Comer y no comer

La octava entrega de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, cuenta por qué un mundo que podía alimentar a todos toleraba 1.000 millones de hambrientos –y cómo comían los demás

Un dueño de un puesto de comida callejero vende gambas y cangrejos en Colombo (Sri Lanka), en noviembre de 2022.NurPhoto (via Getty Images)

Hablar de la alimentación en el mundo en el año 2022 es, antes que nada, una falacia: no había entonces una conducta alimenticia unificada sino tres grandes sectores que comían de formas tan distintas. Si bien las desigualdades de aquel mundo se percibían en todos los terrenos (ver cap.3), quizá ninguno las mostraba con tanta crudeza como ese ejercicio repetido, indispensable, ineludible, que llamaban comer.

Y que era un proceso tan distinto para cada uno de esos tres grandes conjuntos. En el primero se situaban más de 2.000 millones de personas que no estaban seguras de conseguir al dí...

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Hablar de la alimentación en el mundo en el año 2022 es, antes que nada, una falacia: no había entonces una conducta alimenticia unificada sino tres grandes sectores que comían de formas tan distintas. Si bien las desigualdades de aquel mundo se percibían en todos los terrenos (ver cap.3), quizá ninguno las mostraba con tanta crudeza como ese ejercicio repetido, indispensable, ineludible, que llamaban comer.

Y que era un proceso tan distinto para cada uno de esos tres grandes conjuntos. En el primero se situaban más de 2.000 millones de personas que no estaban seguras de conseguir al día siguiente todo lo que necesitaban —y, entre ellos, 900 o 1.000 millones que sabían que no. En el segundo, más de 3.000 millones que ingerían suficientes calorías con dietas muy básicas y repetidas. Y, en el tercero, más de 2.000 millones de personas que comían mejor que nadie en la historia hasta entonces.

El sector intermedio era, entonces, el más numeroso —gracias a la incorporación reciente de cientos de millones. Eran sobre todo chinos, indios y demás asiáticos —que habían pasado mucha hambre antes del desarrollo de sus países—, una parte de los africanos y latinoamericanos, unos pocos europeos. Eran los que podían estar más o menos seguros de que recuperarían cada día su gasto de energía —alrededor de 2.000 kilocalorías, según los lugares y las actividades— comiendo, en general, sin pretensiones: como un paso necesario para seguir adelante, como quien recarga.

Eran ellos los que hacían que tres cuartos de la comida consumida en el planeta en esos días fuera arroz, trigo o maíz; solo el arroz era la mitad de todo lo que los 8.000 millones de humanos tragaban cada día. Y, aunque sus dietas cambiaban mucho según las regiones, la mayoría seguía comiendo como habían comido sus ancestros durante siglos, cuando lo conseguían: una base de hidratos de carbono habitualmente cocidos y completados a veces, sobre todo en las grandes ocasiones, con un trocito de alguna proteína animal, terrestre o acuática según la geografía. Sus comidas solían consistir en ese solo plato, consumido con palitos o cuchara o tenedor o —sobre todo en la India— con la mano; a veces se cerraba o se abría con alguna fruta. Bebían, generalmente, agua; con suerte, una cerveza o un jarabe. Su dieta era escasa en variaciones, repetida; solo cambiaba en las grandes ocasiones comunitarias o personales, donde solían preparar algún plato más complejo y más caro que la tradición local consideraba parte de su acervo: la comida de fiesta.

Colegialas comen a mediodía en una escuela gubernamental en Srinagar (la India), el 15 de octubre de 2022.Anadolu Agency (via Getty Images)


Por encima de ellos, el sector privilegiado estaba compuesto por las mayorías de los países ricos y las minorías ricas de los países pobres: el MundoRico manducaba a su manera. Entre esos 2.000 millones de personas había muchas que comían como nunca nadie había comido antes. La razón era simple: sus mercados, según las listas y las imágenes que todavía subsisten, eran verdaderos emporios donde se acumulaban productos de todos los rincones del planeta en cantidad y calidad y variedad inéditas. Para ellos las estaciones y las fronteras no existían: por primera vez, un funcionario belga o un comerciante indio podían comprar uvas o cordero lechal o salmón durante todo el año, más allá de climas y lugares y demás condiciones. En muchos de estos mercados los quesos eran franceses, las piñas panameñas, el café keniata, la mermelada inglesa, las aceitunas griegas, las naranjas israelíes, el vino chileno, las sardinas portuguesas, el arroz tailandés, la vaca argentina, el ron guatemalteco, el tomate español, el chocolate suizo y la cajera emigrada. Era el resultado de un mercado internacional de los alimentos dedicado a proveer a esos sectores que, así, se apropiaban de una parte decisiva de la riqueza alimentaria mundial. Para ellos, comer era comerse el mundo.

(La banana que merendaba un chico alemán de abuelos turcos en Munich podía haber sido cosechada en una finca privada cerca de Guayaquil, donde habría sido producida con mano de obra campesina muy barata y los mejores abonos y un gran esfuerzo por respetar los criterios europeos —frutas de un color y tamaño uniformes sin el menor rasguño— y lavada y tratada para detener su maduración y empacada con una serie de etiquetas biopurafair y embutida con otras miles en un container y enviada en un camión hasta el puerto donde sería embarcada en un vapor que, en un mes o dos, la llevaría hasta el puerto de Hamburgo donde el container sería cargado en otro camión que lo llevaría hasta un gran depósito a temperaturas bajo cero donde la conservarían sin madurar el tiempo necesario para esperar que un mayorista comprara su partida y se la llevara a sus propias instalaciones, donde la metería dos días en una cámara de gas para reactivar el proceso de maduración y vendérsela a una cadena de supermercados que la recibiría en sus depósitos centrales de la región y a su vez la distribuiría en sus comercios. Allí la madre del chico la compraría y se la daría para merendar, en cualquier estación del año y a 10.000 kilómetros de su lugar de origen, gaseada, multiplicado su costo original por diez o quince.

La cantidad de intermediarios y de procesos que incluía esa banana —explotación de campesinos, producción agraria modernizada, red de transportes y caminos terrestres, desarrollo de la industria naviera, técnicas de crioconservación y maduración artificial, oligopolio de las grandes cadenas, préstamos bancarios— es una muestra muy menor de las complejidades de aquel mundo que, visto desde aquí, mirado desde ahora, nos puede parecer tan simple.)



Ese sector privilegiado tenía un esquema de ingestas bastante uniforme: por la mañana comían algo que solía ser igual todos los días, más del lado del pan en Occidente y del porridge en Oriente, con alguna infusión y si acaso algún jugo de frutas; al mediodía comían algo más copioso y salado que podía incluir dos o más platos distintos y, en principio, debía variar a diario; igual que a la noche, cuando repetían la fórmula del mediodía o la alivianaban con la esperanza de dormir mejor. En ambos casos, era habitual que terminaran sus ingestas con una golosina o una fruta —pero nunca al revés: el salado siempre primero, el dulce después.

Sus platos habituales producían una inversión inverosímil: en lugar de los clásicos hidratos con algún agregado de proteínas animales, lo “normal” consistía en un buen trozo de proteína animal —terrestre o acuática— acompañado por hidratos o verduras: un bife con ensalada, una presa de pollo con arroz, un pescado frito con patatas. Esa configuración, que nunca antes se había practicado, necesitaba la muerte de tantas bestias que desequilibraba todo el sistema.

Y bebían durante las comidas. Era una moda de la época pero se consideraba una costumbre tradicional —y sin embargo la idea de beber al comer era reciente: durante milenios, las personas bebieron antes o después de sus manducaciones. Esas bebidas podían ser fermentadas —cerveza o vino, más que nada— o esa otra plaga del siglo XX: las bebidas que incluían unas burbujas, efecto de otro gas que también les inyectaban. Algunas de esas bebidas burbujeantes se presentaban como un símbolo de la época: un jarabe oscuro y dulzón y pegajoso que llamaban cola, por ejemplo.

Un buffet libre en el barrio de Chinatwon, en Londres.Mike Kemp (via Getty Images)


En ese sector, las distintas comidas tenían sus lugares, con sus funciones y tabúes. Si bien era común que se desayunase en las cocinas, era como un descuido que allí se comiera o cenara: según el tipo de ingesta, la comida y la cena se consumían alrededor de la mesa o frente a aparatos como el televisor (ver cap. 2). El alcohol destilado, por ejemplo —que entonces se trasegaba en grandes cantidades—, era cosa del salón; una bebida alcohólica en el baño era impensable, en el cuarto era señal de secretismo o adicción, en la cocina un apresuramiento tolerable.

Las comidas de mediodía o noche, además, funcionaban como un lubricante social importante: solían realizarse en compañía. Cuando no producían el “encuentro familiar” se usaban como recurso para aceitar “negocios” o “romances”. Para satisfacerlos se desarrolló una industria importante: la mayoría de las ciudades ofrecían docenas de negocios de comidas de diferentes lugares del mundo; la “comida local”, entendida como comida tradicional y propia, cedió su sitio a una comida que podía llegar desde los sitios más variados. Comer, en esos tiempos y lugares, solía conjugarse con un adjetivo nacional: comer chino, comer peruano, comer italiano, comer indio.



(Comer era la ceremonia social por excelencia: un encuentro sin comida de por medio era un encuentro de segunda clase. Se esperaba que cualquier ocasión importante —una “boda”, una graduación, algunos cumpleaños, algún éxito— fuera señalada con una comida, cuanto más fastuosa mejor, cuanto más original, más cara, más larga, más recordable, mejor.)



Ese sector, que ya era de por sí la élite del mundo, tenía a su vez su propia élite: personas para quienes la comida no era alimentación sino “gastronomía” —entendida como una forma de placer y afirmación social. Comer, para ellos, se transformó en una de las maneras más habituales de mostrar una riqueza nueva, una complicidad: para un nuevo rico era más fácil “saber de comida” que de, digamos, plástica o literatura —y eventualmente más gozoso y más barato y más fácil de exhibir.

Fue entre ellos que sucedió, en esos años, una “revolución” que —en un primer momento— revolucionó poco: un cocinero español emprendió la tarea de disociar el sabor y olor de cada producto de su materia original. En la línea marcada milenios antes por la invención del caldo, aquel hombre quiso romper con la materia y acomodar sus sabores y olores en soportes muy diversos. La idea de la desmaterialización estaba muy de acuerdo con un tiempo en que esa noción empezaba a avanzar en todos los terrenos, pero no terminó de asimilarse. La suya fue una revolución en el territorio de la gastronomía pero tardaría décadas en llegar a serlo en el territorio de la comida. Antes que él, la cocina de los grandes cocineros había sido un foco de creación que después las personas en sus casas imitaban. Los platos del señor español, en cambio, estuvieron pensados —o realizados— con tal grado de dificultad que solo los profesionales podían reproducirlos y, así, mantenían su diferencia y su exclusividad: para comerlos había que pagarles.

(La gastronomía ocupaba tal lugar en el imaginario social de esos países que, en esos años, los cocineros pasaron de ser obreros enchastrados a estrellas rutilantes: se mostraban por todos los medios, explicaban el mundo, predecían los desastres, vendían cualquier producto, ganaban fortunas. Y tuvieron gran éxito programas de televisión que los mostraban elaborando sus platos —en concursos o clases magistrales. Millones los miraban: la cocina había dejado de producir olores y sabores y texturas para dedicarse a producir imágenes. Era otra forma de desmaterialización, otro signo precursor.)



Al mismo tiempo, en la otra punta del sector más comedor, imperaba una forma distinta de comer que llamaron fast food o “comida rápida”. Solía ser más barata y más supuestamente simple; en general se consumía sin instrumentos, pura mano, y sus platos principales habían sido, durante décadas, las hamburguesas —carne de vaca picada dentro de un pan— a la americana y la pizza —queso de leche de vaca sobre un pan— a la italiana, pero en esos años se les habían unido preparaciones de otros orígenes: los bocadillos de carnes y verduras a la turca, los bocaditos de pescados crudos con arroz a la japonesa, las ensaladas rápidas a la ecololó. El mercado del fast food crecía veloz según un modelo repetido: ciertas preparaciones aparecían primero como un exotismo “cool” —una palabra decisiva de la época— y, si funcionaban, se vulgarizaban. En esos días, entre los platos que competían por completar ese proceso estaban los tacos a la mexicana, las empanadas a la argentina, los bao a la vietnamita. Ya sabemos que pasó con todos ellos.

***

Mientras tanto, más de 2.000 millones de personas vivían en ese estado que la moralina de la época llamaba, en su habitual sistema de eufemismos, “inseguridad alimentaria”. Eran, está claro, lo más pobre del MundoPobre: se definía que “una persona padece inseguridad alimentaria cuando carece de acceso regular a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para un crecimiento y desarrollo normales y para llevar una vida activa y saludable”. O sea: alguien que a veces conseguía suficiente comida y a veces no y que, sobre todo, nunca estaba seguro de poder conseguirla. Eran la clase baja del mundo, personas que, según las clasificaciones al uso, vivían con menos de dos euros al día (ver cap.3), cuya supervivencia, por lo tanto, dependía de algún ingreso ocasional o de la beneficencia de los estados o los organismos internacionales. La gran mayoría, como sabemos, estaba en África, Asia y América Latina; unos pocos en Europa, Oceanía y el Norte de América.

Entre ellos se destacaban los más perjudicados: los 900 millones de personas que, según los organismos pertinentes, pasaban hambre. Lo cual significaba que no siempre comían y que, incluso cuando sí, ingerían mucho menos que lo necesario: menos calorías día tras día, menos nutrientes necesarios para desarrollar una vida plena. Según cálculos oficiales de la época, unos nueve millones de personas se morían todos los años por los efectos de esa “subalimentación”. Ya casi no había grandes hambrunas que mataran de inanición a miles o a millones: salvo alguna crisis particular, los mecanismos de socorro conseguían evitarlo. En general sus muertes se debían a enfermedades que habrían sido leves para cualquier cuerpo bien alimentado pero que, para esos organismos débiles, se volvían fatales.

Según las cifras oficiales, el hambre había disminuido en esos años en el mundo. Mirándolas de más cerca se ve que lo que disminuyó fue, sobre todo, el hambre en China; que en el resto del planeta —y sobre todo en África— las cantidades de hambrientos se mantenían. Y crecieron de forma alarmante entre 2020 y 2022: primero lapandemia (ver cap.7) hizo que varias decenas de millones de personas se agregaran al número de los desnutridos; cuando parecía que el virus empezaba a retirarse, la invasión rusa al país entonces llamado Ucrania, gran productor de granos, aumentó en todo el mundo el precio de las materias primas alimentarias —y condenó al hambre a más millones todavía.

Mientras tanto se mantenía también lo que alguien había llamado el “hambre de género”: el hecho de que en muchas de esas culturas estaba claro que, en caso de escasez, los varones tenían derecho a comerse lo poco que hubiera. La regla era antigua y se asentaba en un mecanismo que había dejado de ser cierto: que ellos eran los proveedores de comida y, por lo tanto, si no se alimentaban, toda la comunidad perdería toda chance de hacerlo. Ya no era así: en muchas de esas comunidades las mujeres aseguraban el sustento —y, sin embargo, el privilegio masculino seguía funcionando.

Ucranios hacen cola en Chernihiv (Ucrania) para recibir comida de la ONG AFAT, el 28 de noviembre de 2022.Jeff J Mitchell (via Getty Images)


Al mismo tiempo, se alzaban voces advirtiendo sobre el otro gran problema alimentario de esos tiempos: la obesidad. Los médicos acusaban al aumento exponencial de la gordura por el aumento exponencial de las muertes por problemas circulatorios y de ciertos cánceres muy brutos y de esa gran enfermedad de aquellos tiempos, la diabetes. Ya había, en esos años, una cantidad semejante de obesos que de desnutridos, y algunos autores se entretuvieron con la simetría, suponiendo que el alimento que les faltaba a unos se lo llevaban los otros: que los gordos se estaban comiendo lo que los hambrientos no conseguían comer.

No era cierto: en general los obesos eran los malnutridos —los más pobres— de los países más ricos. El hambre era la malnutrición de los países pobres, la obesidad lo era de los países ricos. En estos países la malnutrición había pasado del defecto al exceso: de la falta de comida a la sobra de comida basura. La malnutrición de los pobres de los países pobres consistía en comer poco y no desarrollar sus cuerpos y sus mentes; la de los pobres de los países ricos consistía en comer mucha porquería y desarrrollar aquellos cuerpos rebasados. Eran los consumidores de una comida más y más basura, que servía para sacarse el hambre a bajo costo: llenar de porquerías el cuerpo lo más barato que pudieran. Los obesos no eran la contracara de los hambrientos: eran sus semejantes.

Cundía entonces cierto pánico: cada vez más científicos decían que muchas comidas industriales basadas en los tres reyes magos asesinos de la industria —grasas, azúcar, sal— producían en el cerebro humano el mismo tipo de adicción que el alcohol o el tabaco. Y que en cinco décadas la comida de los hombres había cambiado más que en los 40.000 años anteriores. Y que en ese lapso el consumo de azúcar se había triplicado en todo el mundo: que había pasado de ser un condimento de lujo a uno barato: el primer refugio contra el hambre. El té de los indios, el mate dulce de los argentinos, la gaseosa de todos eran formas de engañar a la panza, mandarle unas calorías rápidas y poco alimenticias que la mantuvieran entretenida por un rato. Y que esa abundancia de azúcares y endulzantes era la razón de buena parte de esa obesidad, incluidos millones de diabéticos.

Un hombre con sobrepeso come comida rápida.Dominic Lipinski - PA Images (via Getty Images)


Más allá de los sobresaltos citados, el hambre de principios del siglo XXI no estaba causado por ninguna emergencia sanitaria, climática o bélica. La inmensa mayoría no pasaba hambre por una situación extraordinaria, coyuntural: llevaba generaciones y generaciones de comer apenas, porque vivía —como sus padres, como sus abuelos— en un mundo organizado para que algunos tuvieran mucho y otros, en consecuencia, demasiado poco.

La producción global de alimentos estaba estructurada para proveer a los mercados desarrollados, para concentrar en ellos la riqueza alimentaria. En 2020 ya habían pasado tres o cuatro décadas desde ese evento silencioso que fue —según un autor olvidado— “el hecho histórico más importante que la historia no registró”: por primera vez la humanidad fue capaz de producir comida suficiente para todos sus integrantes. Ese mundo, donde vivían 8.000 millones de personas, producía comida que habría podido alcanzar para 12.000 millones y producía, al mismo tiempo, casi 1.000 millones que no conseguían comprar esa comida. En ese mundo no había escasez de alimentos; había abundancia de personas que no podían comprarlos.

El hambre era el resultado del sistema de producción y comercialización de los alimentos. El problema no era técnico; era económico y político. El hambre no era consecuencia de la falta de comida o, como decían los predicadores de lo obvio, de la pobreza: era consecuencia de la riqueza de unos cuantos que se quedaban con todo lo que había. Tantos no comían lo suficiente porque la producción no estaba pensada para que todos comieran sino para que algunos ganaran más dinero.

Los mecanismos de concentración de la riqueza alimentaria eran numerosos y eficaces, y se confundían con la normalidad de aquellas sociedades. Por eso sus efectos eran tan amplios, tan graves. Que el hambre ya no tuviera un origen material —que las técnicas de producción de alimentos estuvieran en condiciones de erradicarlo— lo hacía aun más vergonzoso.

Empleados de una planta industrial seleccionan y separan naranjas en Ganzhou (China).VCG (via Getty Images)


El sistema estaba claro: como tantos alimentos se producían para mercados extranjeros, sus precios se habían globalizado, ya no dependían de las condiciones y los mercados locales sino de los mundiales y, así, los habitantes de los países pobres no podían comprar los productos de sus propios lugares —cuyos precios se definían en bolsas de valores como la que funcionó muchos años en la ciudad de Chicago, Estados Unidos. Allí, empleados de las grandes corporaciones especulaban con las cotizaciones del maíz o la soja o el trigo igual que en cualquier otro casino financiero y conseguían aumentos que no tenían ninguna relación con la realidad de esos productos —pero que, en esa realidad, dejaban a millones sin poder comprarlos.

Para explicar aquella “concentración de la riqueza alimentaria” sirve el ejemplo de un país como era entonces la Argentina, que se dedicaba a producir alimentos que podían nutrir a 400 millones de personas y tenía, aún así, unos cuatro millones de malnutridos, porque sus campos se usaban para plantar soja que se exportaba a China, donde se usaba para engordar chanchos. Los productores, en general, preferían producir lo que vendían mejor, no lo que las personas necesitaban. Esa producción se definía como “riqueza del país” pero era, en realidad, la riqueza de sus dueños y la alimentación de los demás dependía de la distribución —política— de esa riqueza. La fabricación de carne exponía con claridad el mecanismo.

En esos días, para producir un kilo de carne de vaca se necesitaban unos diez kilos de cereal: por decirlo de forma esquemática, cuando un productor tenía diez kilos de cereal podía vendérselos a diez familias que comerían un kilo cada una o a un ganadero que se los daría a sus animales para producir un kilo de carne que vendería mucho más caro a una o dos familias. En la opción carne el productor y sus aliados —la cerealera que exportaba los granos, la naviera que los transportaba, el ganadero que se los daba a sus animales, el mayorista que le compraba la carne, el transportista que la distribuía, el carnicero que la vendía— ganaban más. Y aquellas diez familias, mientras tanto, se quedaban sin comer.

La carne era, entonces, un ejemplo de esta concentración y, al mismo tiempo, un emblema del éxito: comerla se transformó en esos días en un símbolo de ascenso social. Los chinos, por ejemplo, que medio siglo antes consumían cinco kilos de carne por año cada uno, ya comían más de 60. Hacia 1950 el mundo comía unos 50 millones de toneladas de carne por año; setenta años después, en 2020, siete veces más.



(Mientras tanto, las huestes de los que no comían carne crecían sin cesar. No lo hacían por razones solidarias o humanitarias; en muchos casos, en el MundoRico, personas se hacían “vegetarianas” porque no querían que se mataran animales. No se preocupaban porque su consumo de carne privaba a otras personas de comer; se preocupaban por los animales. Y muchos más, en los países ricos, trataban de comer eso que un publicista astuto acertó en llamar “comida orgánica”, como si hubiera existido alguna otra. El crecimiento de ese ramo era exponencial: proliferaban los negocios, sus consumidores. La comida orgánica era la que se hacía sin herbicidas ni pesticidas ni fertilizantes ni antibióticos ni modificaciones genéticas recientes, con metódos perfectamente clásicos. Así se producía mucho menos —los sistemas “inorgánicos” apostaban a la cantidad—, pero eran unas frutas y verduras muy bonitas, incluso muy buenas, que costaban tanto más que las comunes pero sabían mejor y dejaban muy alta la moral: comprar orgánico era, en esos días, comprarse unos gajos de buena conciencia. Y mejor aún si era “fair trade” —si estaba producido en granjas con escrúpulos, que explotaban bien a sus peones y sus tierras—: una etiqueta fair trade le daba al comprador el dividendo de saber que, además de comerse algo sanito, lo hacía por la Madre Tierra o los desarrapados de Somalia o los niños hambrientos de Guatemala, pobres. Los cálculos más simples mostraban que si toda la comida se hubiera producido en esas condiciones arcaicas y preciosas su cantidad habría caído tanto que la crisis habría sido terminal.)



El esquema alimenticio de los privilegiados funcionaba con una condición básica: que los que lo practicaran fueran —relativamente— pocos, porque no alcanzaría para todos. La exclusión era condición necesaria y nunca suficiente. Y la carne era, en esos días, la metáfora perfecta de esa desigualdad. Si todos hubieran querido imitarlos comiéndola el planeta jamás habría alcanzado. En 2020 el mundo debía sostener a 1.200 millones de ovejas, 1.000 millones de cerdos y otros 1.000 de vacas y, sobre todo, unos 33.000 millones de pollos y gallinas. “Hay pocos rincones de la Tierra donde no haya más gallinas que personas”, escribió una autora de esos días. “El mundo es un lugar donde viven gallinas; somos lo que pulula en los resquicios que dejan las gallinas. Todas las mujeres, hombres, niños, cerdos, vacas y ovejas juntas no les llegamos siquiera a los tobillos: apenas si pasamos los 11.000 millones y ellas son —las cuentas se oscurecen— más de tres veces más. El mundo es un holocausto permanente de gallinas —por no hablar de sus abortos, el holocausto aún más brutal de embriones de gallina. Si el animal hegemónico del mundo es la gallina este mundo está jodido: las gallinas son fábrica despiadada, producción sin escrúpulos, vida para la muerte y el provecho ajeno, dinero para hacer dinero y el desprecio, puro sufrimiento. Hemos armado un mundo de gallinas: en él vivimos para que ellas mueran”.

Así era. Las gallinas —pero también los cerdos, ovejas, vacas— se criaban, en su gran mayoría, en establecimientos industriales que amontonaban animales en superficies mínimas el tiempo mínimo necesario para sacrificarlos y venderlos. Para cebarlos, la ganadería usaba el 80% de la superficie agrícola del mundo, el 40% de la producción mundial de cereales, el 10% del agua del planeta. Y sus animales lanzaban a la atmósfera, con sus pedos y eructos, casi un quinto de las emisiones de gases de efecto invernadero que desquiciaban las temperaturas. Por eso los primeros intentos de producir proteínas animales sin animales, en laboratorios, crearon cierta expectativa entre los pocos que entonces las seguían.

Trabajadores de una planta industrial de pollos en Xinjiang (China).China News Service (via Getty Images)


El primero en proponerlo seriamente fue un holandés, Willem van Eelen, que, muy joven, había pasado cinco años prisionero de guerra en un campo de concentración japonés en Indonesia. Allí, medio muerto de hambre, se le ocurrió la idea; en 1945, cuando esa guerra terminó, van Eelen estudió medicina y vivió décadas imaginando cómo hacerlo hasta que, hacia 1990, los avances en las técnicas de clonación —y la llamada “ingeniería de tejidos”— se fueron acercando a sus fantasías: células madre, alimentadas con las proteínas adecuadas en un medio propicio, podrían reproducirse indefinidamente.

En 2013 van Eelen se dio el gusto: discípulos suyos presentaron, en Londres, la primera hamburguesa de carne cultivada. Pesaba un cuarto de libra y costó un cuarto de millón de libras —pagados por el dueño de una empresa digital monopólica— pero los catadores dijeron que sabía a verdadera carne. El desafío, entonces, era mejorar la producción para hacerla accesible. En Estados Unidos, Europa, Israel, Corea, laboratorios de punta de pequeñas empresas ambiciosas lo intentaban; finalmente, en 2021, una de ellas, en Tel Aviv, anunció que sus primeros productos ya llegarían al público.

Que la carne, lo más natural, lo más animal, se volviera un artificio era una idea muy contranatura —y muchos fruncieron la nariz. Pero, poco a poco, empezaron a pensar que eso podría producir una revolución sólo comparable al principio de la agricultura. Hace más de diez mil años los hombres descubrieron la forma de hacer que la naturaleza se plegara a sus voluntades; a principios del siglo XXI descubrían que ya no la necesitaban. Que, además, no hubiera que matar —animales, plantas— para comerlos era un giro copernicano. Y los efectos, suponían entonces, serían extensos: todas esas tierras que se usaban para criar ganado quedarían libres para el cultivo o, incluso, para oxigenar el planeta. El efecto invernadero cedería y, sobre todo, si ya no fuera necesario usar toda esa comida para alimentar vacas y cerdos, se podría terminar con el hambre de una vez por todas. No pensaron en la contradicción de que fueran empresas privadas, animadas por el lucro, las que llevaran adelante la tarea: el riesgo de que las nuevas comidas se volvieran la propiedad de unos pocos, no el patrimonio de todos. Nosotros, ahora, ya sabemos.

Próxima entrega 9. Tantos países

Nunca había habido más países. Y casi todos sus estados tenían organizaciones parecidas: también eso se había globalizado.

El mundo entonces

Una historia del presente

MARTÍN CAPARRÓS

'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.

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