“Macarra y genuino”: David González, la muerte del poeta maldito que descubrió la escritura en la cárcel

El escritor, iniciado en la poesía mientras cumplía condena por robo a mano armada, había transitado la senda del realismo sucio. En 2016 anunció que se iba a quitar la vida a base de drogas y alcohol. Al final se lo llevo el cáncer

El poeta David González en la presentación de su libro 'La venganza del inca', una antología que seguía la presencia de la cocaína en la poesía contemporánea.EDUARDO ABAD (EFE)

David González (San Andrés de los Tacones, Gijón, 59 años) empezó a escribir cuando ingresó, entrado apenas en la veintena, en la cárcel gijonesa de El Coto, condenado por participar en un robo a mano armada. Entró atracador y, tres años después, salió poeta. Era lo más parecido a un poeta maldito que la literatura española ha dado en las últimas décadas. Él, de hecho, se sentía maldito y, como tal, practicaba el malditismo. Nada más maldito que morirse: su vida terminó el lunes en su ciudad natal, víctima de un cáncer de esófago. Su último poemario, ...

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David González (San Andrés de los Tacones, Gijón, 59 años) empezó a escribir cuando ingresó, entrado apenas en la veintena, en la cárcel gijonesa de El Coto, condenado por participar en un robo a mano armada. Entró atracador y, tres años después, salió poeta. Era lo más parecido a un poeta maldito que la literatura española ha dado en las últimas décadas. Él, de hecho, se sentía maldito y, como tal, practicaba el malditismo. Nada más maldito que morirse: su vida terminó el lunes en su ciudad natal, víctima de un cáncer de esófago. Su último poemario, La canción de la luciérnaga (Páramo), que suena a despedida, se había publicado solo unos días antes.

González creó escuela dentro de la corriente del realismo sucio, con influencias de escritores como Charles Bukowski, John Fante o los miembros de la Generación Beat, todos ellos especialistas en tratar los aspectos más crudos de la existencia, paseando por el lado salvaje al que cantaba Lou Reed, sin aplicar vendas al lenguaje. “Aplicó a su poesía la misma intensidad que aplicó a su vida. La mejor definición de David está en sus poemas, en ellos se muestra tal como es: descreído, pesimista y nada complaciente, pero al mismo tiempo dotado de una clarividencia y una ternura que convierten muchos de sus poemas en puñetazos que impactan directamente en el estómago del alma”, dice el escritor Miguel Barrero, director de la Fundación Municipal de Cultura de Gijón. Según señala Barrero, pese a ocupar un espacio marginal en el canon, concitó la atención y el reconocimiento de un buen número de lectores.

En sus poemarios presumía de abrir su vida en canal y contarla tal cual, sin distancias entre el yo poético y el yo real, si es que tal cosa existe, de modo que subtituló alguno de sus libros como poesía de no ficción. “Fue el último poeta maldito de una estirpe restringida ―porque poeta se es, no se elige ser―, repudiado por la oficialidad, marginado en los ambientes poéticos de su propia ciudad y del resto del Estado, encabezó desde siempre (y en la clandestinidad a la que aboca el hambre) ese movimiento que defiende la poesía a pie de barricada, de celda, de corazón”, dice Pepo Paz, su editor en Bartleby, donde publicó cuatro poemarios: Sembrando hogueras (2001), Anda, hombre, levántate de ti (2004), Algo que declarar (2007) y Loser (2009). Fue incluido en numerosas antologías y dirigió Zigurat, la colección de poesía del Ateneo Obrero de Gijón. Su obra poética es mucho más extensa ya que, como recuerda Paz, “tenía una gran voracidad creadora que le llevaba a publicar de manera compulsiva”.

Pese a ocupar un espacio marginal en el canon, concitó la atención y el reconocimiento de un buen número de lectores

“David era el Poeta, así, con mayúsculas”, dice su amiga la poeta Ana Pérez Cañamares, “nunca he conocido a nadie que se entregara de esa manera a la poesía; su relación con ella era insobornable. No en vano le había salvado la vida, o mejor dicho, le había salvado de otra vida”. Le recuerda macarra y genuino, apegado a su tierra, yendo de tercios de cerveza y comiendo sardinas por Cimadevilla, el antiguo barrio de pescadores de Gijón donde creció y al que sus historias parecían asociadas. Pérez Cañamares fue introducida por González en el mundillo poético y le correspondió con gratitud, y también con honestidad: “Más de una vez le dije que se cuidara del personaje, que él era más que el poeta maldito que todos seguíamos y admirábamos. Que quizá necesitaba parapetarse en sus botas de pitón, sus tatuajes, su sombrero, su halo de autodestrucción; pero su poesía tenía valor por sí misma, sin necesidad de poses ni de accesorios”.

Disciplina lectora

El haber frecuentado la noche y los ambientes delincuenciales no fue óbice para que el poeta fuera tremendamente disciplinado a la hora de escribir (aunque la noche anterior hubiera sido una farra kilométrica), muy generoso con otros poetas y un intenso lector con intereses variados. En una de sus últimas publicaciones en Instagram enumeraba sus lecturas y relecturas: Dublineses de James Joyce, Hambre de John Fante, tres novelas de la reciente Nobel Annie Ernaux, Inyección letal de Fernando García Magdalena o un poemario de Pedro Teruel y otro de Fermín Herrero, entre otros. “Desde que salí del hospital, hace 20 días, estoy leyendo más que nunca”, decía en el vídeo, visiblemente consumido por el carcinoma. Esos vídeos, que publicó en redes en sus últimos tiempos, tras anunciar su enfermedad en septiembre (diagnosticada demasiado tarde, después de sufrir durante meses unos dolores cervicales que lo atormentaban), son un retrato sobrecogedor del poeta que muere, y dan también idea de lo cotidiano que es morirse, pasando los últimos días leyendo en el sofá, con un jersey colorido, acompañado por un oso de peluche y un ordenador portátil. Escribir, decía, era su mejor forma de luchar contra el cáncer. “Le tengo a la muerte un miedo que te cagas”.

Algunos años antes, en 2016, en un ‘post’ de Facebook, González anunció que, harto de la vida, planeaba iniciar una espiral de autodestrucción

Algunos años antes, en 2016, en un post de Facebook, González parecía más proclive a morir. Anunció que, harto de la vida, planeaba iniciar una espiral de autodestrucción. “Siete y cuarto de la mañana. Acabo de llegar a casa. Dos días sin dormir. Uno sin comer. Salvo una caja entera de Rubifén, no sé cuántos gramos de speed y alcohol de todas las especies y en cantidades industriales. Sí, a qué engañarte a ti o engañarme a mí: la vida o lo que sea me ha vencido, me ha derrotado en toda regla, así que ahora voy a invertir mi tiempo y mi dinero (cuando lo tenga) en autodestruirme. Pero pasándolo lo mejor que pueda, es decir: drogas, mujeres, dobletes y tripletes y así hasta que el cuerpo ya no aguante…”. En una entrevista con El Confidencial se reafirmó en su deseo de cometer una especie de “suicidio pasivo”, molesto, también, porque su poesía, aunque respetada en el mundillo, no hubiera llegado a un público mayor y hubiera obtenido un reconocimiento más grande. “La vida ya no tiene más que ofrecerme”, dijo entonces, “estoy, como digo en uno de mis poemas, solo, pobre, enfermo y desorientado”.

Finalmente, lo que se llevó al poeta fue el cáncer de esófago. Su último libro, aparecido alrededor de una semana antes de su muerte, es La canción de la luciérnaga (Editorial Páramo), centrado en los detalles de la enfermedad y la cercanía del fin, que, como observa González, tiene muchas similitudes con el fin de su padre, a base de parches de fentanilo y píldoras de morfina.

“Sacamos el poemario muy rápido, de manera un tanto apresurada, porque conocíamos la situación y queríamos que David pudiera verlo publicado”, dice el editor Javier Campelo; “no era cuestión de meterle en una lista de espera”. Cuando González amenazaba con dejarse morir atrapado en las fricciones de la noche, años antes, también pretendía dejar un poemario póstumo guardado en un cajón. No se sabe si existe ese cajón con un poemario dentro, pero todo indica que el texto final es el que acaba de ver la luz. “Este poemario es un testamento, una despedida”, dice Campelo. Los últimos versos del último poema lo confirman: “Solo la muerte, repito, / tiene la última palabra. // La palabra / que cierre / el último poema. // Fin.”

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