Guido Reni, la rotunda belleza del barroco ilumina el Museo del Prado
La pinacoteca madrileña dedica una gran antológica al maestro que retrató la elegancia de los rostros y de la carne, y al que apodaron El Divino
Nacido en Bolonia en 1575, cuando Guido Reni cumplió 30 años era ya uno de los pintores más exitosos y célebres de toda Europa. Conocido como El Divino, título que solo se había usado antes con Rafael y Miguel Ángel, de él se decía que sus cuadros habían sido pintados por los ángeles. Pero como ocurre con muchos grandes maestros (Murillo, por ejemplo), bastó un comentario despectivo de un crítico, en este caso John Ruskin (“La obra es excesivamente sentimental”, dijo), para que desde mediados del siglo XIX su ...
Nacido en Bolonia en 1575, cuando Guido Reni cumplió 30 años era ya uno de los pintores más exitosos y célebres de toda Europa. Conocido como El Divino, título que solo se había usado antes con Rafael y Miguel Ángel, de él se decía que sus cuadros habían sido pintados por los ángeles. Pero como ocurre con muchos grandes maestros (Murillo, por ejemplo), bastó un comentario despectivo de un crítico, en este caso John Ruskin (“La obra es excesivamente sentimental”, dijo), para que desde mediados del siglo XIX su obra fuera alejada de los lugares estelares de los museos. Sus cuadros siguieron estando en las pinacotecas, pero no en los escenarios principales, de manera que los visitantes pasaban de largo.
Las cosas empezaron a cambiar en 1954, con una deslumbrante retrospectiva en su ciudad natal, Bolonia, una muestra que viajó en esencia por otras partes del mundo y que marcó un renacimiento del artista que culmina ahora en el Museo del Prado con la exposición Guido Reni, que se puede ver en las salas A y B del edificio Jerónimos hasta el 9 de julio. Patrocinada por el BBVA, es el gran evento de la temporada en la pinacoteca madrileña.
Las dos primeras obras del detallado recorrido que le espera al visitante son uno de los escasos autorretratos que existen de Guido Reni (este datado en 1595/97) y una alegoría titulada La unión del dibujo y el color (1624/25). Junto a ambos óleos cuelga un mapa de la Bolonia de entonces con los puntos clave por los que se movía el artista. Los cuadros anuncian que la belleza y la elegancia de los rostros y de la carne es el elemento que caracteriza la obra de Reni.
David García Cueto, jefe de Departamento de Pintura Italiana y Francesa hasta 1800 del Museo del Prado, es el comisario de la exposición. Ha podido jugar con nada menos que 96 obras para narrar casi al detalle la biografía artística de Reni. Son préstamos procedentes de museos y colecciones de todo el mundo, con especial colaboración de Italia, una escuela muy vinculada a la española, de la que el Prado posee más de 4.000 obras. Ese centenar de piezas, distribuidas en 11 secciones, está enriquecido con pintores contemporáneos al artista o con especial vinculación, como Caravaggio, Tiziano, los Carracci, Zurbarán, Ribera, Murillo o su primer profesor, el maestro flamenco Denys Calvaert.
El camino a la perfección que le enseñan sus maestros le lleva a encontrarse en el tiempo con quien representaba una manera muy distinta de entender la pintura y la vida: Michelangelo Merisi da Caravaggio. Andrés Úbeda, director adjunto de Conservación e Investigación de la pinacoteca madrileña, cree muy posible que ambos artistas llegaran a conocerse, aunque no hay constancia: “Pudieron encontrarse en Roma [la capital mundial del arte por entonces], estudiando los clásicos, pero la diferencia entre ellos era tan grande que si hubo algún encuentro, no construyó trato amistoso. Caravaggio era un pendenciero, bebedor y dado a la bronca. A Reni le espantaba la vulgaridad. En su concepto de la perfección no entraba el callejeo”.
Tanto Úbeda como García Cueto contribuyen a trazar un peculiar retrato del artista. Aseguran que era un hombre muy religioso aunque también muy supersticioso. Su imagen era la de un tipo solemne y aristocrático, muy preocupado de su vestimenta y de su propia belleza. Al parecer, no se le conocieron relaciones románticas. Ni con hombres ni con mujeres. La única mujer que podía entrar en su casa y tocar sus cosas era su propia madre. Creía que la brujería infectaba y llenaba de desgracia las manos de las mujeres.
Su mayor pasión fue también su mayor desgracia: el juego. Por culpa de los dados y las cartas llegó a perder dinero más rápido de lo que lo ganaba de manera que tuvo largas etapas durante las que trabajó para alimentar su adicción en lugar de pintar lo mejor posible. En ese mundo de angustiosas deudas tuvo que tratar con personajes turbios y peligrosos que le obligaron a multiplicar su producción con un descenso muy notable en su calidad.
Grandes conjuntos
Las grandes obras que merecen titular propio son inusualmente abundantes. Baste señalar la célebre Hipómenes y Atalanta (1618-1619), restaurada en el Prado durante la pandemia. Gracias a la limpieza se han recuperado los tonos originales de musculatura y carnaciones de los personajes, además de reconocer el paño original de la figura de Hipómenes. Pero lo excepcional es que cuelga junto a una segunda versión difícil de distinguir de la primera, prestada por el museo Capodimonte de Nápoles y terminada de pintar unos meses después de la española.
Otra de las estrellas de la muestra ha llegado la pasada semana desde París. Es El triunfo de Job, el monumental óleo de 4,15 metros de altura que se salvó de las llamas en el incendio de la catedral de Notre Dame. Andrés Úbeda recuerda durante la visita por las salas que nunca antes habían recibido un cuadro de estas dimensiones y considera todo un honor que el Ministerio de Cultura francés haya prestado la obra a Madrid justo después de ser restaurada.
Entre los grandes conjuntos temáticos que se descubren en las salas destaca el dedicado a la humanización de la Virgen con dos óleos fundamentales: La Anunciación, pintada por Reni en 1620 por encargo de la corona española, y La Inmaculada de El Escorial, firmada en 1665 por Murillo.