Melchor Rodríguez, una medalla para ‘El ángel rojo’, defensor de la vida de sus enemigos en la Guerra Civil

La figura más representativa de la corriente anarquista humanista salvó a cientos de presos en Madrid durante el conflicto, lo que no impidió que le encarcelasen tras la victoria de Franco

Melchor Rodríguez recita un poema a la bandera republicana, en un acto celebrado en Madrid en el otoño de 1938.

La concesión de la medalla de honor del Ayuntamiento de Madrid a título póstumo al anarcosindicalista Melchor Rodríguez García, el llamado Ángel Rojo, es una reparación y un homenaje a una persona injustamente olvidada de nuestra historia más reciente. La historia de este libertario que en plena Guerra Civil española se empeñó en salvar a sus enemigos, parece una historia de ficción.

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La concesión de la medalla de honor del Ayuntamiento de Madrid a título póstumo al anarcosindicalista Melchor Rodríguez García, el llamado Ángel Rojo, es una reparación y un homenaje a una persona injustamente olvidada de nuestra historia más reciente. La historia de este libertario que en plena Guerra Civil española se empeñó en salvar a sus enemigos, parece una historia de ficción.

Melchor Rodríguez es la figura más representativa de una corriente anarquista humanista que tuvo en la Guerra Civil la prueba más dura a la que se puede enfrentar un libertario: defender la vida de sus enemigos, aquellos que no dudaron en liquidar sin remordimientos a sus oponentes obreros. Exnovillero, oficial chapista y activo sindicalista, fue el responsable de las prisiones republicanas entre noviembre de 1936 y marzo de 1937, y posteriormente, hasta el final de la contienda, concejal de cementerios de Madrid.

Es cierto que no solo fue Rodríguez el que salvó la vida a miles de personas en el Madrid asediado por las tropas franquistas. Su labor fue propiciada por muchos dentro del anarquismo y fuera de él —Colegio de Abogados, Tribunal Supremo, Cuerpo Diplomático—, pero sin su decidido carácter, sin su voluntad, su desprecio del peligro y sin unas firmes ideas en las que asentarse, Melchor no hubiera podido salvar a más de 11.200 personas —número de presos en las cárceles madrileñas—, además de haber refugiado en su casa a casi medio centenar y pasar a otras a Francia.

Había nacido en Triana, Sevilla, en 1893. Huérfano de padre, a los 10 años se empleó como calderero y ebanista, lo que le impidió estudiar, tal y como me recordaba su hija Amapola. Trabajó de chapista, pero su deseo era triunfar en el mundo de los toros. Toreó en plazas de Andalucía y Madrid, pero varias cogidas le retiraron de los ruedos. Ingresó en la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) por influencia del médico ácrata Pedro Vallina, que le atendió de una cogida como espontáneo en la plaza de Sevilla, y que le enseñó el anarquismo. En 1920, huyendo de la policía sevillana por impulsar una huelga contra los patronos como secretario del sindicato de la madera, llegó a Madrid.

En la capital se casó con Francisca Muñoz, una bailaora que actuaba con Pastora Imperio. Como chapista trabajó en los mejores garajes y comenzó a fajarse en los combates sindicales, convirtiéndose en un referente. Durante la dictadura de Primo de Rivera, entró en la cárcel Modelo en más de 20 ocasiones, por organizar huelgas o escribir artículos.

Llegó la República, celebrada con júbilo, pero pronto defraudó las expectativas de los sindicatos obreros. Tras las elecciones de febrero del 36, que gana el Frente Popular, llegó la Guerra Civil tras el fracaso del golpe de Estado de parte del Ejército y los sectores más reaccionarios. Melchor apoyó la resistencia contra los golpistas, pero rechazaba los excesos que se empezaban a producir. Cuatro días después del 18 de julio de 1936, se dedicó a proteger a personas perseguidas. En aquellos primeros meses, de julio a octubre, salvó a centenares de una muerte segura en el caos mortal.

Fue nombrado delegado especial de prisiones en noviembre de 1936 por el ministro anarquista Juan García Oliver en el Gobierno de Francisco Largo Caballero. Desde ese puesto detuvo las sacas y los fusilamientos en la retaguardia madrileña, salvando a miles de personas entre sus adversarios ideológicos. Hasta marzo de 1937 echó un pulso a los responsables de orden público de la Junta de Defensa de Madrid, Santiago Carrillo, primero, y José Cazorla después, que obedecían los consejos de los asesores soviéticos de limpieza de la retaguardia. Esta actuación le valió muchas acusaciones de ayudar a la quinta columna por parte de los comunistas y algunos de sus compañeros.

En su labor, Melchor se apoyó en el grupo al que había pertenecido desde sus inicios, Los libertos de la Federación Anarquistas Ibérica (FAI), con los que se incautó del palacio del Marqués de Viana, en la calle del Duque de Rivas, donde se refugiaron curas, militares, falangistas, dueños de los garajes donde había trabajado, funcionarios de prisiones y sus familias.

El 8 de diciembre de 1936 tiene lugar un hecho por el que Melchor pasará a la historia. Ese día, y durante horas, lucha solo y armado de su palabra contra una multitud furiosa que en la cárcel de Alcalá pretende tomarse la justicia por su mano tras un bombardeo de los rebeldes, que ha producido varios muertos y heridos. Gracias a su actuación consigue salvar a los 1.532 presos, entre los cuales están importantes personalidades del futuro régimen franquista, como Muñoz Grandes, Fernández Cuesta, Martín Artajo, los hermanos Luca de Tena, Sánchez Mazas, Serrano Suñer o el locutor Bobby Deglané.

Melchor Rodríguez junto a su compañera Paca, herida en un bombardeo el 14 de agosto de 1938.

Melchor Rodríguez devolvió a la República el control del orden público y las prisiones. Bajo su mandato mejoraron las condiciones de los reclusos de Madrid, que comenzaron a llamarle El Ángel Rojo, calificativo que él rechazaba. Creó una oficina de información, el hospital penitenciario y mejoró el rancho de los detenidos. Asimismo, acompañó a cientos de detenidos en los traslados a cárceles de Valencia y Alicante.

Tuvo que sortear un sinfín de peligros y sufrió varios atentados en los que estuvo a punto de morir, como me contaba su hija, Amapola. Cesado de su puesto, en marzo de 1937 fue nombrado concejal de cementerios del Ayuntamiento madrileño. Desde ese puesto auxilió a las familias de los fallecidos para que los enterraran con dignidad y amplió las zonas de sepulturas. Ayudó a escritores y artistas y autorizó que su amigo Serafín Álvarez Quintero pudiera ser enterrado con una cruz, en la primavera de 1938. En aquel final agónico de la República, rechazó integrar el Consejo Nacional de Defensa cuando se lo ofreció el coronel Segismundo Casado, aunque como el resto de la CNT, lo apoyó después. Pudo ir al exilio, pero con su hija se quedó en Madrid. Fueron precisamente Casado y Julián Besteiro los que el 28 de marzo de 1939 le encargaron la triste tarea de entregar pacíficamente la ciudad a los vencedores, convirtiéndose en el último alcalde de facto de Madrid y la última autoridad de la República.

Finalizada la guerra, el franquismo le sometió a la misma represión de todos los derrotados. Fue detenido y juzgado en dos ocasiones. Absuelto en el primer consejo de guerra, le condenaron en el segundo a 20 años. El general Agustín Muñoz Grandes, al que Melchor había salvado en la guerra, abogó por él ante el tribunal militar. Pasó casi cinco años de cárcel entre Porlier (Madrid) y El Puerto de Santa María (Cádiz).

Cuando salió en libertad provisional, en 1944, siguió militando en la CNT, lo que le costó entrar varias veces más en la cárcel. En lo material, vivió austeramente de varias carteras de seguros. Escribió letras de pasodobles y cuplés con el maestro Padilla y otros autores y de vez en cuando publicó artículos y poemas.

Continuó actuando a favor de los presos políticos, utilizando los amigos que tenía en la dictadura. Su muerte, el 14 de febrero de 1972, fue una muestra de su vida. No tenía dinero ni para pagar el entierro. En el cementerio, ante su féretro, se dieron cita cientos de personas, entre las que se encontraban personalidades de la dictadura y compañeros anarquistas. Fue el único caso en España en el que una persona fue enterrada con una bandera rojinegra durante el régimen del general Franco. Se cantó “¡A las barricadas!”, unos rezaron un padrenuestro y al final, Javier Martín Artajo leyó unos párrafos de un poema de Melchor sobre la anarquía.

Este hombre admirable, también con sus defectos, nos dignifica como seres humanos. Su honradez, su coherencia, son un ejemplo en la España convulsa de hoy.

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