Un Brahms infrecuente y excepcional: Radu Lupu ‘in memoriam’
Elisabeth Leonskaja y primeros atriles de la sección de cuerda de la Staatskapelle de Berlín tocan la integral de los Cuartetos con piano y el Quinteto con piano del compositor alemán en el Auditorio Nacional
Nada decía el programa de mano, ni nada dijeron tampoco los intérpretes, pero el lunes y el martes la gigantesca sombra de Radu Lupu planeó sobre la Sala de Cámara del Auditorio Nacional. El pianista rumano falleció hace diez días, el 17 de abril, el primero en dejarnos en el curso de unas pocas horas fatídicas que conocieron también la muerte dolorosamente temprana de ...
Nada decía el programa de mano, ni nada dijeron tampoco los intérpretes, pero el lunes y el martes la gigantesca sombra de Radu Lupu planeó sobre la Sala de Cámara del Auditorio Nacional. El pianista rumano falleció hace diez días, el 17 de abril, el primero en dejarnos en el curso de unas pocas horas fatídicas que conocieron también la muerte dolorosamente temprana de Nicholas Angelich, otro grande del piano, y del veterano compositor británico Harrison Birtwistle. La principal protagonista de estos dos conciertos, Elisabeth Leonskaja, nació en Tiflis (Georgia), el 23 de noviembre de 1945. Tan solo siete días después llegaría al mundo Lupu, su casi estricto coetáneo, en Galați, a muy pocos kilómetros de la frontera ucraniana. Estudió en Moscú con uno de los grandes pedagogos del piano del siglo XX, Heinrich Neuhaus, que había sido asimismo profesor de Emil Guilels y Sviatoslav Ríjter, ambos ucranianos. Este último fue el gran valedor del descomunal talento de la joven Leonskaja, que completaría también su formación en la capital soviética y con la que mantuvo una estrecha relación artística, casi paternal, hasta su muerte en 1997.
Johannes Brahms
Cuartetos con piano opp. 25, 26 y 60. Quinteto con piano op. 34. Elisabeth Leonskaja (piano), Jiyoon Lee y Krzysztof Specjal (violines), Yulia Deyneka (viola) y Claudius Popp (violonchelo). Auditorio Nacional, 25 y 26 de abril.
Tanto la georgiana como el rumano se alzaron triunfadores muy pronto en la tercera y la cuarta edición del Concurso George Enescu de Bucarest y, para cerrar el círculo, ambos han sido (ella sigue siéndolo, como acaba de corroborar en Madrid) dos intérpretes formidables de la música de Johannes Brahms y —es imposible dejar de recordarlo— de Franz Schubert. En su último recital en Madrid, recién salido del hospital, donde ya había estado entonces al borde de la muerte, y pocos meses antes de retirarse definitivamente de los escenarios, Lupu tocó un recital dedicado monográficamente al compositor austriaco que nadie que estuviera allí habrá podido olvidar. La enfermedad parecía haberle hecho trascender el mundo material: él mismo confesó después del concierto que jamás había tocado así y que tampoco volvería a hacerlo nunca más. Nos ha dejado llevándose consigo su secreto.
¿Cómo no recordar entonces a Lupu al escuchar el Brahms de Leonskaja? Ambos son pianistas de una rara integridad, formados en los mejores valores de la escuela soviética, afines tanto al compositor desbordante e impetuoso (la Sonata op. 5 o el Concierto para piano op. 15, por ejemplo) como al músico intimista y otoñal de las últimas piezas para piano (opp. 117-119). Ahora ella ha ofrecido dos conciertos que hubieron debido celebrarse inicialmente en pleno agujero negro, en mayo de 2020, y trasladados, después, al mes de enero de este año, cuando las cancelaciones por contagios entre los músicos estaban aún a la orden del día. Por suerte para todos, a la tercera intentona se han recuperado, ya que no son muchas las oportunidades de escuchar los tres Cuartetos con piano de Brahms, complementados el martes con el Quinteto con piano op. 34, una presencia mucho más habitual en las programaciones. El motivo es que apenas ha habido formaciones estables con la plantilla mixta que requiere el primero de estos géneros (violín, viola, violonchelo y piano), lo que deja tres opciones posibles: cuatro solistas que deciden juntarse ad hoc (lo menos recomendable), un trío con piano que crece con el añadido de una viola (como hacía el Trío Borodin, por ejemplo) o un cuarteto de cuerda que pierde un violín pero gana un piano (lo que ha sucedido de alguna manera en Madrid).
Un repertorio de gran calidad, pero exiguo en cantidad, reduce aún más las posibilidads de escuchar los grandes cuartetos con piano del repertorio. El género nació prácticamente con las dos obras maestras que escribió Mozart y su único antecedente reseñable, publicado en 1783, es un Cuarteto en Sol mayor de Johann Christian Bach escrito para la inusual combinación de violín, dos violonchelos e instrumento de teclado, lo que debe entenderse como clave o fortepiano, exactamente la misma disyuntiva que encontramos formulada en el título original del Cuarteto en Sol menor de Mozart, editada por Hoffmeister en diciembre de 1785 con el título Quatuor pour le Clavecin ou Forte Piano, Violon, Tallie [sic, en realidad, Taille] et Basse. Y dos años después se mantendría la formulación, cuando Artaria publicó el Cuarteto en Mi bemol mayor, en este caso con un título en italiano: Quartetto per il clavicembalo o Forte Piano con l’accompagnamento d’un violino, viola e violoncello. Cuesta imaginar, no obstante, estas obras tocadas por el propio Mozart con un instrumento que no fuera el característico fortepiano vienés de la época, como los construidos por Johann Andreas Stein, Anton Walter o Michael Rosenberger. Y que los instrumentos de cuerda sean los que “acompañan” al de teclado era moneda terminológica habitual en la época, pero no debe llamar a engaño, porque en ninguna de las dos obras son meros comprimarios, sino elementos esenciales de la textura y portadores constantes de su sustancia musical, fruto de la convivencia en constante equilibrio de la escritura a ratos concertante para el fortepiano y una más intimista democracia camerística, constantes diálogos incluidos, entre los cuatro instrumentos.
Beethoven no cultivó el género (al menos en su catálogo oficial de obras con número de opus), lo que deja al solitario Cuarteto op. 47 de Schumann como el único antecedente real de los tres que compuso su amigo y protegido Johannes Brahms. Dos obras juveniles, de una feracidad inventiva inagotable, y otra de madurez, más condensada y esencial, constituyen la auténtica cima del repertorio cuartetístico con piano, que Leonskaja ha traído a Madrid con varios primeros atriles de la sección de cuerda de la Staatskapelle de Berlín, donde se prodiga con frecuencia como cuarteto. Ha sido una lástima la ausencia del anunciado Wolfram Brandl, un violinista colosal, sustituido por otra concertino de la orquesta alemana, la coreana Jiyoon Lee: aunque toca admirablemente bien, con una técnica sin una sola fisura, y sabe extraer de su Landolfi un sonido de extraordinaria calidad, no posee la capacidad de arrastrar o la fortísima personalidad de su colega, que fue el primer violín durante años del Scharoun Ensemble (era miembro de la Filarmónica de Berlín hasta que el siempre sagaz Daniel Barenboim lo reclutó como concertino de su orquesta). El solista de segundos violines, el polaco Krzysztof Specjal, es otro instrumentista de muy alto nivel, si bien su sobriedad y contención emocional no acaban de casar con esta música a menudo desaforada (él tocó la parte de violín en el Cuarteto op. 25). Solo caben elogios, en cambio, para la violista rusa Yulia Deyneka y el violonchelista alemán Claudius Popp, solistas de sus respectivos instrumentos en la Staatskapelle (con mimbres así se conforma una gran orquesta) y dos músicos que siempre tienen cosas originales que decir. Tantos años de colaborar con Daniel Barenboim como director, además de ofrecer conciertos de cámara con él tanto en la Staatsoper como en la Pierre Boulez Saal, han dejado en todos ellos, sin ninguna duda, una huella indeleble.
Bastaron los primeros compases del Cuarteto op. 26 para constatar que la sonoridad que producían sus cuatro intérpretes (con Jiyoon Lee como violinista) era genuinamente brahmsiana. No rehuyeron una sola de las numerosas repeticiones y, aunque sin correr grandes riesgos ni ensanchar suficientemente la dinámica, fue un Brahms denso y, por momentos, de alto voltaje, sobre todo cada vez que Leonskaja, con una autoridad espiritual y en absoluto visible o traducida en esos gestos aparatosos tan del gusto de otros, lograba arrastrar a sus compañeros a su terreno. El tempo del primer movimiento (Allegro non troppo) fue quizá demasiado lento, lo que le restó a veces parte del empuje necesario, pero en el Poco adagio, con la cuerda tocando con sordina, sí que se obraron maravillas.
En el Cuarteto op. 25, ubicado en la segunda parte por mor de su brillante final a la zíngara, echamos de menos ya no a Wolfram Brandl, sino a su sustituta Jiyoon Lee, porque Krzysztof Specjal tampoco asumió el mando y un primer movimiento de nuevo marcadamente lento impidió que el fuego del joven Brahms prendiera con todo su brío e intensidad. Se repitió la historia con la excelencia del movimiento lento, aquí situado en tercer lugar tras un Intermezzo que es el que requería esta vez el uso de la sordina en los tres instrumentos de cuerda. El Rondo alla zingarese lució todas las virtudes ya desplegadas sobradamente a lo largo del concierto (la agilidad que conserva en los dedos Leonskaja, cuya pulsación es inequívocamente brahmsiana, produce asombro) y la que fue su única posible carencia: abrir de cuando en cuando la espita de lo imprevisible. Predominó el orden sobre la espontaneidad, la mesura sobre el arrebato, la red de seguridad sobre el salto al vacío (harían falta más ensayos y unos programas más rodados en una serie de conciertos o en una gira para no desaconsejar lo segundo), lo que no impidió que el público estallara, con toda justicia, en aplausos tras la galopada final del concierto del lunes.
Al día siguiente, Jiyoon Lee volvió a asumir la parte de violín en el Cuarteto con piano op. 60, el más maduro y sustancial del tríptico, aunque con una gestación igualmente accidentada, cuando no tortuosa. Enseguida pudieron apreciarse dos detalles muy significativos: el primero, antes incluso de empezar a tocar, que Claudius Popp cambió su ubicación con respecto al día anterior y pasó a ocupar el centro, en comunicación visual más próxima y directa con Leonskaja. Un hecho tan trascendente corrobora —sin palabras— que estos conciertos están aún en fase de montaje, y quizá no solo por la ausencia sobrevenida de Wolfram Brandl. Poco después, mientras estaba tocando unos acordes del Scherzo en fortissimo, a Jiyoon Lee se le rompió una cuerda. Durante el tiempo en que estuvo cambiándola en su camerino, la pianista georgiana se puso a repasar varios pasajes: a la vista de todos. No llegó a hundir las teclas, pero aprovechó la espera, sí, para estudiar, para seguir estudiando. Más insegura que el día anterior en el primer movimiento (marró varias octavas), el parón le sirvió para ganar confianza y el guion del lunes pasó a repetirse casi al pie de la letra tras el regreso de Lee al escenario. Con un Popp inspiradísimo (más allá de su magnífico solo inicial), en su tónica general de sobriedad, el movimiento mejor tocado volvió a ser el lento, haciendo los cuatro justicia al generoso despliegue melódico que se halla en gran medida ausente en los dos anteriores. En el Finale se echó de nuevo en falta más mordiente, mayor incisividad en los sforzandi, mayor nervio. Salvo los dos acordes finales, la obra se cierra por primera vez con una dinámica decreciente, hasta alcanzar el pianissimo.
Con los cinco instrumentistas por primera vez juntos, y Popp conservando su papel de vértice central del dibujo y nexo principal con el piano, el Quinteto op. 34 ofrecía al público la obra que sin duda mejor conocía, y la que han tocado a buen seguro con más frecuencia los propios músicos. Pero no fue tampoco una versión fogosa, ni encendida, sino más bien contenida, con un piano dominador y con magníficos detalles de escucha y acomodación a cuanto hacían sus compañeros por parte de Leonskaja, que lleva toda su vida tocando esta partitura con muy ilustres cuartetos de cuerda. Aquí el movimiento que revistió mayor interés fue el Scherzo, planteado con gran desparpajo, mientras que las mayores lagunas de tensión llegaron en el último, falto de unidad y desinflado a ratos, como si estuviese tocado a tirones y aún en pleno ensamblaje —nada fácil— de todas sus piezas. Leonskaja, que ha alternado siempre con naturalidad los recitales a solo, las actuaciones con orquesta y la música de cámara (su primer gran compañero fue el añorado violinista Oleg Kagan), dejó aquí más que nunca constantes detalles de su inmensa talla como camerista, pendiente en todo momento de cuanto sucedía a su alrededor y poniendo siempre el piano al servicio de sus colegas. Un público con un comportamiento modélico las dos tardes estalló en aplausos tras —esta vez sí— los febriles últimos compases del Quinteto.
Junto con Mitsuko Uchida, tres años más joven, Elisabeth Leonskaja es, sin duda ninguna, la gran dama del piano actual. Verla tocar a este nivel es una inyección de ánimo y de fe en la interpretación musical concebida como un ejercicio de talento, trabajo y modestia. La georgiana, en plenitud de sus poderes, que parecen aún omnímodos, acaba de impartir tres grandes lecciones en Madrid: de musicalidad, de humildad y de camaradería con cuatro instrumentistas mucho más jóvenes que ella, felices sin duda de disfrutar del privilegio (el rostro de Jiyoon Lee fue siempre elocuente en este sentido después de las tres obras que tocó con ella). Y el recuerdo insoslayable, por tantos motivos, de Radu Lupu ha contribuido a aumentar aún más el tropel de emociones de dos conciertos que han tardado casi dos años en hacerse finalmente realidad, pero que se encontrarán dentro de poco, a buen seguro, entre los mejores, más honestos y más congruentes de esta temporada.