esperando la visita de Gómez. La cámara fue testigo de conversaciones y abrazos, sin intervenir de ningún modo en los acontecimientos. Es cierto que existía un guion con temas pactados de antemano. El de los impagos de la multa resultaba transcendental para redondear la producción. Ninguno de los implicados conocía con exactitud la situación del resto, tal vez por rabia o por vergüenza. La cuestión salió a relucir por primera vez durante un plano secuencia que rezuma verdad. Algunos de los chicos estaban a punto de darse por vencidos. La sanción impuesta resulta para ellos mayor que el alquiler de su piso. Otros se resisten a terminar presos, y tirarán del carro en nombre de los demás.
Se diría que el cine genera realidad llegado este punto. “Ya no estábamos ante la simple documentación de los hechos con la que empezamos la película, tampoco aquello era ficción, todo ocurría de manera improvisada”, declara Rojo. Tras el tacto de las imágenes está su mirada sensible a una realidad que se presta a los tópicos. Es la marca del colectivo Brbr, del que ambos directores forman parte, anclado en la escena underground madrileña. Son responsables de algunos de los videoclips de C. Tangana, aunque sobre todo cultivan la comunicación publicitaria. Para su primer largo se atreven con un retrato descarnado del desarraigo, la pérdida, el poder y la amistad. Esa que además les une a Gómez, con quien antes de este filme ya habían contado como actor. “El metraje constituye una parte muy pequeña del viaje que hemos hecho juntos. El cambio en las dinámicas colectivas es evidente, ahora se habla de las cosas, son más transparentes entre ellos”, remacha Villar.
La mejor prueba de que el proyecto trasciende la pantalla se llama Yamel, otro de los afectados. Este expresaba su miedo a ingresar en prisión a lo largo de la película y, como en una profecía autocumplida, hoy se encuentra interno en Estremera por causas posteriores a la pelea que se han ido acumulando en su historial. Visitarle y escribirle a menudo son dos objetivos de la pandilla, que por lo demás no ha sufrido más bajas y está en paz con la justicia. Al celebrar un año en libertad, Gómez cierra los párpados con fuerza y confiesa: “Quiero bajar la guardia, compartir los problemas y que no se me hagan chepa. He tenido que tocar fondo para encontrarme bien. De pequeño se me podrían haber explicado las cosas de otra manera, sin acumular tanto odio, que te aleja de la gente. Ahora me da gusto ayudar a un colega, ofrecerle mis truquitos para seguir adelante, como otros cabrones hicieron conmigo”. En el proceso ha ahuyentado a sus fantasmas. Y la Mala Familia está más unida que nunca.