Paul Auster regala un relato inédito a Madrid
El autor estadounidense recibe el título de doctor ‘honoris causa’ de la Universidad Autónoma en un acto en el que ha probado que está en plena forma
Con un caminar elegante, algo encorvado, y esa mirada profunda de ojos saltones, Paul Auster ha entrado en la sala polivalente del campus de Cantoblanco a las 11 y ocho minutos de la mañana del jueves —el protocolo manda y ralentiza— para recibir el título de doctor honoris causa de la Universidad Autónoma de Madrid.
Considerado para su malestar e irritación como el más europeo de los norteamericanos de su generación, ...
Con un caminar elegante, algo encorvado, y esa mirada profunda de ojos saltones, Paul Auster ha entrado en la sala polivalente del campus de Cantoblanco a las 11 y ocho minutos de la mañana del jueves —el protocolo manda y ralentiza— para recibir el título de doctor honoris causa de la Universidad Autónoma de Madrid.
Considerado para su malestar e irritación como el más europeo de los norteamericanos de su generación, Auster (Newark, 75 años) merece un lugar en el olimpo de la narrativa de su país, que ha recorrido, vagabundeado, pateado y abierto en canal con los personajes y temas de obras como El palacio de la luna, Leviatán o Mr Vértigo. “Representa los valores del humanismo como crítico y escritor”, ha resumido la profesora Laura Arce, madrina de Auster en el acto, para justificar un reconocimiento más para el neoyorquino. Autor traducido a más de 40 idiomas, su obra de alcance universal le ha valido el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2006 y el nombramiento como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia en 1992, entre otros.
La invención de la soledad (1982) marca el inicio de una carrera narrativa que también pasará por la traducción de grandes autores franceses (faceta de juventud de la que luego se mostró fatigado) la poesía y el cine (Smoke o Lulu on the Bridge). Un total de 26 novelas y nueve ensayos con la identidad, el sentido último de ser americano o el destino como grandes temas. No es el azar una de sus señas de identidad más relevantes (a pesar del título de la excelente y oscura La música del azar) sino, como ha explicado tantas veces, “la necesidad y contingencia”, aspectos que se reflejan en la monumental 4,3,2,1 (Seix Barral) su última novela hasta ahora, un envite narrativo capaz de derrotar a cualquier escritor y que completó poco después con el híbrido La llama inmortal de Stephen Crane (también Seix Barral), una exploración de la creación como motor vital. Dos libros en los que el autor dejó sello inmortal y probó, como ha vuelto a hacer este jueves, su estado de forma tras más de 40 años de carrera.
Preocupado por salir bien en la foto, un sonriente Auster se ha colocado las vestimentas y ha esperado paciente el turno de palabra. Tras recibir los símbolos que acompañan al birrete laureado (un anillo, guantes blancos y el libro de la ciencia) y antes del discurso ha bromeado sobre el acto, sobre el honor de estar ahí, sobre las galas propias de la ocasión. “Mírenme, nunca pensé que me pondría algo así”, ha comentado entre risas.
Creer en los lobos
El autor de La trilogía de Nueva York tenía preparado un regalo para el público académico que abarrotaba la sala. Un texto escrito al inicio de la pandemia que enlazaba su tradición familiar con Ucrania. Así lo introducía. “En 2017, me invitaron a Leópolis para participar en el Congreso Internacional del Club PEN. Acepté la propuesta por diversas razones, entre ellas, la personal. Mi abuelo nació en una ciudad situada a dos horas al sur de Leópolis y emigró a Estados Unidos hacia el año 1900. Esta era mi oportunidad para poder visitar ese lugar. Anteriormente conocida como Stanislau o Stanislav, fue rebautizada como Ivano-Frankivsk en 1962 y se ha convertido en una próspera ciudad de más de 200.000 habitantes. Hace dos años, en los primeros días de la pandemia, me senté a escribir el artículo que sigue, que relata el extraordinario día que pasé en Ivano-Frankivsk allá por 2017. Ahora que la invasión rusa de Ucrania ha entrado en su cuarto mes, desatando horrores y devastación a una escala que no se había visto en Europa desde la II Guerra Mundial, considero este pequeño ensayo como una premonición de lo que estaba por venir”.
Mientras leía el discurso con una voz profunda y melodiosa, ha parado un momento ante el ruido de una protesta que se desarrollaba en el exterior. “Lo hacemos lo mejor que podemos, pero tenemos mucha competencia ahí fuera”, ha bromeado. “Son infatigables, a ver si hacen una pausa para comer”, ha insistido un poco después para regocijo del personal.
El texto, algo más que una crónica de un día en un país extraño, es una historia dentro de otra historia, una búsqueda de sus raíces, una pequeña muestra del universo austeriano aplicado a la realidad. Se titula Los lobos de Stanislav y termina con una pequeña reflexión ante lo que oyó durante esas horas de boca de un poeta. Algo en la historia falla, los hechos no cuadran, se inclinan peligrosamente hacia la leyenda, pero no importa: “¿Qué debemos creer cuando no se puede estar seguro de si un supuesto hecho es cierto o no? A falta de información que pueda confirmar o desmentir la historia que me contó el poeta, prefiero creerle. Con independencia de que estuvieran allí o no, elijo creer en los lobos”. Después, aplausos insistentes ante la magnitud del regalo.
“Se vive solo. Los demás están a nuestro alrededor, pero vivimos solos. A veces conseguimos asomarnos al misterio del otro, penetrar en él, pero es muy poco frecuente. Es el amor, principalmente, el que permite esos encuentros”, le dijo certero y clarividente a Gérard de Cortanze en 1995 en una entrevista en Nueva York incluida en Dossier Paul Auster (Anagrama). Esta mañana calurosa en el campus Cantoblanco, a pocos kilómetros de Madrid, Auster no ha estado solo y todos sus lectores y las pocas decenas de personas que han visto cómo recibía los honores de la Universidad Autónoma están de enhorabuena.