La nueva sirena del verano en Formentera
La lectura de una preciosa novela sobre una ondina caribeña tiñe de maravilla las vacaciones en la isla
Cada verano me llevo de vacaciones a Formentera una sirena. No una de verdad, que ya me cuesta bastante colar en el ferry al gato Charly y a las tortugas Margarita y Rosi (la serpiente, que es más independiente, se queda en casa), sino una de libro. Es ya una tradición que me ha permitido disfrutar de novelas como The Mermaid, de Christina Henry, que mezcla a uno de esos seres fantásticos con P. T. Barnum y su museo (y no es la sirena fake de Fidji), o ...
Cada verano me llevo de vacaciones a Formentera una sirena. No una de verdad, que ya me cuesta bastante colar en el ferry al gato Charly y a las tortugas Margarita y Rosi (la serpiente, que es más independiente, se queda en casa), sino una de libro. Es ya una tradición que me ha permitido disfrutar de novelas como The Mermaid, de Christina Henry, que mezcla a uno de esos seres fantásticos con P. T. Barnum y su museo (y no es la sirena fake de Fidji), o Muerte de una sirena, de A. J. Kazinski y Thomas Rydahl, que los relaciona con Hans Christian Andersen de una manera que no es precisamente la de La sirenita. La sirena literaria de la temporada me ha venido del Caribe: es la protagonista de The Mermaid of Black Conch, de Monique Roffey, reconocida autora británica nacida en Puerto España (Trinidad y Tobago) que ganó con dicha novela el Costa Book of the Year del 2020. La historia, con ecos de realismo mágico pero también de Hemingway y de Derek Walcott, trata de una sirena que se le aparece en 1976 a David Baptiste, un joven pescador negro de la imaginaria isla caribeña de Black Conch mientras este está tan ricamente en su bote esperando a que piquen caballas o pargos mientras toca la guitarra y fuma un porro de fina ganja.
La sirena es luego capturada por unos estadounidenses de Florida, padre e hijo, mientras pescan marlines y peces espada. Pasada la sorpresa, deciden venderla como freak o hacer negocio con el Smithsonian, National Geographic o Sea World; pero cuando la descargan en puerto la sirena es rescatada por el pescador rasta, enamorado de ella, que se la lleva a su casa con ánimo de soltarla en el mar, y, de momento, la mete en la bañera. Sin embargo, la criatura inicia un proceso de cambio para convertirse en una mujer completa ante la mirada desconcertada y maravillada del joven, que tratará de ayudarla a integrarse en la vida moderna.
Aycayia, Dulce Voz, que así resulta llamarse la sirena, es en realidad una joven taina de tiempos de Colón (“El almirante asesino”) transformada en semipez por una maldición a causa de su belleza. La novela es preciosa y, a diferencia de otras historias de sirenas al uso, literatura de la buena. Roffey juega estupendamente con la atmósfera, el lenguaje y las tradiciones de las Antillas para construir una conmovedora fábula contemporánea llena de poesía, de ensueño y de una hermosa melancolía, sin dejar, paradójicamente, el realismo. En un ambiente cerrado lleno de personajes entrañables —y también villanos— que recuerda el de la serie Crimen en el paraíso y en el que la autora vierte gotas de crítica social y colonial, y notas de reggae, Roffey sitúa su revisión del mito de la sirena, que tiene una clara lectura feminista: Aycayia es una chica a la que ha condenado tiempo ha una sociedad patriarcal por salirse de las normas. Cuando la capturan la someten a abusos (la novelista reconoce en esa escena la influencia del poema de Neruda Fábula de la sirena y los borrachos: “Los insultos corrían sobre su carne lisa/ la inmundicia cubrió sus pechos de oro”). También puede verse la historia bajo un prisma queer: la protagonista no tiene resuelta su identidad, quiere ser mujer, pero su parte sirena presiona en ella de manera que es un híbrido, half and half, en continua transformación hacia uno u otro lado.
Roffey hace aportaciones asimismo al imaginario del fantástico. Su sirena, que luce tatuajes y canta extrañas melodías, es poderosa (pescarla requiere tanto esfuerzo como cobrar un gran tiburón), con aleta dorsal, larguísima cola, cuerpo recubierto de finas escamas, cabello negro enredado de medusas, percebes en las caderas, desconcertante monte de Venus, ojos plateados como estrellas, y muy sexualizada: provoca un raro, desazonador y lujurioso deseo en los hombres. La transformación en exsirena es lenta, fascinante y turbadora; recuerda, a la inversa, la de La mosca de Cronenberg: va perdiendo trozos. Las escamas le caen como pequeñas monedas de plata. David tira en una bolsa de basura la cola, que se ha desprendido para dar paso a dos piernas humanas. La novelista responde a cuestiones como a qué huele una sirena o cómo hace el amor.
El mundo de Black Conch, de plantas y animales tropicales y de gentes variopintas y la mayoría entrañables, lo he conjurado en Formentera. La lectura ha teñido mis vivencias en la isla balear, tan distante de la otra. He pensado en las serpientes macajuel (como llaman los trinitenses a las boas constrictor) en casa de Sílvia en La Mola al examinar una trampa para las invasoras culebras de herradura y de escalera. Me han venido a la cabeza los periquitos turquesa y amarillo que escapan ante la llegada del huracán Rosamunda de la novela al confraternizar con la papagayo Lola en el Pelayo. Me ha recordado al pescador guitarrista de la novela, David (fan de Bob Marley), mi excuñado y exbajista de Ojos de Brujo, Juan Luis Leprevost, mientras le he seguido en sus conciertos por toda la isla, incluidos el faro de Barbaria y la Fonda Platé. Y por encima de todo, he pensado en la propia sirena al conocer a Federica, una romana de 32 años algo andrógina que transita también del mar a tierra en el popular chiringuito de Migjorn y es una habitual del bar restaurante Ses Roques, el Titty Twister de Sant Ferran, donde este verano, bajo el lema “Vendiamo bibite e regaliamo allegria” se reúne para la fiesta nocturna lo más animado y variopinto de la isla: la Formentera que resiste.
No es que Federica, rubia y de ojos azules, se asemeje para nada a la morenísima Aycayia, pero la aureola un misterio parecido y, bailando bajo la luna junto al escenario en el que Piero Ameli, el factótum de Ses Roques, reinterpretaba genialmente los temas de Pink Floyd, ha ofrecido estas vacaciones una de las imágenes emblemáticas de la isla, al menos para mí.
Federica, de la estirpe de otros notables personajes de Formentera como el belga errante, Vincent de Froidmont; el buzo atravesado por un pez espada, Ernest de Longis; el farmacéutico ilustrado Joan Torres o el hombre de una sóla pierna, Philip Wright (su hijo es Maxwell, el director del festival de jazz de la isla), luce en el brazo izquierdo un tatuaje de un faro sobre un lecho de rosas. Le pregunté el otro día, tras presentarme como entusiasta de los faros, si era el suyo un faro famoso y le dije que me recordaba, con sus franjas rojas, al de Sankaty, en otra isla, la de Nantuckett. Me contestó que no, que era un faro de ninguna parte, imaginario, genérico, y que se lo hizo por su abuela. Como suele suceder en Formentera, donde es fácil dejarlo todo para después, me quedé sin conocer el resto de la historia. Y más cosas de Federica que me hubiera gustado saber. Me dice su amigo Fernando Pardos, psicólogo abonado al Pelayo y autor precisamente de El faro del nuevo mundo, que a la joven no le gustan los periodistas (nadie es perfecto) y que quiere mantener su perfil en la sombra. Lo cual en el fondo no me importa, porque así puedo imaginarme lo que quiera de ella y, felizmente deslumbrado sobre la arena en los mediodías radiantes, trenzar una nueva historia de islas, de faros y de sirenas. Oh, Formentera Lady, sing your song for me.