La sorprendente colección de arte tribal en una antigua casa de pescadores de País Vasco
Los diseñadores Juanma Indo y Mikel Forcada han reunido un conjunto de 800 piezas adquiridas en sus viajes por todo el mundo durante cinco décadas
El sol del mediodía brilla sobre las aguas quietas del puerto guipuzcoano de Pasaia, una paz que rompen los graznidos de las gaviotas y el motor de un barco atracado. Al fondo, la silueta de varias grúas con sus enormes brazos; a este lado de la bahía, el aparcamiento, con pocos huecos libres, señal de que los grupos de turistas empiezan a llegar para ocupar más tarde tabernas en las que ya no quedan mesas libres. En la trasera de un edificio con balcones al puerto, una puerta oxidada de acero corten, sin rótulo ni anuncio alguno, da la bienvenida a un viaje por los cinco continentes gracias a...
El sol del mediodía brilla sobre las aguas quietas del puerto guipuzcoano de Pasaia, una paz que rompen los graznidos de las gaviotas y el motor de un barco atracado. Al fondo, la silueta de varias grúas con sus enormes brazos; a este lado de la bahía, el aparcamiento, con pocos huecos libres, señal de que los grupos de turistas empiezan a llegar para ocupar más tarde tabernas en las que ya no quedan mesas libres. En la trasera de un edificio con balcones al puerto, una puerta oxidada de acero corten, sin rótulo ni anuncio alguno, da la bienvenida a un viaje por los cinco continentes gracias a una colección de arte tribal de la que se exponen unas 400 piezas de un conjunto de 800. Todas clasificadas, numeradas, referenciadas con sus dimensiones y una fotografía. No es un museo, ni una galería, pero es un espacio visitable con cita previa (indokita@telefonica.net y 696 16 39 32). Ahí está el conjunto que han reunido desde hace casi cinco décadas, en sus múltiples viajes por casi todo el mundo, dos diseñadores vascos, Juanma Indo (Aia, Gipuzkoa, 74 años) y Mikel Forcada (Ispaster, Bizkaia, de 86).
La Colección Indo-Forcada Otras Culturas o, “el museíllo”, como lo llaman en broma, está en una antigua casa de pescadores de dos plantas del siglo XVIII, que fue una de las 26 sidrerías que llegó a haber en Pasaia y la última que cerró, cuentan. Un montaje en vitrinas y estantes con sus cartelas. La vitrina que recibe al visitante contiene una de las joyas de la colección, una cabeza de Buda de terracota, de Afganistán (siglo III), de la zona de Hadda, “comprada en Kabul”, dice Indo. Las piezas más antiguas, del siglo III a. C., son un conjunto de cabezas de diosas madre, también de terracota, del valle del Indo, en el norte de Pakistán. “Tenían cuerpo, pero solo quedan las cabezas, la parte más interesante” (de seis a nueve centímetros de alto), añade.
Indo y Forcada explican que siempre han pedido a los vendedores la información de lo que adquirían y que con el tiempo fueron empapándose con lo que leían en libros y revistas especializadas, como Tribal Art, “para poder ordenarlo y clasificarlo todo”. Sobre cómo adquirían las piezas, Indo señala que en las grandes ciudades de Asia “siempre ha habido tiendas especializadas”, con sus peculiaridades, eso sí, como en Kabul. “Como su museo no tenía dinero para comprar, dejaba vender en tiendas, a condición de que les avisaran a quién lo hacían. Pero alguien del Ministerio de Cultura te esperaba en el aeropuerto y requisaba las piezas que les interesaban”. En cuanto a si todos estos objetos son antiguos o recientes, subrayan: “Lo importante es que el artesano sea un buen artista. Encontrar en África piezas de madera de más de cien años es imposible porque se las come la carcoma. Los metales y terracotas sí aguantan el paso del tiempo”.
En este recorrido hay cerámica inca, marionetas del teatro de sombras y pendientes de oro de la India, figuras en bronce nigerianas, banquetas hutus… todo lo reunido desde que en 1976 hicieron su primer gran viaje, un año a la India. Luego, juntos, por separado o con amigos, han sido dos trotamundos que han tenido la suerte de que los clientes de su estudio, para los que proyectaron casas, tiendas, villas, museos… dentro y fuera de País Vasco, les esperaban. “Habitualmente, viajábamos en un Land Rover. Así fuimos a la India, atravesando el sur de Europa, luego Turquía, Irán, donde gobernaba el sah Reza Pahlevi; Afganistán, Pakistán, India, Sri Lanka...”, detalla Indo.
“Volvimos en 1979, pero ya no pudimos atravesar Afganistán porque estaban los rusos. En Irán nos encontrábamos en Teherán el día del asalto a la Embajada de EE UU [4 de noviembre de 1979]. En la Embajada española nos dijeron que pusiéramos en el coche una bandera de Irán y una pegatina de Jomeini”, agregan. Indo recuerda la impresión que les produjo contemplar en ese país “el zigurat de Choga Zanbil, con sus terrazas en rampa superpuestas, de adobe, con escrituras cuneiformes, del 1250 a.C., en el desierto junto a la frontera con Irak”. “Era cuando hacíamos viajes de 48.000 kilómetros ida y vuelta, sin prisas, comprando lo que nos gustaba. Empezamos con las típicas piezas pequeñas de mercadillos y luego fueron creciendo de tamaño porque las traíamos en coche”, añade Forcada.
En una época sin internet, ni móviles, ni GPS, tiraban de mapas, aunque a veces aparecían otros guías peculiares. “La gente que venía de vuelta de la movida hippie, que habían cogido un autobús, el Magic Bus, en Londres, que por 100 dólares te llevaba a Katmandú (Nepal). Ellos te indicaban el estado de las pistas para llegar a la India”, apunta Indo mientras señala unos collares y marfiles comprados en Delhi, del pueblo naga, “de los últimos cortadores de cabeza, en la frontera con Birmania”.
Entre lo más llamativo está una colección de siete thankas, coloridas pinturas budistas sobre tela, “enmarcados con brocados de hilos de oro, que creemos son del XVIII y recibieron los halagos del comisario de una exposición que hubo en Barcelona sobre estas piezas”. Forcada recuerda que la visita de unos monjes tibetanos a San Sebastián fue la ocasión propicia para enseñárselos. “Les preparamos litros de té y frutos secos, pero lo que se bebían eran las coca colas y la tortilla de patata. Eso sí, se pusieron frente a los thankas y empezaron a entonar los típicos cantos... ¡oooommmmm! ¡Qué bonito!”.
Unas telas indias profusamente decoradas, de casi dos metros de largo, “son horóscopos que les hacían a niños recién nacidos”, dice Indo. Cuanto más pudiente fuera la familia, mejor futuro se le pintaba al bebé. A unos metros, una vitrina con un conjunto menos delicado: “Son cuchillo kukris, que los gurkhas [pueblo nepalí] usaban al servicio del ejército inglés en las guerras”. Se dice que los miembros de este batallón eran capaces de cortar la cabeza de un tajo a los alemanes en la II Guerra Mundial. También se les empleó en la guerra de las Malvinas.
Cada pieza atesora una historia que podrían haber vivido Danny Dravot y Peachy Carnehan, los protagonistas de El hombre que pudo reinar, de Kipling. “Este cráneo de cabra con dibujos y los cuernos tallados lo encontramos al lado de un chorten [construcciones funerarias] en Nepal. Cuando alguien llega a ellos, en los altos de los pasos de montaña, deposita algo para dar las gracias, como esta pieza, que ahuyenta los malos espíritus”. Forcada muestra otras dos piezas entre cristales, “unos pergaminos pintados para el teatro de sombras del sur de la India”. “Los ponían detrás de una tela y con una luz proyectaban las sombras para contar historias”.
Los ojos del visitante se van a varios pequeños pares de zapatillas chinas, del siglo XIX, para “pies de loto”. Así se llamaban los muñones en que se convertían las extremidades por la costumbre de vendárselos a las niñas para que no les crecieran. “Era por un tema erótico, al no poder apoyar bien se movían a pasitos y ese movimiento excitaba a los hombres”, apunta Indo.
Les siguen hoces de Camboya, con el mango de madera tallado con cabezas de serpiente; un altar portátil indio en el que se van abriendo puertas hasta llegar a dos figurillas de dioses… y un rosario de objetos que se colocaban encima o junto a las tumbas, por ejemplo, en Madagascar. “Estos proceden de un pueblo que tenía la costumbre de sacar al muerto de la tumba cada cierto tiempo, le quitaban las telas en que estaba envuelto, se emborrachaban y lo paseaban bailando, hasta que volvían a enterrarlo. Un ritual que se prohibió por la transmisión de enfermedades”.
Tras todos estos recuerdos, llega el momento de la reflexión, de pensar qué sucederá con su colección. “No queremos venderla por piezas. Nos gustaría que alguna administración o institución se la quedaran, en usufructo en principio, y luego definitivamente”, remarca Indo. Por allí han pasado varias autoridades... “Cuando vienen se quedan maravillados y dicen: ‘Hay que abrirlo al público, hay que enseñarlo... y todo se queda en que ya se hará”, se lamentan.
¿Qué les ha enseñado tantos viajes y culturas? “A la gente hay que dejarla donde está, con sus costumbres y que hagan lo que quieran. Déjalos en sus poblados en paz”, afirma Indo. ¿Es ese el secreto para no haber tenido ni un altercado? Su compañero completa: “Nunca nos han echado de ningún lugar... Eso sí, por las noches no nos íbamos por ahí porque en algunos países podía ser peligroso, aunque la razón era, sobre todo, que estábamos tan agotados que lo importante era descansar para seguir descubriendo paisajes y rincones impresionantes”.