Mar García Puig: “A las políticas nos siguen tratando de histéricas”
La filóloga y diputada de En Comú Podem publica ‘La historia de los vertebrados’, donde relata el brote psicótico que padeció tras dar a luz a gemelos
Mientras el país contaba escaños, Mar García Puig (Barcelona, 45 años) contaba contracciones. Una noche de 2015, la filóloga catalana, entonces editora de Seix Barral, se convirtió a la vez en madre de gemelos y diputada por En Comú Podem. La alegría no duró demasiado. A la mañana siguiente, empezó a sufrir un brote psicótico del que todavía se recupera. Lo cuenta en un brutal debut como escritora, ...
Mientras el país contaba escaños, Mar García Puig (Barcelona, 45 años) contaba contracciones. Una noche de 2015, la filóloga catalana, entonces editora de Seix Barral, se convirtió a la vez en madre de gemelos y diputada por En Comú Podem. La alegría no duró demasiado. A la mañana siguiente, empezó a sufrir un brote psicótico del que todavía se recupera. Lo cuenta en un brutal debut como escritora, La historia de los vertebrados (Random House), donde la actual portavoz de la comisión de Cultura en el Congreso relata su historia y la de otras mujeres que sufrieron “locura posparto”, de la reina Victoria a la poeta Sylvia Plath.
Pregunta. La mañana posterior a su parto, enloqueció. ¿Cómo se lo explica, casi ocho años más tarde?
Respuesta. El mundo tal y como lo conocías desaparece. Como madre, históricamente tienes el papel de ser la persona fundamental para esos dos seres, con lo cual no te puedes morir. Mis hijos, que eran especialmente vulnerables, que salieron como a medio hacer, dependían de mí: de que tuviera leche o no, de que los tuviera en brazos o no, de que vieran en mi rostro una sonrisa o no. Empecé a sentir ansiedad e hipocondría. Dicen que la cara de la madre es la imagen de su mundo. Y eso supone una presión increíble.
P. ¿Tenía algún antecedente?
R. Tenía todos los números para que esto pasara: algún episodio de ansiedad, un tratamiento por infertilidad, un embarazo de riesgo y un historial familiar, porque mi tío se suicidó y mi padre sufrió una depresión crónica. Era una bomba de relojería. Me acabó estallando en la cara.
P. Evita llamarlo “depresión posparto”.
R. No me gustan las etiquetas, aunque a veces te tranquilizan porque ves que es un mal compartido y que entra dentro de una cierta normalidad. La etiqueta puede dar consuelo, pero también medicaliza males que no solo son médicos, que también tienen un componente humano, cultural, filosófico e histórico que se desdibuja cuando los encierras en la nomenclatura médica o psiquiátrica.
P. ¿Cómo salió de esta?
R. Gracias a la sanidad pública, a una red familiar y al hecho de investigar en la vida de otras mujeres que vivieron lo mismo en los últimos siglos. Me sentí parte de una hermandad de locas, que no pudieron dejar un testimonio pero que sobreviven en miles de historiales médicos. Eso me aligeraba un poco la culpa y le daba cierto sentido a mi experiencia, aunque hubiera preferido no tener que vivir esto.
“El papel de madre implicaba una heroicidad con la que tenía que cumplir. Si desfallecía, las consecuencias podían ser trágicas para mis hijos”
P. Compara a las parturientas supuestamente histéricas del siglo XIX con los soldados enloquecidos de la Primera Guerra Mundial. ¿Viene a ser lo mismo?
R. La teórica Elaine Showalter compara estar atrapado en el espacio bélico con estar apresado en el espacio doméstico. En la Primera Guerra Mundial llevó tiempo reconocer que los militares se habían vuelto locos. Se creyó que tenían microlesiones cerebrales que la metralla les había provocado, como si fueran heridas invisibles para la ciencia. A las mujeres, en cambio, las metían en un manicomio.
P. ¿Usted se sentía en guerra?
R. Yo sentía que el papel de madre implicaba una heroicidad con la que tenía que cumplir, porque si desfallecía un solo segundo eso podía tener consecuencias trágicas para mis hijos, igual que el descuido de un soldado puede ser catastrófico para su nación. Y, confesémoslo, también para la imagen que yo proyectaba como madre, que es otra presión adicional.
P. Precisamente, una de las preguntas más vertiginosas que se hace el libro es si la locura femenina es fisiológica o cultural, si se trata de una cuestión de medicina o de misoginia.
R. Hay factores sociales conducen más fácilmente a las mujeres a la locura, como una mayor precariedad, el maltrato, la incomprensión de su entorno o la obligación de dar cuidados, esa responsabilidad sobre las vidas de nuestros mayores y pequeños, que hace que te asomes constantemente a la enfermedad y a la muerte. Pero las estadísticas también demuestran que, cuando el paciente es mujer, cualquier síntoma de malestar es más interpretable bajo el prisma de los nervios o de la ansiedad que cuando es un hombre. Hay estudios que dicen que a las mujeres se las medica más.
P. Escribe que la medicación no tuvo ningún efecto. Entonces, ¿por qué la sigue tomando?
R. Jamás he notado un solo efecto, pero yo no soy médico. Si un profesional me asegura que me puede ayudar, aunque solo sea un 1%, ya merece la pena probarlo. No comparto esa tendencia a la antipsiquiatría que niega cualquier validez a los antidepresivos. A mucha gente le han ayudado y no juzgo a nadie por medicarse, pero yo puse ciertos límites. La medicación de rescate, como el Orfidal o el Trankimazin, me parece bien. Los antipsicóticos, no.
“El trabajo se ha sobredimensionado en las últimas décadas. Me pregunto si trabajar diez horas al día es un síntoma de cordura o de locura”
P. Llegó a padecer tricofagia, a comerse su propio pelo, como los simios en cautividad. ¿Fue su experiencia más extrema?
R. Fue lo que más me animalizó, quizá la experiencia más irracional. Pero creo que el extremo fue llevar a mi hijo al médico repetidamente porque me convencí de que tenía manchas por el todo el cuerpo, cuando no tenía nada. Sentí que esas visitas innecesarias podían tener consecuencias en él, aunque fuera un bebé y seguramente no se diera cuenta, y eso me preocupó. En cambio, que algo tuviera consecuencias en mí me traía sin cuidado. Solo sentía miedo por la vida de mis hijos.
P. Freud definió la salud mental como “la capacidad de amar y trabajar”. ¿Lo comparte?
R. Tengo dudas. La funcionalidad en la vida se sigue interpretando así: tener un entorno familiar y amoroso, y ser capaz de mantener una rutina laboral. Pero aquí entra en juego cómo se ha sobredimensionado el trabajo en las últimas décadas, y todas las relaciones entre funcionalidad psiquiátrica y capitalismo. Me pregunto si trabajar diez horas al día es un síntoma de cordura o de locura.
P. “No hay nada más sucio que la mente humana”, le dijo un psicólogo.
R. Esa frase me ayudó mucho. Para una madre, sentirse impura es el peor de los sacrilegios, y mucho más ante la inocencia absoluta de un bebé. Entender que todos tenemos la mente sucia fue muy liberador. Llegué a comprender que esa pureza no existe y que, en algún momento de nuestras vidas, todos hemos llegado a coquetear con la locura y a sentirnos como desechos.
P. ¿Le da miedo que el que el libro se gire en su contra, que la traten de loca en la esfera pública o en sede parlamentaria?
R. Sí, mucho. Ahí está el famoso episodio de Iñigo Errejón cuando habló de salud mental. Que los políticos contemos con privilegios innegables no significa que no tengamos derecho a cuidarnos emocionalmente. Es algo que me dicen cuando me insultan en las redes: aguántate, que para algo te metiste en política. No lo comparto. Me da respeto hablar de este episodio, porque sé que sigue habiendo un estigma enorme sobre la locura. Y, a la vez, siento que mi privilegio conlleva la responsabilidad de contarlo. Hace años escribí un artículo sobre mi ansiedad y me contestó una limpiadora dándome las gracias, porque ella no podía contarlo en su trabajo ni a su entorno. Por un lado, siento miedo al decirlo en voz alta. Por el otro, sé que soy de las pocas que se lo pueden permitir.
“Los hombres también están llenos de emociones. Yo he visto a dos hombres en el Congreso forcejeando por sentarse en primera fila. No sé quién es más emocional...”
P. ¿Hace 10 o 15 años hubiera sido posible publicar un libro como este siendo diputada?
R. Sospecho que no. Ha aparecido un interés por la salud mental que antes no existía. El feminismo ha provocado muchos avances al respecto, y también ha cambiado la imagen de lo que es un parlamentario o una persona metida en política. Los diputados hacemos política desde muchos sitios, no solo en el pleno o en las comisiones, donde a veces tienes una incidencia bastante limitada.
P. Cita a un legislador de Massachusetts en el siglo XIX: “Las mujeres son demasiado nerviosas para entrar en política”. ¿Es una opinión que ha sobrevivido?
R. Fíjate en el discurso de Ramón Tamames durante la moción de censura de esta semana… El otro día, tras una invervención un poco tensa al recibir un ataque de la ultraderecha, un diputado de Ciudadanos se me acercó para decirme que no me alterara tanto, que luego me llevaba el disgusto a casa, que no merecía la pena. Nos siguen tratando de histéricas, ese tópico sigue estando ahí. Mi respuesta es recordarles que ellos también están llenos de emociones. Yo he visto a dos hombres en el Congreso forcejeando por sentarse en la primera fila. No sé quién es más emocional…
P. Montserrat Roig escribió que, en los sindicatos estudiantiles de los setenta, muchos solo buscaban mujeres liberadas “en según qué momentos y a partir de según qué horas”. ¿Eso también sigue vigente?
R. Totalmente. Y ya no solo en la parte sexual, sino también porque muchas veces somos un número o una imagen. Nos sacan a hablar en días determinados porque el feminismo está de moda y porque eso conviene. Pero después las dinámicas internas de los partidos distan mucho de ser paritarias o igualitarias…
“A veces, las mujeres somos un número o una imagen. Nos sacan a hablar porque conviene, pero los partidos distan mucho de ser igualitarios”
P. En el libro insinúa su decepción con el proyecto de Podemos, que se suponía que iba a reinventar la política, pero que luego ha reproducido cierta inercia a la desigualdad.
R. Eso sucede en todos los partidos. Aquí se le suma que nosotros se suponía que llegamos para hacerlo de otra forma, pero la política de partidos ha podido más.
P. Se pasó su primera sesión en el Congreso buscando caras de posibles depresivos. ¿Qué grupo parlamentario concentra más melancólicos?
R. Hay unos cuantos. El Congreso es representativo del conjunto de la población. Si no en otras cosas, sí en esta...
P. Un 10% de población española tiene problemas de salud mental. ¿Cree que en el Congreso se reproduce ese porcentaje?
R. Se reproduce o incluso, viendo determinados fenómenos, se dispara. Me refiero a la megalomanía de algunos, pero también al idealismo excesivo que hemos tenido otros. Así entramos muchos en 2015, gritando “Sí se puede” delante de los leones del Congreso. Ocho años después, no puedes evitar hacer balance: ¿cuántos seguimos aquí de los que estábamos en aquella foto y cuántas cosas hemos logrado hacer? No digo que haya sido todo en balde, porque no es así, pero no hemos logrado cambiar la dinámica de la política de partidos, ni siquiera en nuestra propia formación.
“No todo ha sido en balde, pero no hemos logrado cambiar la dinámica de la política de partidos, ni siquiera en nuestra propia formación”
P. “Hay algo de locura en querer ejercer la política desde la vocación”, escribe con evidente desencanto.
R. Es duro decirlo, pero si quieres permanecer en política tienes que hacer muchas renuncias ideológicas. Tienes que asumir contradicciones: aceptar una política migratoria que no compartes a cambio de sacar adelante una ley que te importa. Hay personas que no lo saben asumir. Yo misma creo que no soy capaz de asumirlo. Aquella vocación tan inocente e idealista del comienzo no es sostenible en el tiempo.
P. ¿Qué hará cuando lo deje?
R. Quiero volver al mundo del libro. Quiero seguir haciendo política, pero desde otros sitios.
P. Por último, ¿se siente curada?
R. Creo que sigo en la cuerda floja. Lo que he aprendido es que la cordura absoluta seguramente no existe. Si alguien la tiene, que la disfrute. Y también que la capacidad de incidencia que tenemos sobre la muerte es mínima. Y que vivir con miedo quizá no sea la mejor opción de vida. Todo eso ya lo he entendido. Ahora aspiro a llevarlo a la práctica.