José Antonio Marina: “Que se haya puesto de moda la felicidad es catastrófico”
El filósofo repasa en un nuevo libro la historia a partir de los deseos y las emociones
La historia, esa gran recopilación de acontecimientos con la que intentamos entender el pasado a partir de ángulos, miradas, documentos, fechas, guerras, imperios, alianzas, traiciones y una sucesión de hechos tantas veces golpeados por el relato de los vencedores, tiene una aproximación novedosa, original. El filósofo José Antonio Marina (Toledo, 83 años) la recorre a partir de las emociones, los deseos y las pulsiones que acechan la búsqueda de felicidad en El deseo interminable (Ariel). En este nuevo libro...
La historia, esa gran recopilación de acontecimientos con la que intentamos entender el pasado a partir de ángulos, miradas, documentos, fechas, guerras, imperios, alianzas, traiciones y una sucesión de hechos tantas veces golpeados por el relato de los vencedores, tiene una aproximación novedosa, original. El filósofo José Antonio Marina (Toledo, 83 años) la recorre a partir de las emociones, los deseos y las pulsiones que acechan la búsqueda de felicidad en El deseo interminable (Ariel). En este nuevo libro, aborda las emociones que están detrás de los actos humanos y que, por tanto, han configurado el relato del pasado.
Pregunta. ¿El deseo es el principal motor de la historia?
Respuesta. Es el gran motor. Toda la historia está movida por las motivaciones.
P. ¿También Hitler y Putin están movidos por esto?
R. Las acciones están generadas por deseos, pasiones y miedos, es decir, por el mundo afectivo. Hay personas que toman decisiones movidas por sus deseos concretos, y, cuando agregan a los demás, se producen deseos colectivos. Eso da lugar a los movimientos de la historia. Putin, por ejemplo, ha decidido la guerra de Ucrania movido por un deseo de ejercer el poder, de proteger su dinero, la grandeza de Rusia, vengarse de Occidente… Lo que quieras, pero es un deseo y solo después están los argumentos. En su último discurso para justificar la guerra despertó en el pueblo ruso el miedo a Occidente, la necesidad de recuperar la grandeza de Rusia y la movilización que deseaba. Los argumentos solos no movilizan, necesitamos que enlacen con deseos. Estamos hablando de poder, uno de los grandes deseos que intervienen en la historia y ninguno se mantiene solo por la fuerza, tiene que movilizar la obediencia de los súbditos. También el régimen nazi estuvo basado en la obediencia, como ahora el chino.
P. ¿Está fracasando Occidente a la hora de conseguir la autoridad moral de sus líderes para sostener la credibilidad del sistema?
R. Después de una época de auge de las democracias, hoy vemos una especie de desconfianza, y ese es el gran fallo del mundo occidental. Por eso están apareciendo las democracias iliberales, con líderes fuertes que llevan hasta al límite la legalidad. Pasó con Trump, Bolsonaro, Erdogan, Putin, Orban, Kazynkski… De repente, empiezan a tener atractivo dentro de las democracias. Los occidentales no estamos reconociendo los grandes logros conseguidos y hay una desconfianza excesiva en el sistema que entronca con la nostalgia del líder fuerte. Consideramos a China solo como potencia económica y tecnológica cuando resulta que es una potencia ideológica muy fuerte que está haciendo proselitismo de su modelo. Estamos tan sumamente obsesionados por la economía que no nos damos cuenta de esto, de hasta qué punto las propuestas teóricas de Xi Jinping están calando.
P. ¿Cuál es el problema de los occidentales desde el punto de vista de las emociones? Nos sobran razones y argumentos, pero falta adhesión a nuestro modelo.
R. Tenemos una vida política excesivamente emocional, que genera una polarización muy grande. No hemos conseguido, por ejemplo, tener una emoción relacionada con el término Europa, o con “democracia”. Ahí hemos fallado. Y fácilmente volvemos a lo ancestral. Los centros emocionales están muy profundos en el cerebro y cambian muy lentamente. En cambio, los centros cognitivos están en la corteza y lo hacen muy rápidamente. Por eso, podemos cambiar muy rápido de ideas y no de emociones, y las más viejas pulsan por salir. Por eso, las guerras funcionan siempre igual: quiero destrozarte, sufro y quiero vengarme. Son emociones viejísimas que emergen en el momento en que el control cognitivo desaparece. Hoy las columnas de huidos de Jersón llevan móviles, pero están huyendo exactamente igual que siempre. Nuestros sistemas emocionales no cambian, estamos atascados en un primitivismo.
P. ¿Por qué estamos tan polarizados?
R. Por la misma razón por la que ha aumentado la importancia de la identidad. Una de las emociones más ancestrales de la humanidad es la pertenencia al grupo. En un mundo globalizado eso empieza a perderse, lo que genera miedo y la gente quiere volver a sentirse identificada con su grupo. Una de las formas que tiene un grupo de cohesionarse es oponerse a otro.
P. El enemigo exterior.
R. Todo el enfrentamiento de ideologías que hoy se produce es de confirmación. Eso es lo que ha hecho Putin con Occidente, somos los malos. En nuestro caso, la polarización está basada en la identidad política y social: el valor que doy al pasado respecto al futuro, la confianza en la tradición, el miedo a la novedad. En un grupo conservador como Vox, por ejemplo, eso hace que se junten personas muy diferentes. ¿Qué tiene que ver estar contra el aborto con que te guste la caza o los toros o que estés contra los gais? La cohesión está en los valores eternos y todo lo demás es peligroso. Y si buscas un enemigo refuerzas al grupo. El otro hace lo mismo. El carácter conservador y el progresista se heredan, se ha escrito mucho sobre ello, pero hay un componente fisiológico en el conservador que es que prefiere evitar el castigo y por ello el riesgo, quiere volver a lo seguro; mientras que el progresista prefiere conseguir el premio, se arriesga, innova. El problema es: ¿y no hay nadie en medio? Un centro exige estar siempre valorando conductas distintas y es lo menos cómodo. En España no ha funcionado.
P. ¿Somos más fratricidas, estamos más polarizados?
R. No creo que España sea especial. Se da en Francia, en Reino Unido. Lo que pasa es que en ocasiones aquí se hace más violento.
P. Por ejemplo, en la Guerra Civil.
R. Es uno de los casos típicos, no puedes entenderla si no entiendes las pasiones, los deseos, los miedos, el espectro emocional de ese momento. Azaña lo dijo: la rebelión de Franco está producida por el miedo.
P. ¿Cuáles son hoy las grandes emociones?
R. Las de hoy, ayer y siempre son las mismas y son universales: la pena, la alegría, el enfado, el miedo y el asco. Son de todas partes y a partir de ahí las culturas van creando variaciones o sentimientos más complejos. En el diccionario español hay más de 650 sentimientos. Todas las variaciones de la tristeza en la cultura española son la nostalgia, melancolía, abatimiento, culpa… La nostalgia es tan moderna que la palabra no existía hasta el siglo XIX. Y hoy la más extendida es el miedo. El miedo y el sentimiento de identidad.
P. ¿Nuestro modelo de precariedad no está generando desafección?
R. Sí, en unos grupos y adherencia en otros. Las nuevas tecnologías te permiten filtros burbuja para relacionarte solo con aquellos con los que queremos: los gais, los trans, los católicos, las lesbianas… Estamos globalizados y desarrollados en unas cosas y volviendo al terruño en otras. Y eso muchas veces produce trastornos.
P. ¿No hemos progresado?
R. Vivimos más tiempo, las enfermedades se controlan mejor, mueren menos madres e hijos en los partos, hay menos hambre en proporción al pasado, hay más escolarización. Pero se producen colapsos terribles y se viene todo abajo. El siglo pasado, dos guerras mundiales, genocidios que empiezan en Armenia y terminan en Ruanda, hambrunas gigantescas con millones de muertos como la de Ucrania, provocada por Stalin, y la de China, la violación de las mujeres como arma de guerra que vemos otra vez… En cuanto se resquebraja una especie de barniz moral que tenemos, emerge de repente un personaje que me da miedo.
P. ¿El colapso ético hoy es posible?
R. Sí, es posible. Ocurrió no hace tanto tiempo en la nación más culta, tecnológica y científicamente más avanzada que era Alemania. La gente que mató a cinco millones de judíos no eran enfermos mentales. Era gente corriente que de repente vio desaparecer toda la estructura legal y ética. Y aparecieron emociones muy peligrosas. Las hay peligrosas y hay otras protectoras como la compasión.
P. Marx definía la felicidad como la lucha, otros como bienestar. ¿Cómo lograr que la búsqueda de felicidad se convierta en algo provechoso para la colectividad?
R. Hay dos tipos de felicidad: en minúsculas y en mayúsculas. Pero desde el siglo XVIII nos hacemos conscientes de otra, la felicidad social, pública, la única en que podemos coincidir, que nos lleva a preguntarnos: ¿en qué modelo queremos vivir?, ¿queremos estar protegidos por el derecho o que impere la fuerza?, ¿ser compasivos o feroces?, ¿contar con los demás o vivir aislados? Y una vez que tengo ese marco de derechos y de compasión, me dedico a buscar mi felicidad privada. La idea de felicidad enlaza con la idea de justicia, que es la felicidad social. Tengo que compaginar las dos cosas y darme cuenta de que, aislado, tengo muy pocos recursos, voy a estar a merced del más poderoso, por lo que tengo que colaborar a un marco de felicidad social que me proteja. Y esa es la dialéctica que olvidamos con demasiada facilidad. En Ucrania, por ejemplo, no se puede ser feliz porque tengo un marco de absoluta infelicidad pública que se ha ido perfilando desde la Revolución Francesa con el Estado de bienestar. Algo que contaba Heródoto es que cuando moría el rey de Persia durante cinco días quedaban abolidas todas las leyes. La gente podía matar, robar, violar. ¿Para qué? Para que se dieran cuenta de que necesitaban estar protegidos por leyes. Y eso lo olvidamos. La idea neoliberal o ultraliberal de un Estado de derecho es que nadie se meta en mis derechos porque van a alterar mi libertad. No saben lo que están diciendo. Usted necesita a los demás para realizar sus derechos.
P. Imperan el individualismo y la desigualdad.
R. Por eso es una sociedad muy conflictiva. Que se haya puesto de moda la felicidad es catastrófico, porque se está diciendo a cada uno que piense en su felicidad psicológica y se rompe la relación de la felicidad con la justicia, con la ética y con la felicidad pública. Es una vuelta al narcisismo. Se está encerrando a la persona en su felicidad y rompiendo el lazo con la felicidad social. Las propuestas de la psicología positiva son ferozmente reaccionarias y antiéticas. Estamos en una pobreza intelectual y un absoluto colapso del pensamiento crítico. La filosofía está absolutamente en crisis, pensando en aforismos y cositas y extendiendo desde las universidades americanas que no podemos inquietar a los alumnos. Y el pensamiento crítico inquieta.
P. ¿Qué debemos hacer?
R. Tenemos que rearmarnos intelectualmente, tenemos un barullo conceptual tremendo. Hay un descrédito de la verdad desde la propia filosofía, porque la verdad no se puede alcanzar; desde los religiosos, porque la verdad es revelada; desde los políticos, porque han aparecido las fake news; desde las universidades, porque aparece la verdad relacionada con la identidad y no es universal. Eso puede acabar demoliendo grandes conquistas como la democracia o la ética que se basa en verdades universales. La crisis del pensamiento crítico es tan brutal que tenemos que hacer una campaña de reivindicación de la verdad como algo que se puede conseguir. La verdad es difícil y la gente dice para qué me voy a esforzar si cada uno tiene la suya. Eso al final solo servirá para que valga la ley del más fuerte.