La poeta Luna Miguel lee en público durante 48 horas consecutivas... y sobrevive

La autora consuma en Madrid la singular ‘performance’ ‘La muerte de la lectora’, que explora las relaciones entre la lectura y el cuerpo

La poeta Luna Miguel lee en la 'performance' de 48 horas ininterrumpidas en el Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque de Madrid.Isabel Sangro

“Pero, ¿aquí qué va a pasar? ¿Va a leer una chica durante 48 horas? ¿Se puede dormir aquí? ¿Nos darán de comer?”, pregunta un espectador algo despistado.

Son las 20.30 del martes 25 de abril y la escritora Luna Miguel entra en escena, descalza, con un pijama negro, el pelo negro y suelto, las uñas pintadas de rojo, como los labios. No dice nada. El público la observa atento. Se respira un extraño aire de liturgia y Miguel es la sacerdotisa. Sobre la alfombra central, también negra, hay montones de libros: John...

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“Pero, ¿aquí qué va a pasar? ¿Va a leer una chica durante 48 horas? ¿Se puede dormir aquí? ¿Nos darán de comer?”, pregunta un espectador algo despistado.

Son las 20.30 del martes 25 de abril y la escritora Luna Miguel entra en escena, descalza, con un pijama negro, el pelo negro y suelto, las uñas pintadas de rojo, como los labios. No dice nada. El público la observa atento. Se respira un extraño aire de liturgia y Miguel es la sacerdotisa. Sobre la alfombra central, también negra, hay montones de libros: John Donne, Idea Vilariño, Simone Weil, Louise Chennevière, Juliane Rebentisch.

Miguel camina lentamente y guarda un reloj de cadena dorado en una caja de madera: el tiempo queda encapsulado. En una mesita hay un vaso de vino tinto, rodajas de pan, fresas, una frasca de agua. La poeta hojea varios libros hasta que se decide por un grueso volumen, un clásico, Jane Eyre de Charlotte Brontë. Y se pone a leer. En efecto, Luna Miguel va a leer en público, en silencio, durante 48 horas ininterrumpidas. Ah, y no se ofrecerá ningún refrigerio al público, aunque este podrá entrar y salir a su antojo durante el experimento.

La performance, que sucede en una sala de techos altos, con esbeltas columnas y arcos, en el Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque de Madrid, dentro de su ciclo de Palabra, se titula La muerte de la lectora. “Cuando Luna publicó su libro Leer mata, empezamos a tener conversaciones sobre la lectura”, explica la pensadora Alicia Valdés, comisaria de la pieza y autora de Towards a Feminist Lacanian Left (Routlegde), cuyos textos cuelgan por el espacio. “Hablamos entonces sobre el papel del inconsciente en la lectura, sobre el papel del cuerpo… es elitista y clasista pensar que determinados trabajos intelectuales no pasan por el cuerpo”, prosigue. En efecto, la lectura no parece ahora un ejercicio fácil para Miguel, que cambia de posición y gesto, se sienta, se tumba, se levanta, como si una incomodidad corporal sorda y continua le impidiera leer demasiado tiempo en la misma postura. Como si leyera con el propio cuerpo.

No le han puesto silla, ni escritorio, ni butacón de orejas. “Nos ofrecieron hacer la performance en el auditorio, pero quisimos transformarlo en algo más terrestre, menos ornamental, místico, como inspirado en Hildegarda de Bingen”, dice Paola de Diego, diseñadora de la plástica escénica, que también trabaja con la artista Blanca Paloma (próxima representante de España en Eurovisión). “El pijama de Luna, una imagen que ya usamos en el montaje Ternura y derrota, es de un tejido de satén, como una caricia sobre el cuerpo vulnerable de la lectora”, añade De Diego.

Imagen del ambiente durante la 'performance' 'La muerte de la lectora', en el Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque de Madrid.Isabel Sangro

En su ensayo Leer mata (La Caja Books), Miguel, nacida en Alcalá de Henares hace 32 años, reflexiona sobre la somatización que produce la lectura. Se pone retos para poder leer en mitad del ajetreo de la vida cotidiana, de la maternidad y de la precariedad de las profesiones librescas. Por ejemplo, se lee el Ulises de James Joyce en solo tres días, y sin dejar de atender a todas sus obligaciones, bajo el método de poner la lectura en el centro en esas jornadas.

Aunque la idea era observar a la lectora leyendo en silencio, la performance se convierte en una lectura comunitaria, y eso es hermoso: resulta que no hemos venido a ver a Luna leer, hemos venido a leer con ella. Cada espectador saca un libro que aparece como van apareciendo, aquí y allá, las estrellas al crepúsculo. En la penumbra solo se escucha el sonido de las páginas al pasar, alguna pisada de gato, el silbido del lápiz al subrayar, el ruido rugoso de un pulgar rozando el papel.

La noche solitaria

Son las 22.23 del miércoles, 26 de abril. Han pasado más de 24 horas y las cosas han cambiado. Miguel tiene el rostro cansado y el pelo sucio. Solo hay cuatro lectores y el guarda de seguridad pierde la mirada, aburrido, entre las esquinas del techo. Una espectadora, o colectora, ha traído un libro de firmas que ofrece a todo el que se pasa por allí para que deje manuscrita su experiencia. Son pequeñas acciones paralelas, espontáneas, que se van solapando con la acción principal.

Luna Miguel en otro momento de la 'performance'.Isabel Sangro

La acción principal es leer, sigue siendo leer, leer y leer. Iris Murdoch, Fernando Pessoa, el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz: los libros se han ido desperdigando por el espacio. La poeta los ha ido dejando, abiertos bocabajo, por los laterales de la alfombra. Parece inquieta. Ahora no lee, camina de una esquina a otra de la alfombra, se tumba, se levanta, hace pequeños montones de libros como una manera desesperada de mantener la cabeza ocupada, para no perderla. La copa de vino sigue llena, no sabemos si porque no ha probado sorbo o porque se la han rellenado. Camina por su recinto como un animal dentro de una jaula invisible.

“A lo largo de las horas, Luna ha ido desarrollando diferentes estrategias para afrontar la situación, para adaptarse a los cambios de luz, para sentirse menos vulnerable”, dice Valdés. Hablamos de ella como si fuera un espécimen, un ser a estudiar en un laboratorio: está muy cerca, podríamos tocarla, pero muy lejos, porque la comunicación nos está vedada. Solo podemos interpretar sus pensamientos y emociones mediante la mera observación de su conducta. “Su lectura principal está siendo Jane Eyre, aunque la compagina con otros libros”, añade Valdés. Varios de los espectadores (o co-lectores) han pasado la noche con ella; al amanecer, con la apertura del metro y el despertar de la ciudad, casi todos se han ido. Respecto al vino: un par de horas antes, cuenta la comisaria, al cumplirse las 24 horas de lectura, la lectora brindó con los presentes, como un mínimo acto de comunión con los demás.

La espesa recta final

Son las 20.08 del jueves, 27 de abril. Queda menos de media hora para el fin de la hazaña lectora. “¡No pasa el tiempo!”, dice Miguel, visiblemente desesperada. Las caras ya resultan familiares, nos conocemos, pero no nos conocemos. A su alrededor se han congregado buena parte de los lectores que se han ido dejando caer por aquí durante estos dos días: es el clímax de la lectura. La recta final. Ahora la botella y la copa de vino están vacías, el pelo más grasiento. Miguel ha dejado alrededor de su recinto hojas blancas de libros escritas con sus pensamientos: en una dice que no le ha gustado nada Jane Eyre. Está harta de comer pan.

Está leyendo la obra completa del poeta José Ángel Valente, máximo representante de aquello que se llamó la poesía del silencio. La está leyendo en alto, sentada en el suelo, girando sobre sí misma. Cada poco mira el reloj, no puede dejar de hacerlo, y cada vez que lo mira solo ha transcurrido un minuto. Es desesperante, y se desespera un poco más. Suena el saxofón de un músico callejero que le irrita, pero no puede hacer nada para detener su canción. Quizás se pregunta si solo la escucha en su cabeza. El tiempo se hace muy espeso cuando ya solo quedan 20, 15, 10 minutos para el final. Queda poco, pero ese poco no acaba de pasar.

Luna Miguel, entre el público durante su 'performance'. ISABEL SANGRO

Pero llega el momento. Luna Miguel lee, de pie en medio de su alfombra negra, un poema de Valente que la acompaña desde sus inicios en la lectura, desde que era una niña. Se lo sabe de memoria. Ese que empieza así: “Cruzo un desierto y su secreta desolación sin nombre”. Estos dos días Miguel ha cruzado un desierto y su secreta desolación sin nombre. Después deja el libro en el suelo y ya se han cumplido las 48 horas de lectura ininterrumpida. Nadie sabe si aplaudir, alguien lo intenta, pero nadie le sigue por miedo a mancillar un momento sagrado. Miguel sale de su jaula invisible, cruza la sala y se va en silencio. Entonces es cuando rompen los aplausos. Luna Miguel no ha muerto leyendo.

Conclusiones de una superviviente

“Estoy devastada”, dice la poeta. Ahora son las 13.35 del día siguiente, viernes 28 de abril, y Miguel habla desde la estación de Atocha, donde espera para coger un tren. Anoche acabó todo. Se siente triste y tiene miedo de no ser justa con la experiencia vivida, aunque eso no hace que pierda su sonrisa habitual. “Es como si ahora nada tuviese sentido”.

Habla de cómo allí dentro la atrapó una soledad muy profunda y rara. Habla de las tácticas que fue utilizando para no perder el juicio, de cómo rompió su promesa de no subrayar o escribir, de la vergüenza que sentía cuando se le caían los ojos de sueño, de lo duro que se le hizo quedarse sola la primera mañana cuando todos aquellos lectores nocturnos se fueron al alba. “Pensaba que nunca iban a volver”, cuenta.

En ese momento pensó en tirar la toalla, si nadie volvía a leer con ella. Necesitaba las presencias. Pero luego la gente regresaba y Miguel iba deduciendo si aprovechaban la hora de la comida o el fin del trabajo para realizar su visita, buscando patrones y regularidades. Habla de las pesadillas que la visitaron, fuertemente contaminadas por las lecturas, por las regañinas oníricas de la mismísima Jane Eyre, que le echaba en cara estar allí leyendo sin cumplir con su deber. Soñaba que la gente alrededor la quería asesinar. “Pero esta experiencia confirma una cosa”, concluye, “que la lectura es una actividad solitaria que es bonito hacer en compañía”.

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