Matar la muerte

La cultura no debería ser una nota al pie de página en nuestras vidas, algo que sobra cuando nada falta. Deberíamos dejar de ir a los mercadillos, dejar de enzarzarnos en los hemiciclos, apagar más a menudo las pantallas y leer, ver y escuchar para volver a la vida

Una mujer observa una obra en CaixaForum Barcelona, el 15 de febrero.Enric Fontcuberta (EFE)

Los ministros duran apenas un telediario. No valen para la lidia: no saben matar la muerte. Pero ellas, las obras, perduran, ellas sí que entran en el ruedo del tiempo y a veces triunfan, se hacen inmortales. No necesitan tributar, pagar el peaje de los algoritmos, encajar en las redes, ni tampoco tropezarse con toda la chatarra que abunda, móviles, ordenadores, tabletas, piruletas, cada vez más fugaces.

El poeta francés ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Los ministros duran apenas un telediario. No valen para la lidia: no saben matar la muerte. Pero ellas, las obras, perduran, ellas sí que entran en el ruedo del tiempo y a veces triunfan, se hacen inmortales. No necesitan tributar, pagar el peaje de los algoritmos, encajar en las redes, ni tampoco tropezarse con toda la chatarra que abunda, móviles, ordenadores, tabletas, piruletas, cada vez más fugaces.

El poeta francés Christian Bobin, que acaba de tropezar en la alfombra, de dar con el grandullón que nos tragará a todos, seguía escribiendo a mano, incluso en este siglo XXI. Nunca se dedicó a teclear, ni tampoco a enviar mails. Pero ahora su obra está ahí, ha comenzado a crecer, como la de Julián Marías, como la de Joan Margarit, de este otro lado de los Pirineos. La libanesa Etel Adnan tampoco se ha codeado con el aparatoso mundo y ahí siguen sus lienzos, más coloridos, más vivos que nunca, codeándose con los de su querido Vincent van Gogh.

El escritor francés Christian Bobin, en 2011.Ulf Andersen (Getty Images)

Todos ellos, pues, están más vivos que muertos: han matado la muerte. Y la buena noticia, que no deja de sorprender, es esta: este milagro está al alcance del primero que se nos cruza por la calle. Sale barato, apenas un puñado de billetes, ni siquiera. Se necesitan millonarios, muchos cohetes para extraerse de la gravedad de la tierra, pero casi nada para vencer, para domar el tiempo. Solo un par de latigazos, un libro, un lienzo, una partitura basta y el león deja de rugir. Y así, de pronto, estamos, de vuelta, en el Siglo de Oro, o corriendo por los montes, como en un romancero gitano.

El turismo del espacio es, por ahora, solo para un puñado de billonarios bravucones, de los que patalean como niños rabiosos, de los que quieren todavía más. Pero cada lectura, cada lienzo, cada sinfonía, está a la vuelta de la esquina, al alcance de cualquiera que se lo proponga. Basta con leer una novela, de las grandes, basta con plantarse delante de un velázquez, para levitar en el cielo. No se necesitan rampas de lanzamiento costosas ni aparatosas. Los embarcaderos los tenemos al lado, en nuestra mesita de noche, ahí, del otro lado de la acera, en esas casonas que llamamos museos y que todavía abundan en esta vieja, repleta, Europa.

Y los demás lo saben, por eso en Abu Dabi o en Doha hacen salir de tierra, de la arena, de la nada, media docena de museos, acuñados, estampados, porque ese sello es el único nombre que dejaremos atrás. Por eso los jeques en los Emiratos construyen esos templos a puñados, los siembran a diestra y siniestra, en medio del desierto, quizás para eso, para llenar esa nada, ese vacío, ese desierto que llevamos dentro. En Francia, los presidentes se esmeran también para ser monarcas, para dejar huella más allá de sus mandatos, por eso mandan construir bibliotecas con sus nombres. Sí, esos mismos cubos donde, todavía, algunos, muy cabezudos, se empeñan en meter libros, de los de verdad, de los que nunca escucharás hablar en un telediario en España, ni leerás en ninguna primera página, ni harán el titular de ningún periódico, por muy serio que sea.

Un hombre camina por el Louvre de Abu Dabi, el primero de los tres museos que abrirán sus puertas al público en Saadiyat Island.Kamran Jebreili (AP)

Libros de los que no titubean, de los de para siempre, de los de como nunca. De los que hacen que, a veces, tu propia vida te parezca, pues eso, más digna, más llena, como si también, de pronto, de repente, hubiese valido la pena vivirla. Cuando arranca un Céline, o un Camarón, ya sabemos dónde estamos, en qué mundo vivimos, y esa gloria no se acaba incluso cuando terminó, se queda en nosotros, manchando como el tanino. Los libros son a veces eso, pólvora, dinamita, los enciendes en la primera página y la mecha arde, te hace volar, te descuelga un instante del mundo, para luego, al recaer, habitarlo de nuevo, siendo algo mejor que cuando lo empezaste. Inventan mundos, hacen que el realismo se vuelva mágico y que la magia se haga, a veces, más que real.

Aquí no hay botón del pánico que valga, por mucho que aprietes, por mucho que cambies la contraseña, por mucho que te olvides. Ellos, los libros, harán que no te salgas con la tuya. Sobre todo, harán que la vida no sea del todo un oxímoron, que la pequeña música de todos los días no sea solo eso, ruido, dodecafonía, chatarra. Y ahí están ellos, con sus lienzos, con sus tablaos, con sus réquiems, con toda su artillería, toda su inteligencia, su emoción. De pronto entramos en Macondo, de pronto nos topamos con la Maga, o somos Julia, o somos el que lee estos versos de José Agustín Goytisolo: “La vida es bella, ya verás, / como a pesar de los pesares / tendrás amigos, tendrás amor. / Un hombre solo, una mujer / así tomados, de uno en uno / son como polvo, / no son nada”.

Cada uno debería tener su biblioteca íntima, su capilla ardiente en el pecho, en la retina. La cultura no debería ser una nota al pie de página en nuestras vidas, algo que sobra cuando nada falta. Deberíamos dejar de ir a los mercadillos, dejar de enzarzarnos en los hemiciclos, apagar más a menudo las pantallas, dejar de sangrar así, por todos los costados, deberíamos dejar de morir a fuego lento. Una novela no es solo una intriga, una trama, es algo más, es sobre todo estilo. Un lienzo no es solo lo que representa sino como se presenta, su arte está sobre todo en el trazo.

Si escribir, pintar, componer, es otra manera más para volver a la vida misma, entonces leer, ver, escuchar, es también eso, vivir más, vivir mejor, vivir a secas. Las obras, las artes, cuando son grandes, te hacen despegar a la vertical, te tumban, te levantan. A menudo, ellas nos ayudan a ser menos fantoches, menos burlescos, o machotes, e incluso despistados, maniatados, poco libres. Nos obligan, al contrario, a no hincar la rodilla, a no darnos por enterados y entender que la vida era eso, que iba en serio, que cada día era una vida.

Javier Santiso es escritor y editor, ha fundado la editorial La Cama Sol. Su último libro publicado es una novela en torno a la vida de Camarón de la Isla, ‘El sabor a sangre no se me quita de la voz’, Madrid, La Huerta Grande, 2022. Es consejero de PRISA, editora de EL PAÍS.

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo

Más información

Archivado En