Coachella: puro teatro
La era de las divas está modificando la práctica del directo
Fue Elton John quien lo dijo en voz alta. En una entrega de premios de la revista Q, donde competía con Madonna en la categoría de mejor directo, el británico destacó la anomalía: según él, la Reina del Pop se descalificaba por usar playback en sus atléticos conciertos.
Más allá del conflicto entre dos ególatras, urge destacar la deriva del concepto de actuación en vivo hacia el puro espectáculo audiovisu...
Fue Elton John quien lo dijo en voz alta. En una entrega de premios de la revista Q, donde competía con Madonna en la categoría de mejor directo, el británico destacó la anomalía: según él, la Reina del Pop se descalificaba por usar playback en sus atléticos conciertos.
Más allá del conflicto entre dos ególatras, urge destacar la deriva del concepto de actuación en vivo hacia el puro espectáculo audiovisual. No es una herencia de las varietés o el music hall; en todo caso, para entendernos, certifica el triunfo de la fórmula Valerio Lazarov: el pop colado de contrabando en una exhibición de baile coreografiado, cuerpos guapos con una excusa musical.
Puede parecer una referencia remota pero resulta que la estética del difunto realizador rumano se me aparece vivita y coleando en los shows de Coachella, que terminó ayer en California. Asegura el tópico que las novedades californianas terminan materializándose, antes o después, en el resto del mundo. Si esto es así, prepárense para los festivales de precios desorbitados, donde influencers y tiktokers acaparan el ruido mediático y se dedican primordialmente a dejar constancia de las modas propias y los looks de los demás espectadores.
Según la revista Billboard, Coachella debe ser considerado ahora mismo como el mejor festival del mundo. Y, añado yo, con el propietario más improbable: Philip Anschutz es un multimillonario ultraconservador, generoso con el Partido Republicano. Y muy inteligente: tienta a un público amplio con la oportunidad de olfatear cómo viven los ricos y famosos, en la cercana reserva de Palm Springs (sí, dónde pasó Frank Sinatra sus últimos años). La experiencia Coachella no es barata, simplemente entrar cuesta entre 549 y 1.399 dólares cada fin de semana, pero existe la posibilidad de pagar a plazos.
¿Y la música? En YouTube, se comprueba que cada artista resuelve cómo puede el hecho de que, muchas veces, el fondo musical venga enlatado. Hay quién contrata a músicos para que hagan el paripé de que tocan (y se nota, cuando no utilizan micrófonos ni amplificadores). Se agradece ese gasto en lo visual, comparando con los raperos que “interpretan” duetos sin presencia de la persona responsable de la voz invitada. No falta quien utiliza su voz grabada y no sincroniza sus labios con el acercamiento al micro de mano. Y los que funcionan esencialmente como un DJ de club.
Es cuestión de conveniencia: prima la propuesta escénica. Muchos de los participantes saben y pueden cantar. Pero son conscientes de que buena parte del personal no busca experiencias transcendentes: se conforman con registrar en sus móviles algo de lo que pasa por el escenario, mientras confían en cruzarse con alguna celebridad. Si encima ven muestras de la situación sentimental de alguna superestrella, se multiplica el deleite.
En verdad, Coachella finalmente propone un menú largo y estrecho, que disimula la escasez de primerísimas figuras con torrentes de grupos indies y artistas “urbanos”. Este año, se han acercado incluso a las factorías de pop industrial de Corea (aunque no en la misma jornada que la audaz Björk). Como decía mi madre, no dan puntada sin hilo.