¿Es posible el ‘underground’ en tiempos de individualismo e internet?
Un hilo de expresiones alternativas a la cultura oficial recorre la historia de las últimas décadas. Pero, ¿tiene sentido hablar hoy de lo alternativo?
Se puede encontrar un hilo subterráneo en las últimas décadas, probablemente desde mediados del siglo XX, que recorre lo contracultural, lo underground, lo alternativo. Palabras que no describen exactamente lo mismo, pero que, con sus matices, delimitan un mismo espacio cultural y, con suerte, político. Son otros estilos de vida, otras músicas, otras literaturas, otras formas de vestirse y de comportarse, generalmente asociadas a la juventud, pero no solo. Formas pretendidamente antisistema o ajenas al sistema. Aunque muchas veces fueran o acabaran siendo otra forma más de consumir dent...
Se puede encontrar un hilo subterráneo en las últimas décadas, probablemente desde mediados del siglo XX, que recorre lo contracultural, lo underground, lo alternativo. Palabras que no describen exactamente lo mismo, pero que, con sus matices, delimitan un mismo espacio cultural y, con suerte, político. Son otros estilos de vida, otras músicas, otras literaturas, otras formas de vestirse y de comportarse, generalmente asociadas a la juventud, pero no solo. Formas pretendidamente antisistema o ajenas al sistema. Aunque muchas veces fueran o acabaran siendo otra forma más de consumir dentro del propio sistema, que todo lo engulle y asimila, hasta lo que se le opone. ¿Tiene sentido hablar hoy de lo underground?
“Queda la ecología. El comportamiento dentro de las familias. La libertad sexual. Las libertades civiles arrancan en aquel momento”, dice Pepe Ribas, que fue director de la revista contracultural Ajoblanco. Con “aquel momento” se refiere al Underground y contracultura en la Cataluña de los 70, que da nombre a una exposición que estuvo en el Palau Robert de Barcelona, pero que ahora ha llegado al madrileño CentroCentro, comisariada por el propio Ribas y Canti Casanovas. La muestra da buena cuenta de los movimientos antagonistas en los estertores del franquismo: hay rock, hay comunas, hay drogas, hay feminismo, hay comix y fanzines, hay festivales multitudinarios y hay una ilusión tremenda y peluda por un mundo mejor.
Entonces había, sobre todo, un enemigo común, la dictadura, que funcionaba como aglutinante y catalizador: “La juventud de entonces estaba realmente comprometida con el cambio: se quiere una ruptura, hay un rechazo radical a los valores anteriores”, dice Casanovas. “Hoy, si hay underground, es mucho más disperso”. Franco ha muerto, pero los problemas no han desaparecido en nuestra coyuntura apocalíptica, sobre todo para una juventud que tiene un futuro muy feo. Pero, curiosamente, la diversidad de las amenazas y el individualismo rampante hacen que esta situación no tenga los mismos efectos aglutinadores. Internet ha fragmentado la escena cultural y facilitado el acceso, lo que hace difícil definir qué es la cultura hegemónica (lo mainstream), si es que tal cosa existe, y mucho más lo que serían las subculturas asociadas.
¿Un ‘underground’ diferente?
Aunque exista la impresión que el underground ha desaparecido, o que se ha democratizado, para algunos es solo un “efecto óptico”: “La dinámica de la producción cultural siempre implica una división entre usos culturales masivos y otros minoritarios”, explica el analista Eloy Fernández Porta, profesor de la Universitat Pompeu Fabra. “Los primeros son el resultado de un consenso suficiente en relación con los temas y los estilos; los segundos son, por decirlo con Philip K. Dick, ‘el informe de la minoría’ (estilística, sensitiva, comunitaria)”.
Después de la contracultura de los setenta (que los comisarios de la exposición dan por finiquitada con el nihilismo del punk) y de los movimientos relacionados con la Movida madrileña y otras periféricas, durante los noventa y en adelante tomó fuerza lo “alternativo” y lo “independiente” (un concepto que debido a su utilización laxa fue, con frecuencia, objeto de controversia), que vinieron a ocupar el espacio de lo underground, aunque de forma más despolitizada, más intimista y más hedonista, no en vano corrían tiempos de bonanza y optimismo: “España va bien”, decía el presidente del Gobierno José María Aznar. Eran los inicios de la escena llamada indie, del Festimad, del festival de Benicàssim o del piercing en el ombligo de la musa alternativa Silke. Por el camino se perdieron las ganas de probar estilos de vida al margen o deshacer los entuertos políticos y sociales. Las drogas, la moda, la música, permanecieron.
También son los inicios de la discográfica Subterfuge, aun referencia en la actualidad, pero que en aquella época surgía del ambiente de los fanzines, como los que realizaba Carlos Galán, que se siente heredero de aquella contracultura catalana setentera, por ejemplo, de la revista Star, y que percibe las metamorfosis posteriores a su época. “Fuimos una generación que mantuvimos ese espíritu”, dice, “ahora lo alternativo se ha globalizado, en el buen y mal sentido de la palabra. Ser alternativo es una opción más en las grandes superficies de moda. Pero también han desaparecido prejuicios y tabús: ¡ahora entre la chavalería hay un revival de La Oreja de Van Gogh!”.
El desarrollo tecnológico ha puesto al concepto de underground en un nuevo brete. Utilizando las nuevas herramientas es mucho más fácil generar y distribuir cultura, se puede crear música, texto y vídeo desde casa (y, muy importante, a solas) y mostrárselo al mundo compitiendo con las vías de comunicación mainstream. “Ahora mismo, cualquier chaval que haga música en su casa y la suba a alguna plataforma está a la misma distancia de los oyentes que Rosalía”, explica Luis J. Menéndez, director de la revista Nuebo, dedicada a las últimas expresiones culturales. “Los jóvenes quizás no intentan ser rebeldes, pero pasan de todos nosotros: si alguien de 15 años puede generar su propio sistema cultural tampoco le hace falta romper con nada”. Que alguien consiga millones de seguidores desde su dormitorio [ejemplo: el productor argentino Bizarrap] está dejando de ser noticia para convertirse en un modelo más de producción cultural. No se sabe si es que ya todo es underground o nada lo es: un grupo de trap marginal puede, desde luego, ser autogestionado y tener ínfulas alternativas y hasta delincuenciales, pero sus vídeos se distribuyen a públicos masivos a golpe de clic en una plataforma mainstream como YouTube. ¿Merece o no el calificativo de underground?
Paralelamente, muchas estéticas asociadas a lo subterráneo se han democratizado, desde los tatuajes, que han pasado de los brazos de los marineros y los expresidiarios a los de los agentes de la Policía Nacional, hasta la música antes llamada alternativa, que ahora llena decenas de festivales clónicos en verano. Vestir de forma “moderna”, con arriesgados peinados y complementos, ya no es algo reservado a los raros del instituto, sino la norma. No solo eso: “La gente que está al frente de lo mainstream está haciendo cosas más vanguardistas”, dice Menéndez. “La música comercial ha cambiado: avanza por terrenos más interesantes”. Un caso curioso, más allá de lo que ejemplifican estrellas como Rosalía o C. Tangana, es el de programas como Operación triunfo: si en sus primeras ediciones se centraba en la canción ligera y la balada romántica para todos los públicos, cada vez fue integrando ritmos más electrónicos, indies o urbanos, así como temáticas de actualidad entre las narrativas de los participantes.
Este paso de lo subterráneo a lo masivo genera sus propias dinámicas. “Tan pronto como un producto cultural o práctica social que surgen del underground son generalizados pierden, al menos en parte, su aura, y ceden su espacio a otras manifestaciones semidesconocidas”, señala Fernández Porta. Así, la diferencia entre los diferentes ámbitos culturales “no se anula, ni siquiera se relativiza, sino que se resitúa continuamente como parte de la rutina de la producción y el consumo de obras y estilos”.
El tremendo encanto de lo alternativo
“El underground tenía el prestigio tremendo de lo exclusivo, de lo difícil de conseguir”, explica el escritor Jose Ángel Mañas, autor de las novelas de la Tetralogía Kronen. “Cuando uno daba con bandas que nadie más conocía, tenía una sensación de algo propio, exclusivo, casi privado. Demostrabas tener gusto y conocimiento suficiente para pilotar solo por los catálogos de discos. Eras un sibarita, un guay”. En la actualidad, sin embargo, los gustos raros parecen ya no puntuar demasiado socialmente. Si hace unos años aportaba distinción ver cine iraní o escuchar a grupos que no escuchaba nadie, las nuevas generaciones no parecen tener problemas en seguir a las grandes estrellas que acumulan followers en las redes: el gafapastismo ha muerto. “Al haberse eliminado la dificultad del acceso a los productos culturales a través de internet, se ha quitado el encanto del esnobismo”, añade Mañas.
Al tiempo, se busca la máxima repercusión a través de internet: ser un artista underground ya no está de moda, se ha perdido la fascinación del malditismo, del creador de culto. La dilución de lo alternativo en tiempos contemporáneos colabora a la eliminación de ese esnobismo y de muchos prejuicios, pero también puede generar una cultura con menos experimentación y denuncia: si nadie trata de ir a contracorriente, todo se vuelve más homogéneo, más como todo.