El primer viaje a la Isla de Pascua tras la pandemia: “Estábamos mal, el turismo nos cegó”
El paradisíaco y misterioso territorio indígena vuelve a recibir visitantes. Tras una de las cuarentenas más largas del mundo, las autoridades se plantean poner freno al descontrol con los viajeros previo a la covid
A medida que el primer avión comercial descendía el pasado 4 de agosto a la chilena Isla de Pascua tras 872 días de cierre por la pandemia, los pasajeros se agolpaban en las ventanillas para fotografiarla como si en medio de un safari se hubiesen encontrado con una especie única. En muchos aspectos, era así. A la singularidad de ser uno de los rincones habitados más aislados del planeta y a ...
A medida que el primer avión comercial descendía el pasado 4 de agosto a la chilena Isla de Pascua tras 872 días de cierre por la pandemia, los pasajeros se agolpaban en las ventanillas para fotografiarla como si en medio de un safari se hubiesen encontrado con una especie única. En muchos aspectos, era así. A la singularidad de ser uno de los rincones habitados más aislados del planeta y a sus enigmáticas esculturas talladas en piedra volcánica, se sumaba que durante dos años y medio se contaron con los dedos de una mano los casos de covid dentro del territorio. Obligados a cortar su puntal económico, el turismo, sus habitantes se aislaron del todo en medio del océano Pacífico. Fue una burbuja de 7.000 personas que se pinchó el jueves. Y en esa isla de tradiciones milenarias también llamada Rapa Nui (el ombligo de la Tierra), los primeros visitantes ahora descubrieron que algo había cambiado.
Sentado sobre la cubierta de un bote de madera que se mece sin fuerza, Uko Tongariki Tuki mira el amanecer con la cantera Rano Raraku a sus espaldas. “El mar es nuestro patio. Donde ustedes ven agua, nosotros vemos carreteras, nuestra principal fuente de alimentos”, sostiene el jefe de la dirección de Turismo. Cuando la isla cerró, desaparecieron los turistas y, con ellos, la fuente de ingresos de tres cuartos de la población. Prácticamente ya nadie cultivaba la tierra y había una escasez importante de productos. “El turismo nos tenía obnubilados. La gente decía: ‘El turismo trae dinero y con el dinero se compran huevos. ¿Para qué voy a tener gallinas?”, explica Julio Hotus, de 60 años, secretario general del Consejo de Ancianos.
La gente, entonces, acudió al mar para comer. Un mar azul profundo en el que se puede ver sin dificultad a 30 metros de distancia. Los buceadores afirman que, una vez que te sumerges en las aguas pascuenses, el resto del mundo te parece en blanco y negro. También se empezó a plantar. Hoy existen 1.200 huertos urbanos gracias a la ayuda del municipio. “Volvimos a conectarnos unos con otros. A ir a los eventos familiares. A cocinar curanto (preparación con dimensiones espirituales), a pescar, a bucear, a caminar por la isla. Volvimos a los lugares que habían sido ocupados por los turistas”, describe Uko.
El guía Luis Reyes, de 48 años, asegura que antes de la pandemia el turismo estaba fuera de control. “Nos faltaban días de la semana para atender a la gente. El último año antes del cierre, de 365 días, solo libré 18″, recuerda. Eso no quita, comenta otra guía, que se le pusieran los pelos de punta de la emoción cuando vio aterrizar el primer avión.
Dos vuelos semanales
Para este mes de agosto, la aerolínea Latam ha reanudado la ruta con dos vuelos semanales. La idea es ir agregando otros gradualmente. Antes de la pandemia llegaron a ser 10. A esos había que sumarles los vuelos chárter y los cruceros. Isla de Pascua, con 164 kilómetros cuadrados de superficie, recibía 156.000 visitantes anuales, lo que se traducía en 120 millones de dólares (119 millones de euros) para su economía.
“Estábamos mal, estábamos yendo por el camino equivocado y nos dimos cuenta de eso en la pandemia”, sostiene el alcalde Pedro Edmunds, una figura tan estimada que, si fuera posible, le levantarían ya su propia estatua. “Llegamos a la conclusión de que el turismo nos cegó. Estábamos siendo un poco hipócritas al contar lo que era la isla sin vivirla nosotros”, agrega frente a los siete moáis erguidos de Ahu Nau Nau, en la paradisiaca playa de Anakena, uno de los 13 atractivos turísticos abiertos a los visitantes, de un total de 24. Para reabrir por completo el museo al aire libre más grande del mundo se requieren recursos que la isla no tiene. Edmunds está en conversaciones con el Gobierno para que hagan de aval y conseguir un préstamo de la banca internacional.
El turismo ha sido un trampolín para las nuevas generaciones. Gracias a esa fuente sólida de ingresos, muchos jóvenes han podido educarse en universidades del territorio continental y viajar. “Para lograr un equilibrio estamos trabajando con los distintos actores de la industria. En estas reuniones nos cuestionamos si son necesarios 14 vuelos a la semana o si es responsable abrir un nuevo hotel”, describe Uko. El alcalde tiene claro que la nueva etapa debe cimentarse sobre la sostenibilidad. La optimización del agua y de la energía, pero también de los recursos humanos.
Durante la pandemia cerca de 2.000 habitantes abandonaron la isla, la mayoría del conti, como se refieren los isleños a los chilenos que viven en territorio continental. “Antes buscábamos las soluciones a nuestros problemas afuera, ahora queremos capacitar y especializar a nuestra gente”, añade Edmunds.
La identidad “turística”
Para Hotus, concejal de Rapa Nui, la isla se divide en dos tipos de personas: las de un barrio más popular, que están más arraigadas a las tradiciones, y las que tiene más contacto con los forasteros y el empresariado turístico. “Es tanto, que el turismo va moldeando la identidad de las personas rapanui. El turismo nos dice a nosotros cómo debemos funcionar. No somos una propuesta turística, somos una respuesta”, afirma durante un almuerzo con atún fresco en el restaurante costero Topa Ra’a, con camareros llenos de entusiasmo por volver a atender a los visitantes.
Los problemas con que lidian los pascuenses, como la violencia y el consumo de alcohol o drogas, enumera el psicólogo Domingo Izquierdo, “tienen mucho que ver con una crisis identitaria, una pérdida de raigambre”. “Son consecuencias de un proceso que ha acabado construyendo una identidad turística, por encima de su esencia ancestral”, apunta Izquierdo, que atiende a los pacientes a través de un programa municipal en una casa abierta al pueblo, donde las terapias pueden desarrollarse bajo un palto o con los pies en la arena.
A Hotus, que durante años impartió clases de educación tradicional, se le acercan padres para solicitarle que enseñe cultura a sus hijos. “Yo les respondo que la tienen dentro de la casa, en la historia de sus ancestros. Ellos solo quieren que toquen guitarra y bailen. Todo lo artístico-turístico lo asocian a cultura, pero es mucho más que eso”.
Una de las grandes banderas de lucha del Consejo de Ancianos, que vela por los derechos del pueblo rapanui ante el Estado chileno, es la preservación de su lengua, de origen polinesio. Cada vez son menos los jóvenes que la aprenden. En sus propias casas priorizan el español o el inglés porque les es “más útil”. Solo el 10% de los menores de 18 años habla rapanui, según la Unesco. “Eso fue una imposición de la cultura dominante, que es la chilena, y nuestro problema fue que la creímos”, afirma el concejal.
Los bailes polinesios son uno de los atractivos turísticos más demandados. Las enérgicas danzas tradicionales son capaces de reanimar el espíritu del viajero más exhausto al final del día. Hombres y mujeres, con sus cuerpos pintados y cubiertos de plumas, se mueven a tal ritmo que pareciera que tienen los tambores dentro de sus caderas y el ukelele en las rodillas y muñecas.
Maima Rapu, de 42 años, es profesora del ballet cultural Kari Kari, el más antiguo de la isla, y la única academia que siguió impartiendo clases durante la pandemia. “Para nosotros, la danza y la percusión son un medio para interesar a los jóvenes en retomar su lengua, que también se la enseñamos, porque no se puede bailar realmente si no entiendes lo que se está cantando”, explica.
El viernes, el ballet Kari Kari por fin pudo presentarse de nuevo frente al público. Entre los espectadores se encontraban algunas de las 258 personas que llegaron en el primer vuelo comercial, con capacidad para 300, según cifras de Latam. Entre los pasajeros había familiares de los isleños, padres que no habían visto a sus hijos en más de un año y extranjeros que tenían el boleto desde 2020. Todos fueron recibidos entre vítores y aplausos de un grupo que se acercó al aeropuerto Mataveri, y con alegres collares de flores entregados por el equipo de recepción.
Los rapanui, ansiosos de ver caras nuevas y reactivar su economía tras una de las cuarentenas más largas del mundo, han vuelto a abrir sus puertas con la intención de cambiar su relación con el turismo. Y, quienes conocen en profundidad este territorio 100% indígena, aseguran que no hay nada que se pueda hacer contra la intención de la isla.