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La obra de Proust es tan descomunal que no deja espacio para su autor, el cual se empequeñece hasta tomar el tamaño de un ratón

Marcel Proust.Heritage Images (Getty Images)

La obra de Proust es tan descomunal que no deja espacio para su autor, el cual se empequeñece hasta tomar el tamaño de un ratón. Lo mismo decía Kafka sobre sí mismo, que siempre menguaba porque quería pasar inadvertido. De modo que la persona de Proust, del ciudadano, quedó en segundo término durante muchos años. Yo diría que hasta los dos volúmenes de la biografía de...

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La obra de Proust es tan descomunal que no deja espacio para su autor, el cual se empequeñece hasta tomar el tamaño de un ratón. Lo mismo decía Kafka sobre sí mismo, que siempre menguaba porque quería pasar inadvertido. De modo que la persona de Proust, del ciudadano, quedó en segundo término durante muchos años. Yo diría que hasta los dos volúmenes de la biografía de Painter que publicó el Mercure de France en los años sesenta, nadie había tomado en serio al personaje. Ahora es lo contrario, hay tal cantidad de estudios biográficos sobre Proust que puede resultar abrumador. Mi favorito, de todos modos, es Proust’s way, de Roger Shattuck, que tiene ya más de veinte años.

Tampoco él mismo se tomaba demasiado en serio como ciudadano. En la primera mitad de su vida se convirtió en testigo de sí mismo, o quizás en detective en sentido baudeleriano, como husmeador de los hogares burgueses de París, más algunos nobles, aunque no muy nobles. Su sociedad le tenía por un petimetre sin sustancia, un esnob sin el menor fluido vital o intelectual, un adorador de condesas y halagador de celebridades como Anna de Noailles.

De ahí esas fotografías que aún hoy nos horripilan, como una en la que figura arrodillado a los pies de un banco con una raqueta de tenis, simulando que toca la guitarra ante unas muchachas en flor. Era justo el tipo de carácter que él quería dar a conocer y tras el que se escondía. Hasta muchos años más tarde nadie supo que en aquellas ridículas exposiciones públicas estaba recogiendo datos, documentos, imágenes, caracteres, que luego irían haciendo crecer La Recherche.

Porque ese es el contenido del tiempo perdido, el de los miles de horas que quemó en su frívola juventud usando palabras huecas y gestos estúpidos con gente sin el menor interés y que además le despreciaba. No obstante, él sabía que ese material llegaría un momento en que cristalizaría o cuajaría en una materia distinta y portentosa: la vida de todo el mundo. Algo así como la Ilíada y la Odisea de cualquiera.

Para escribir ese monumento colosal llegó un día en que decidió encerrarse en una habitación forrada de corcho y comenzar a transformar milagrosa, divinamente, toda la basura social en una construcción grandiosa que redimiera nuestra insignificancia. Así, aquel hombrecillo ridículo se convirtió en un dios creador, uno de los mayores artistas que ha conocido el mundo y sólo comparable a los máximos, a Sófocles, a Shakespeare, a Cervantes, a los inmensos inventores de la condición humana.

Escondido siempre detrás de un disfraz de estúpido social, más tarde encerrado en la habitación insonora, parapetado durante toda su vida tras una enfermedad obsesiva y neurótica que le permitía saltarse todas las leyes y reglas de la educación burguesa, es muy difícil llegar hasta el Proust real, al auténtico, el de carne y hueso. Pero hay un camino desviado, un recurso, que es su correspondencia. Como buen escriba compulsivo, se conservan más de 8.000 cartas de Proust. Tarea inmensa y singular ha sido la de Estela Ocampo, la cual ha recorrido ese océano epistolar un par de veces y ahora nos ofrece una selección perfecta en 180 estampas y muy buena traducción de José Ramón Monreal (Acantilado). He aquí el camino subterráneo, que no es el de Swann ni el de Guermantes, y que permite palpar la piel, sin duda fría y sudorosa, de nuestro escritor favorito.

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