Cuando Nueva York dejó de ser el de Sinatra
Después del derrumbe de las Torres Gemelas, la historia ya no tenía la obligación de pasar por esa ciudad antaño orgullosa e inviolable
Cuando llegabas a Nueva York por primera vez, antes que nada, había que llamar a algún amigo español que vivía allí, quien te citaba esa misma tarde, según una costumbre muy arraigada, junto al arco de Washington Square. Un par de años antes lo habías despedido vestido de pana marrón ante unas patatas bravas en cualquier ...
Cuando llegabas a Nueva York por primera vez, antes que nada, había que llamar a algún amigo español que vivía allí, quien te citaba esa misma tarde, según una costumbre muy arraigada, junto al arco de Washington Square. Un par de años antes lo habías despedido vestido de pana marrón ante unas patatas bravas en cualquier taberna castiza de Madrid y era de los que también tiraban cáscaras de gambas y de mejillones al suelo con toda la naturalidad. Al verlo aparecer ahora con un trote de footing por una esquina de la Quinta Avenida apenas lo reconocías bajo aquella camiseta de Mickey Mouse, las zapatillas de deporte, la sudadera y la gorra blanca de visera. Lo habías dejado marxista leninista en España y lo habías reencontrado macrobiótico en Nueva York y esa misma noche, con la insistencia de un converso, te arrastraba a un restaurante del Soho en el que servían una ensalada inmensa con pasas y piñones y mientras te abrías paso en aquel bosque de espinacas, tu amigo te iba contando historias alucinantes que sucedían en las calles de la ciudad.
Hubo un tiempo ya lejano en que el primer viaje a Nueva York imprimía carácter si cumplías ciertos ritos. Era obligado ver el Guernica de Picasso en el MoMA, cruzar a pie el puente de Brooklyn, tomarse un Martini en el River Café, tratar de descubrir a Woody Allen tocando el clarinete, siempre inútilmente, en el café del hotel Carlyle, comerse medio pollo en el Sylvia’s de Harlem después de asistir a los oficios del domingo en cualquier capilla del Séptimo Día para contemplar cómo las devotas afroamericanas entraban en trance mientras oían el sermón del reverendo con ritmo de blues, imaginar que en Tiffany´s podías comprar un puñado de diamantes para añadirlo a la avena del desayuno con Audrey Hepburn y sentarte en la mesa redonda del hotel Algonquin donde Dorothy Parker hizo famosa su lengua de víbora.
Ese rito lo cumplió Miguel a rajatabla cuando llegó por primera vez a Nueva York. Esa ciudad era entonces un estado mental o un género literario en sí misma con la que debía medirse un escritor, puesto que cada cuatro años cambiaba de naturaleza. A finales de los años sesenta del siglo pasado, Nueva York era violenta y sucia, excitante y creativa, hasta el punto de que te llevabas una decepción si en la primera noche no te habían acuchillado en la llamada Cocina del Infierno, entre la calle 42 y la Octava, o si no veías a un profeta demente disparar su rifle a mansalva desde un alero.
Entre todos los viajes que Miguel ha hecho a Nueva York, recuerda verse de pie entre la multitud el 10 de junio de 1991 en una esquina de Broadway para presenciar el desfile de la victoria de los norteamericanos en la guerra del Golfo. En realidad, lo que se libró en el Golfo no había sido una guerra sino un gran festival bélico, un enorme concierto musical con todo el arsenal de explosivos, y ese desfile iba a ser la segunda parte de aquella fastuosa representación. Para celebrar la victoria, los maniquíes masculinos y femeninos de los escaparates de las tiendas de lujo de la Quinta Avenida aparecían vestidos de soldados con guerreras, chalecos antibalas, cascos militares, botas de media caña y metralletas, todos del color arena de desierto, la exquisita tonalidad de los vencedores, que ahora desfilaban por el Cañón de los Héroes, desde Battery Park al City Hall atravesando Broadway por el corazón financiero de Wall Street, con cientos de banderas, armamento y comparsas bajo 10.000 libras de confeti y 6.000 toneladas de serpentinas. Nadie hablaba de los muertos. La plebe besaba a los soldados, parecía reventar de placer ante el paso de las armas y entre todos los aceros mortíferos el más aclamado era el misil Patriot por su belleza fálica de color naranja, que enhiesto hacia el cielo sobre un camión servido por dos guerreros de imponentes musculaturas despertaba la histeria entre los adolescentes que se arañaban las mejillas como ante un divo en un concierto de rock.
Años después, el 12 de septiembre de 2002, Miguel desandaba ese mismo trayecto del Cañón de los Héroes en dirección al agujero negro que había dejado el derrumbe de las Torres Gemelas. Caminaba entre oleadas de gente silenciosa y cabizbaja que se dirigía hacia la zona cero para rezar por los muertos en el atentado, conmoverse o saciar el morbo, pero hasta el turista más frívolo tenía un aire de peregrino atraído por el vacío. El siglo XXI había comenzado con la caída de las Torres Gemelas. Miguel pensaba que el futuro de la historia no se entendería si no se tenían en cuenta estos dos desfiles, uno altivo y triunfal, otro humillado y trágico, cada uno en sentido contrario por el Cañón de los Héroes. Nueva York, con esa tragedia, había perdido la seducción y el estado de gracia. Dejó de ser el de Sinatra. La historia ya no tenía la obligación de pasar por esa ciudad, antaño orgullosa e inviolable. Miguel lo constataba cada vez que volvía a pisar las calles de Manhattan.