La culpa la tiene Peter Orner
Los libros del escritor alimentan en mí la idea de buscar un local devastado, empuñar un mazo y derribar tabiques para poder grapar al bastidor una gran tela en la que pintar con las manos y descubrir quién soy mirando ese tejido
Aunque mis alumnas y yo estemos en habitaciones separadas, sé qué hace cada una de ellas en cada momento: una traza una línea limpia con la punta de acero sobre la plancha de cobre recién barnizada, otra enciende la mesa de luz y se dispone a voltear manualmente una imagen, una tercera se agobia con las primeras pruebas de estado y apaga la estufa porque ya no siente frío. Pero ha llegado un libro a mis manos y una cosa, que hace nada no existía, ha empezado a ocupar espacios a golpes, a desestabilizarlo todo. El libro no me acompaña únicamente al lavabo o a la cama, no solo camina conmigo dur...
Aunque mis alumnas y yo estemos en habitaciones separadas, sé qué hace cada una de ellas en cada momento: una traza una línea limpia con la punta de acero sobre la plancha de cobre recién barnizada, otra enciende la mesa de luz y se dispone a voltear manualmente una imagen, una tercera se agobia con las primeras pruebas de estado y apaga la estufa porque ya no siente frío. Pero ha llegado un libro a mis manos y una cosa, que hace nada no existía, ha empezado a ocupar espacios a golpes, a desestabilizarlo todo. El libro no me acompaña únicamente al lavabo o a la cama, no solo camina conmigo durante el breve trayecto que une el taller y la casa, también me distrae en el trabajo, mientras me ducho, en el tiempo que dedico a pelar una patata.
Es muy probable que las alumnas que cortan papel en la habitación de al lado empiecen a pedirme explicaciones. La culpa la tiene Peter Orner. “En Al faro oímos el vaivén de las olas”, escribe. Y yo, de estar alerta a cada ruido del taller, he pasado a no escuchar nada más que la cadencia que construye el autor con las palabras. Me río con él a carcajada limpia y me planteo bajar al garaje en el que trabaja para pedirle que salga a airearse, que coja su coche y se acerque al mar, que observe el vaivén de las olas. Pero voy a la librería y recupero Al faro. No recordaba que contuviera tanta pintura y agradezco tenerlo de nuevo en mis manos. Imagino a Virginia Woolf observando a su hermana, la pintora Vanessa Bell, para crear al personaje de Lily Briscoe.
Me enfundo el cuerpo del personaje y limpio los pinceles con un trapo viejo, “uno por uno, con gestos deliberadamente caseros”. Después miro mi pintura y me dan ganas de echarme a llorar por lo terrible de mi creación. Mi pintura es mala, muy mala. Podría haber trabajado más en la línea de las imágenes que gustan, pero solo puedo pintar lo que veo. También a mí me duele —y me eleva y me da placer— aquello que sucede sobre la tela, aunque alguien pueda pensar que no merezco ser tomada en serio. Como a Lily Briscoe, también a mí me resulta odioso jugar a que pinto, y en ocasiones comparto la idea que la autora pone en su boca: “No se puede jugar con un pincel, una de las pocas cosas serias que quedan en este mundo de contiendas, catástrofes y caos”. Por el momento, jugaré con otra cosa.
Leyendo ¿Hay alguien ahí?, una solo quiere pintar y olvidarse de lo que pueda pensar el mundo. Orner reflexiona sobre ficción y algoritmos, expone sus penurias sobre una mesa áspera y nudosa e invoca a nuestros muertos. Dispone el escenario con cuidado, coloca bien los focos e ilumina con cuidado una revelación: “Es un cuento en el que no pasa nada, pero todo cambia”. La conclusión llega después de escribir el nombre de la escritora estadounidense Eudora Welty. Quizás no lo sabe, pero el autor explica la disciplina de la pintura con rigor y pasión, reventando la inmediatez y el cacareo. “Al faro abraza el trabajo creativo en sí mismo, sea bueno, malo o regular, como el único camino posible”, escribe.
Acompañar a Lily mientras entiende que a pesar de todo solo puede seguir pintando porque poca cosa más se puede hacer (porque la única manera de honrar lo perdido es intentar fijarlo “de la manera que sea”), alimenta en mí la idea de buscar un local devastado que a nadie le sirva, empuñar un mazo y derribar tabiques para poder grapar al bastidor una gran tela. Abordarla primero con paletinas muy anchas, después con pinceles y barras de óleo. Mezclar la materia con un poco de aceite de linaza. Desplazar la pintura húmeda sobre la tela con las manos, con paletinas de cerdas suaves, jugar con la inclinación de la tela y sentarme paciente a observar cómo se desliza la masa en una caída vertical. Deseo que la experiencia permanezca en la intimidad del lugar donde quedan las cosas difíciles de nombrar. Quiero descubrir quién soy mirando una tela.