Fernando Marías, el escritor que amaba la leyenda
El novelista bilbaíno, que ha muerto a los 63 años, alimentó su vida con la música de Lou Reed y el cine de Sam Peckinpah
Fernando Marías, que murió ayer a los 63 años, pensaba que la vida era un regalo de los dioses. Alimentó ese regalo con un amor profundo al cine, a la música y a la literatura. Fernando amaba la leyenda porque sin leyendas, sin mitos y sin ideales la vida es pobre. Y Fernando era un rey de sí mismo, un hombre enamorado del oficio de vivir. La última vez que nos vimos fue a finales de octubre del año pasado, desayunando juntos en la planta 22 de un hotel de Las Palmas de Gran...
Fernando Marías, que murió ayer a los 63 años, pensaba que la vida era un regalo de los dioses. Alimentó ese regalo con un amor profundo al cine, a la música y a la literatura. Fernando amaba la leyenda porque sin leyendas, sin mitos y sin ideales la vida es pobre. Y Fernando era un rey de sí mismo, un hombre enamorado del oficio de vivir. La última vez que nos vimos fue a finales de octubre del año pasado, desayunando juntos en la planta 22 de un hotel de Las Palmas de Gran Canaria, frente a la inmensidad del océano.
Daba el sol sobre nuestros cafés y nuestros zumos de naranja que resplandecían y Fernando sonreía. Tenía el don de transmitir alegría, de darle a la vida ordinaria un suspense extraordinario. Muchas cenas y comidas con Fernando, claro que sí. Hicimos tantas cosas juntos. Era un corazón de oro. Y para colmo los dos servíamos en la milicia de amantes de la música de Lou Reed, eso ya nos unió para siempre. Estábamos casados no por la iglesia ni por lo civil sino por Lou Reed, es mucho matrimonio ese.
Tengo en las manos su último libro, que es un testimonio sobrecogedor. Nos deja Arde este libro, unas memorias a corazón abierto, en donde Fernando contaba la historia de una mujer, que se convertía en la historia de dos alcohólicos y en la historia de un amor hundido en las sombras. Allí se leían frases como esta: “Te mató el alcohol y fui yo quien te enseñó a beber”. Como si de una maldición romántica se tratara, la muerte de Verónica, argumento principal de Arde este libro, ha provocado la muerte de Fernando, en un círculo amoroso que se cierra hoy.
Pero yo quiero recordarlo en su esplendor, en su manera de vivir. Hay seres que llevan dentro un don, por el cual la vida se eleva a regiones maravillosas. Fernando poseía ese don. Era un hombre elegante. Nos gustaba hablar de zapatos. Ese era uno de nuestros temas favoritos. Los zapatos son importantes, decía Fernando. Así es, remataba yo. Y nos mirábamos nuestros zapatos. Los zapatos, la música de Lou Reed, y la película Grupo salvaje, de Sam Peckinpah fue nuestra santa trinidad. Cómo celebrábamos cada escena de esa vieja película del maestro Peckinpah.
Desde que Fernando dejó el alcohol, y eso fue hace 30 años, echaba una mano a todo escritor que veía merodear el lado salvaje del vaso de whisky. A mí me ayudó. Sabía el día y el mes en que yo dejé de beber. Y juntos contamos los meses. El primer año me llamó para celebrarlo. “Ahora todo te irá bien”, me dijo. Y así fue. La amistad es el regalo de la literatura. Y ahora pienso, Fernando, que tendríamos que haber escrito menos y habernos visto más. Sin ti, ya no podré hablar de Lou Reed con nadie. El recuerdo de aquella mañana de finales de octubre, mirando los dos el Atlántico, en un piso 22, en las alturas celestiales, y el viento dándonos en nuestros rostros felices, me acompañará hasta el día en que yo me vaya también al sitio en donde tú estás ahora.