La doble imagen de la ‘ruta del bakalao’: de sus icónicos diseños a su degeneración novelada
El IVAM reivindica en una exposición el grafismo de la escena contracultural musical que nació en los ochenta en Valencia. La escritora Bárbara Blasco recupera su retrato vivencial de aquella época
La mala imagen de la ruta del bakalao no se corresponde con la realidad. Al menos, no con el diseño gráfico que acompañó a aquellas discotecas de Valencia y su entorno que conformaron entre los años ochenta y mediados de los noventa una escena musical y de clubbing única, no solo en España. Una ruta que discurría paralela al mar y que ha sido elogiada como un fenómeno interclas...
La mala imagen de la ruta del bakalao no se corresponde con la realidad. Al menos, no con el diseño gráfico que acompañó a aquellas discotecas de Valencia y su entorno que conformaron entre los años ochenta y mediados de los noventa una escena musical y de clubbing única, no solo en España. Una ruta que discurría paralela al mar y que ha sido elogiada como un fenómeno interclasista y liberador tras la dictadura franquista, pero sobre todo repudiada por su degeneración musical o la estigmatización de las drogas. Ahora, 132 carteles y 86 octavillas de las sesiones y conciertos de entonces rompen con esa mala imagen en la reivindicativa exposición Ruta gráfica. El diseño del sonido de Valencia, que se inaugura este jueves en el Institut Valencià d’Art Modern (IVAM).
Brillantes, modernos, desinhibidos, lúdicos, divertidos, con referencias tanto a las vanguardias históricas como a la cultura popular del momento, los carteles fueron obra de dibujantes y diseñadores, algunos anónimos y otros después muy conocidos, como Paco Roca, Sento Llobell, Mariscal, Miguel Calatayud, Micharmut, Daniel Torres, Manel Gimeno, Ramón Marcos, Paco Bascuñán y Quique Company. Algunos pertenecían a la llamada Escuela Valenciana de la línea clara del cómic; otros, como el modista Francis Montesinos, tomaron otros derroteros. Eran “dibujantes de cómic que creaban portadas de discos, músicos que colaboraban en fanzines, modistos que diseñaban carteles…”, como escribe Paco Roca en el prólogo del atractivo libro-catálogo editado por Barlin que acompaña la muestra, incluida en el programa de Valencia Capital Mundial del Diseño 2022.
El proyecto de la exposición surgió durante el confinamiento por el coronavirus. El coleccionista Moy Santana empezó a digitalizar sus fondos con “más de dos mil flyers” (octavillas) y descubrió “que muchos de ellos estaban firmados por nombres muy conocidos”. Se puso en contacto con el editor Alberto Haller y con el investigador Antonio J. Albertos, y el proyecto fue creciendo hasta convertirse en un libro y en la exposición, que también incluye vídeos que recogen diálogos con los protagonistas y que se puede ver hasta el 12 de junio, comisariada por el citado trío.
Un cartel de la discoteca Barraca (en la población de Sueca, provincia de Valencia), donde todo empezó para algunos exégetas de la ruta, muestra el perfil de unas falleras con aspecto soviético y que bailan “la perestroika”. Otro cartel asegura que la mejor manera de perder peso es sumarse a sus sesiones. Pero la discoteca que marcó la imagen icónica de la ruta fue ACTV, la obra de Company y Bascuñán, merecedora de un espacio propio en la muestra, que también repasa las creaciones de otras discotecas como Spook, Chocolate, Puzzle, Heaven, Espiral o Metrópolis. De la mayoría solo queda el recuerdo de una generación ya talludita.
Fue, en cualquier caso, un “movimiento único”, según la directora del IVAM, Nuria Enguita. Y el objetivo del museo es exhibir ese “universo contracultural que surge a principios de los ochenta desde la escena underground y que fue desarrollándose en un movimiento que generó una estética particular hasta el punto de que algunas imágenes asociadas a la ruta del bakalao se han convertido en auténticos iconos populares, plenamente transversales y que trascienden generaciones y territorios”.
Sobre el estigma asociado a este movimiento, Haller incide en que “ruta del bakalao es el nombre que se acuña cuando se masifica” a partir de los noventa. Albertos recuerda la música innovadora que se escuchaba en Valencia a principios de los ochenta, en lo que algunos llaman prerruta, mucho antes de la irrupción de la música electrónica más cañera, la llamada mákina; y atribuye parte del estigma al centralismo y al sensacionalismo de las nuevas televisiones privadas que surgieron a principios de los noventa. “¿O es que en la movida madrileña no había drogas?”, se pregunta el comisario.
Bárbara Blasco vivió la ruta del bakalao y escribió sobre ella en la novela La memoria del alambre, que ahora acaba de reeditar Tusquets. La editorial ha recuperado este título (que publicó Contrabando en 2018) a raíz del éxito de Dicen los síntomas, la novela con la que la autora valenciana de 49 años ganó el premio Tusquets en 2020. “No me gusta la romantización de la ruta”, comenta Blasco. “Tal vez lo mejor que tuvo fue esa transversalidad, que era cierta: ricos y pobres se iban de fiesta juntos y se drogaban para aguantar dos o tres días. Yo hice la ruta, pero muy poco porque en seguida pensé que tenía que salir de ahí porque podía acabar mal. En aquella época tenía una depresión y la mezcla podía ser explosiva”. Blasco accede, no obstante, a fotografiarse para este periódico en la superviviente Spook, que se menciona en la novela.
“Creo que antes de la ruta, lo que llamo prerruta, sí que se da una movida valenciana interesante, a nivel cultural, social, sobre todo musical. La gente salía, se vestía para explorar la noche, para respirar la libertad tras el franquismo. Había propuestas teatrales de ruptura. Pero la ruta creo que degeneró pronto en aguantar por aguantar, en una huida no sé hacia dónde”, sostiene la autora, cuyos personajes están caracterizados por los claroscuros y las contradicciones y marcados por la alargada sombra de la familia. “Estamos atrapados en la identificación del autor con el personaje y caemos en el infantilismo y en lo políticamente correcto. En los clubes de lectura te preguntan incluso por qué le haces eso a tal personaje”, comenta.
La vida a través de la música
La protagonista principal de La memoria del alambre no tiene una vida muy edificante. La novela es un retrato generacional de dos adolescentes que viven al límite en la Valencia de los ochenta, contado muchos años después desde la perspectiva de la narradora que sobrevive como cantante en una orquesta de verbenas de pueblo. “Ella vive la vida a través de la música. Me interesaba reflejar esa evolución social. Buscamos excusas para comprender. Ella interpreta esas canciones terroríficas del catálogo de verbena que no soporta, de Bustamente, de Enrique Iglesias, y compara la música de su presente con la que escuchaba con su amiga Carla cuando era adolescente”. Ambas oían, por ejemplo, a Violent Femmes, uno de sus grupos favoritos que también sonaba en algunas discotecas en la prerruta. “Y esa”, explica la escritora, “es la metáfora de su decadencia: su inadaptación a un presente terrible, donde el punto de ruptura es el advenimiento de la música bakalao y la muerte de la melodía que coincide con la muerte de Carla”.