Billy Wilder, de profesión periodista
Un nuevo libro recopila los reportajes, las entrevistas y las críticas del cineasta, que trabajó en diversas revistas y periódicos en Viena y Berlín en el periodo de entreguerras
Antes de ser Billy Wilder, el director de El apartamento, Con faldas y a lo loco, El crepúsculo de los dioses o Irma la dulce, hubo un Samuel o Billie Wilder, estudiante, periodista y amante del cine. Un tipo que con su mayor desparpajo y amor al jazz y a contar historias se fue labrando un camino en la Viena de entreguerras y en el Berlín de la República de Weimar.
En aquellos focos culturales que bullían, repletos de acontecimientos artísticos y eventos sociales, un vein...
Antes de ser Billy Wilder, el director de El apartamento, Con faldas y a lo loco, El crepúsculo de los dioses o Irma la dulce, hubo un Samuel o Billie Wilder, estudiante, periodista y amante del cine. Un tipo que con su mayor desparpajo y amor al jazz y a contar historias se fue labrando un camino en la Viena de entreguerras y en el Berlín de la República de Weimar.
En aquellos focos culturales que bullían, repletos de acontecimientos artísticos y eventos sociales, un veinteañero que había pasado su infancia en Cracovia (nació cerca de allí, en Sucha, actual Polonia, en 1906 imperio austrohúngaro, donde su padre dirigió varias cafeterías y restaurantes) y su adolescencia en la Viena imperial, vivió sus correrías periodísticas, que por fin se pueden leer en Billy Wilder, reportero (Ediciones Laertes). La traducción de Luz Monteagudo del recopilatorio reúne medio centenar de artículos seleccionados y editados por Noah Isenberg en inglés el año pasado. Isenberg, a su vez, los ha elegido de dos antologías en alemán: una de 1996 con sus trabajos berlineses, y otra de 2006 con sus reportajes vieneses.
El entonces Billie Wilder nunca fue austriaco: acabada la I Guerra Mundial, a los Wilder se les consideró ciudadanos polacos. Él no sintió mucho aprecio por aquel país que le rechazaba como ciudadano, pero en el que descubrió su pasión: contar historias. Su padre, en cambio, le tenía preparado otro destino, la abogacía, profesión que parecía perfecta para un chaval judío en los años veinte. “No quería, y me salvé convirtiéndome en periodista, en reportero muy mal pagado”, le contó a Cameron Crowe en el libro Conversaciones con Billy Wilder.
Viena y Berlín entremezclaban alta sociedad y clase media, cultura para las élites y entretenimientos urbanos y populares. En las Navidades de 1924, con 18 años y medio, y acabado el colegio, Wilder pidió trabajo en la revista sensacionalista Die Bühne. Lo consiguió a inicios de 1925 tras colarse en la redacción. El cineasta nunca fue una fuente fiable en cuanto a su vida, tendía a adornar los relatos, y de esta ocasión contaba que había pillado al crítico de teatro teniendo relaciones sexuales con una secretaria.
Cierto o no, en agosto de ese año Wilder ya aparece en una foto del círculo de amigos de Max Reinhardt, productor cinematográfico, y director de teatro y cine, el impulsor del expresionismo, un imán para el talento. Wilder compaginó Die Bühne con Die Stunde, otra revista sensacionalista del mismo grupo editorial, y se lanzó a escribir. A su biógrafo Hellmuth Karasek le explicó: “Yo era atrevido, estaba lleno de asertividad, tenía talento para la exageración”.
Por Viena pasaban estrellas de cine y de la música como la actriz Asta Nielsen o la banda Tiller Girls (que le inspiraría décadas más tarde el grupo femenino musical de Con faldas y a lo loco) o figuras como el príncipe de Gales. De esos encuentros han sobrevivido los artículos y se encuentran en el nuevo libro. Del heredero británico escribe, tras charlar de moda: “¡Un tipo listo este inglés! Por cierto, su buen gusto para vestir me ha convencido. ¡Desde hoy empezaré a vestir al estilo inglés! Porque es barato, y ¿qué hay en la actualidad que sea barato?”.
En verano de 1926, el director estadounidense de orquestas de jazz Paul Whiteman visitó la capital austriaca. Wilder le entrevistó para Die Stunde, y Whiteman le invitó a escuchar a la banda en Berlín. Wilder no dudó, y con su inglés chapurreado se fue a Alemania a ejercer tanto de periodista como de agente de prensa. Berlín era, en aquel final de la década de 1920, una ciudad completamente americanizada, rebosante de cine y creatividad. Por sus calles los periodistas se cruzaban con, por ejemplo, el millonario Cornelius Vanderbilt IV. Para Wilder son tiempos de compaginar encargos en varias publicaciones, aunque principalmente escribe para el Berliner Zeitung y el Berliner Börsen-Courier. Firma perfiles —en la distancia, no los conoce— de actores como Adolphe Menjou o de cineastas como Erich von Stroheim (director que acabaría actuando para Wilder en Cinco tumbas al Cairo y en El crepúsculo de los dioses). El periodista fabula, levanta acta de anécdotas y de gente que les rodea para que el lector entienda al retratado. Entrevista a una bruja, al mundialmente famoso payaso Grock, a la berlinesa más anciana y a un tahúr del póquer, o sigue por la calle a un ministro.
El nuevo libro se abre con el bloque que agrupa los reportajes. Ahí está, junto a un artículo sobre una ola de calor, otro sobre los gustos alcohólicos de los habitantes de Berlín, otro sobre un día de rodaje en un estudio de cine y un puñado más. También el mítico “¡Camarero, un bailarín, por favor!”, del que nació la leyenda de que Wilder se ganó la vida un tiempo como gigoló. Publicado en enero de 1927, el reportaje cuenta las andanzas del entonces periodista como bailarín social durante dos meses en sesiones de tarde y noche. Es decir, bailarín de alquiler, por el que pagan en la sala de fiestas, con varias estancias, del hotel Edén tanto mujeres para que les acompañe a la pista como maridos que desean que sus esposas se diviertan. “El sábado es el peor día para un bailarín. Todas las salas están llenas y no hay sillas libres. En la pista se juntan 50 parejas pisándose los pies unos a otros, jadeando y discutiendo. Una sola masa de carne, vibrando al ritmo como gelatina. Ese día el bailarín de alquiler pierde un kilo de peso, pero es poco probable que gane un solo pfenning”. Eso sí, de sexo, ni un apunte.
Son también estos años en los que Wilder empieza a acercarse al cine. Puede que sus críticas cinematográficas sean lo peor de este recopilatorio, aunque también aquí está el artículo del que nacerá el guion de Los hombres del domingo (1930), una de las películas clave del cine del final de la República de Weimar.
Wilder ya había colaborado como escritor a la sombra de otros guionistas e incluso firmado el libreto y actuado en El reportero del diablo (1928), antecedente de El gran carnaval o de Primera plana. Sin embargo, Los hombres del domingo le abre las puertas de la industria, le lleva a redactar decenas de guiones durante tres años, contratado en la productora UFA, hasta que al subir al poder Adolf Hitler, Wilder viaja a París, donde debuta como director con Curvas peligrosas. Semanas después, en enero de 1934, embarca destino a Estados Unidos, donde le espera su amigo el actor Peter Lorre, en el transatlántico S. S. Aquitania. Lleva 20 dólares en el bolsillo y libros en inglés para mejorar su conocimiento del idioma. Al otro lado del océano le aguarda la gloria.
Fernando Trueba, que fue amigo de Wilder, apunta: “No recuerdo nada especial sobre esa labor en nuestras charlas. No creo que él valorara en absoluto su trabajo periodístico”. Y recomienda un nuevo libro sobre el cineasta, que reflexiona sobre las huellas del pasado en su filmografía: Billy Wilder: Dancing on the Edge, de Joseph MacBride. Como dijo su esposa Audrey: “Mucho antes de que Billy Wilder fuera Billy Wilder, ya se comportaba como Billy Wilder”. Y este volumen sirve como prueba de ello.