Pauline Viardot vuelve a su “verdadero hogar”

En el bicentenario de su nacimiento, se acumulan los homenajes y las interpretaciones de la música compuesta por uno de los iconos culturales más cosmopolitas del siglo XIX

Pauline Viardot, fotografiada al final de su vida.Wilhelm Benque

Cuando era tan solo una niña, su hermana mayor, la famosa cantante María Malibran, ya auguró que la pequeña Pauline acabaría eclipsando a todos. En una familia acostumbrada a los aplausos, a desatar entusiasmos irrefrenables en los teatros, a codearse con la aristocracia política y cultural de su tiempo, ninguno de sus miembros brillaría, en efecto, con la intensidad y la persistencia de Pauline Viardot, de quien se conmemora este año la efeméride del segundo centenario de su nacimiento. Nacida en París en 1821, tan solo visitó España en una ocasión, en la primavera de 1842. Para entonces ya l...

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Cuando era tan solo una niña, su hermana mayor, la famosa cantante María Malibran, ya auguró que la pequeña Pauline acabaría eclipsando a todos. En una familia acostumbrada a los aplausos, a desatar entusiasmos irrefrenables en los teatros, a codearse con la aristocracia política y cultural de su tiempo, ninguno de sus miembros brillaría, en efecto, con la intensidad y la persistencia de Pauline Viardot, de quien se conmemora este año la efeméride del segundo centenario de su nacimiento. Nacida en París en 1821, tan solo visitó España en una ocasión, en la primavera de 1842. Para entonces ya llevaba dos años casada con Louis Viardot, a quien había conocido como director del Théâtre-Italien de la capital francesa y de quien tomó su apellido. Durante su estancia en el país de sus antepasados, “la hija de García”, como se la llamó entonces para disipar cualquier duda de que su padre era el gran cantante sevillano Manuel García, causó furor entre quienes la escucharon, incluida la pequeña reina Isabel II y su hermana María Luisa.

En aquel viaje a España, Pauline cantó no solo en Madrid, sino también en Granada y La Alhambra, el “periódico de ciencias, literatura y bellas artes” local, publicó en julio de ese año una crónica de su visita y de sus actuaciones. En ella, Nicolás de Roda afirmaba que “la Sra. Paulina García posee el verdadero canto, aquel que se produce sin esfuerzo, subiendo desde los puntos más bajos a los más agudos, con la mayor soltura, ejecuta con limpieza, tiene el método de García, que es el mejor, sus facultades se extienden a dos octavas y media, con las que hace cosas que asombran y que parece imposible que se hagan. Siempre que oíamos a otras cantantes observábamos esfuerzo, violencia, una cosa que nos hacía desear oír a otra más perfecta; y al escuchar a la Sra. García hemos encontrado lo que deseábamos. ¡Qué manera de cantar! ¡Qué facilidad! ¡Qué gusto! ¡Qué método! ¡Qué voz tan pastosa, tan armoniosa, tan agradablemente sensible! ¡Qué extensión! ¡Qué igualdad! ¡Qué graves! En fin, ¡qué todo!”.

Retrato de Pauline Viardot pintado por Ary Scheffer en 1840.

Aquellas exclamaciones no fueron un ejemplo aislado de admiración exacerbada por el chovinismo. Pauline Viardot empezó a cosechar elogios cuando, a los 15 años, se subió por primera vez a un escenario. Había vivido siempre rodeada de música y pegada a las tablas, tanto en Europa como en América, hasta entonces como mera espectadora. Con tan solo 17 años, sin embargo, protagonizó su primera ópera, el Otello de Rossini, cantando el mismo papel (Desdemona) que había encumbrado a su hermana María, para entonces ya trágicamente fallecida. Resistió las comparaciones, lo que no era fácil, y, a pesar de su juventud, empezó a ser objeto de ditirambos, como este de Théophile Gautier tras admirarla en su debut operístico: “Una estrella de primera magnitud, una estrella de siete rayos ha hecho brillar su encantadora luz virginal ante los ojos encandilados de los dilettanti del Théâtre-Italien”. Otros críticos admiraron que ella sola fuera capaz de reunir “tres tipos de voz que no se encuentran jamás reunidos: los de contralto, mezzosoprano y soprano”. Luego cantaría también otros grandes papeles femeninos del primer Romanticismo, como los de Amina, Romeo, Tancredi, Adina, Norma, Cenerentola, Bianca, Norina, Alceste, Léonore, Fidès y, por supuesto, el de Rosina. En la clase de música de este último personaje de Il barbiere di Siviglia, una ópera estrenada por Manuel García en Roma en 1816, la tradición era que cada cantante introdujera libremente una música de su gusto. María Malibran solía añadir un aria en español de su padre, mientras que Pauline prefería decantarse por una romanza de su hermana: el reinado de los García parecía no tener fin.

Viardot disfrutó de una vida espaciosa de la que no desperdició un solo momento. Podría decirse que conoció a todos y cada uno de los grandes nombres de la música del siglo XIX, además de a renombrados artistas y literatos. Todos repararon en su formidable talento, que sirvió de inspiración a muchos de ellos. La lista de sus corresponsales, amigos y admiradores es inagotable: a nombres señeros como los de Rossini, Chopin, Berlioz, Meyerbeer, Gounod, Liszt, Saint-Saëns, Massenet, Ambroise Thomas, Chaikovski, Rubinstein, Von Bülow o Fauré habría que añadir a Richard Wagner, para quien cantó en 1860 la Isolde del segundo acto de Tristan und Isolde en una audición privada en su casa de París en presencia de Berlioz, con Karl Klindworth al piano y el propio compositor como Tristan: ahí es nada; a Clara y Robert Schumann, quien la eligió como dedicataria, a los diecinueve años, de su Liederkreis op. 24, su primera colección de canciones impresa; y a Johannes Brahms, que consiguió que rompiera puntualmente su retiro para cantar en el estreno de su Rapsodia para contralto, a partir de un texto de Goethe. Los testimonios sobre ella coinciden en que tenía una personalidad avasalladora y derrochaba una portentosa musicalidad.

Pauline Viardot, retratada por Ludwig Pietsch en 1865.

Logró estar a bien incluso con los principales representantes de facciones musicalmente enfrentadas y, más allá de la música, aun sin poseer un físico agraciado, enamoró por igual a George Sand o Iván Turguénev, que la siguió devotamente desde San Petersburgo hasta París y formó con ella y Louis Viardot lo que bien podría calificarse de un triángulo no consumado. Pauline adquirió las partituras autógrafas de la Cantata BWV 180 de Bach y del Don Giovanni mozartiano, una obra por la que sentía una especial debilidad y que exhibía en sus salones en un cofre de madera de tuya, casi como un relicario. Además de los papeles ya mencionados, cantó de manera memorable personajes como el Orphée de Gluck (en la revisión de Berlioz), la Leonore de Beethoven o la Valentine de Les Huguenots de Meyerbeer, estas dos últimas mujeres recias, de carácter, que le permitían dar rienda suelta a su excepcional temperamento dramático. También fue compositora, escribiendo tanto obras propias como realizando arreglos de piezas ajenas, los más famosos de los cuales son quizá su transcripción en forma de canciones de seis de las Mazurcas de Chopin, que, como nos muestra su correspondencia, contaron con el beneplácito sin reservas del compositor polaco, con quien convivió en la casa de campo de George Sand en Nohant y con el que llegó a cantar incluso en público con gran éxito en varias ocasiones. “Los periódicos me han dedicado artículos elogiosos. […] Ayer, en el concierto del Covent-Garden, Madame Viardot cantó mis mazurcas, que le hicieron volver a repetir. […] Madame Viardot adopta aquí una expresión completamente diferente que en París. Ella ha cantado mis composiciones sin que yo se lo haya pedido”, escribió, por ejemplo, Chopin a Albert Grzyma desde Londres el 13 de mayo de 1848.

Anagrama y encabezamiento de una carta enviada por Pauline Viardot el 16 de mayo de 1875 desde su domicilio parisiense en 50 Rue de Douai.

Políglota desde su niñez, vivió largas temporadas en Alemania, Italia, Inglaterra y Rusia, aunque su París natal fue su principal centro de operaciones y los salones que organizaba semanalmente en su casa (en el número 50 de la rue de Douai primero, en el 243 del Boulevard St. Germain después) atraían a lo mejor de la sociedad. Allí está recordándola este año el Musée de la Vie romantique (donde se expone el famoso retrato que le hizo su amigo Ary Scheffer), del mismo modo que han proliferado los actos en su memoria en Bougival, donde tuvo la casa de campo que compró con Turguénev diez años después de haber perdido el castillo de Courtavenel, o en el Château d’Ars, muy cerca de Nohant, o en Melun, en cuya Colegiata de Notre-Dame se encuentra ahora el órgano que tocaba en su casa de París. Se le han dedicado también jornadas de estudio en la Opéra Comique y en el Institut de France, donde el pasado 15 de octubre, bajo el muy acertado título de Pauline Viardot l’Européenne, hablaron, entre otros, su biógrafo francés, Patrick Berbier, y Orlando Figes, que la eligió, junto con Louis Viardot e Iván Turguénev, como el trío protagonista de su ensayo de historia cultural Los europeos. En esta última década han aparecido también importantes y exhaustivas biografías de Beatrix Borchard (en alemán) y Barbara Kendall-Davies (en inglés).

Si de su faceta como intérprete y pedagoga solo nos queda el testimonio de cuantos la admiraron y aprendieron de su magisterio, sí que conservamos intacta su música, más de dos centenares de composiciones que en los últimos años han sido objeto de al menos dos intentos de catalogación exhaustiva por parte de Christin Heitmann, cuyo Viardot-Werke-Verzeichnis (VWV) empieza a imponerse y a utilizarse ya regularmente, y de los eslavistas Patrick Waddington y Nicholas Žekulin. Este último es justamente el autor de las notas al programa del ciclo Pauline Viardot y la cultura musical cosmopolita que arrancó ayer mismo en la Fundación Juan March de Madrid y que, a lo largo de tres conciertos, va a intentar ofrecer una visión comprimida de los talentos de Pauline Viardot como cantante, como pianista y como compositora.

Dos encarnaciones de Pauline Viardot: la pianista virtuosa (Mariam Batsashvili) y la mujer que recuerda los hitos de su vida (Aura Garrido), sobre el escenario de la Fundación Juan March.María Alperi/Fundación Juan March

La primera sesión se ha planteado como una soirée autobiográfica. El género del concierto mixto o teatralizado (música y palabra) suele ser un arma de dos filos, más aún cuando se fabrica un texto ad hoc, en esta ocasión una serie de supuestos recuerdos en primera persona en los que Pauline Viardot va repasando su vida. Los ha escrito Paco Azorín y su lectura se ha confiado a la actriz Aura Garrido. En el texto se han colado pequeñas inexactitudes y algunas incongruencias en la traducción de las cartas, pero el conjunto ha servido sin duda para que el público asistente al concierto aprendiera algunas cosas básicas sobre la homenajeada: no hay manera humana de resumir casi noventa años de una vida intensísimamente vivida en apenas 15 minutos. La parte musical revistió un interés mucho mayor, sobre todo por las excelentes interpretaciones de otra mujer, la georgiana Mariam Batsashvili, una pianista muy hecha, con ideas propias y un magnífico lenguaje corporal, que supo tanto sortear las terribles dificultades de las piezas de Liszt y Thalberg como traducir y dar congruencia a la inmensa sustancia musical de la primera obra, el extraordinario Preludio, Fuga y Variación de César Franck, que fue el profesor de lujo que eligieron los Viardot para dar clase a sus hijos pequeños, Claudie, Marianne y Paul. La madre llegó a estudiar nada menos que con el propio Franz Liszt y, de habérselo propuesto, podría haber sido una de las más grandes pianistas del siglo XIX, aunque apenas se prodigó en público en esta faceta. Una de las pocas mujeres que sí logró hacerse un hueco en aquel mundo casi excluyentemente masculino, Clara Schumann, y que tuvo otra vida larga y rica en encuentros personales al más alto nivel, confesó sin ambages que Pauline era la mujer de mayor talento que había conocido nunca. Los dos conciertos restantes del ciclo programado por la Fundación Juan March, que se celebrarán los dos primeros miércoles de diciembre, se centrarán fundamentalmente en las piezas para voz y piano de Viardot, tanto en español como en otros idiomas, además de recordar algunas famosas arias que formaron parte de su repertorio como cantante.

Fotografía tomada durante los ensayos de 'Cendrillon' en París en 1904. Pauline Viardot, con pelo blanco, está sentada a la derecha. La imagen aparece impresa en la primera edición de la partitura, publicada por G. Miran el mismo año del estreno. La fotografía enmarcada que puede verse colgada en el centro de la pared es el retrato de Pauline Viardot que encabeza este artículo.

El Teatro Real se ha unido también a la efeméride con un espectáculo coproducido con el Teatro de la Maestranza de Sevilla, el Teatro Cervantes de Málaga y la Fundación Ópera de Oviedo. La obra elegida ha sido Cendrillon, una opérette de salon publicada en París en 1904 y representada por primera vez el 23 de abril de ese mismo año en los salones de su dedicataria, Mademoiselle Mathilde de Nogueiras, para la que Viardot ya había escrito veinte años antes el bolero Madrid, con texto de otro de sus enamorados, Alfred de Musset. Ese mismo año se publicaba, también en París, Pelléas et Mélisande de Claude Debussy, estrenada dos años antes en la Salle Favart. Pero al tiempo que su compatriota estaba acercando la música al habla y la prosodia reales en una ópera marcadamente experimental, Viardot se desmarcaba del simbolismo y seguía aferrada a la ficción de que los humanos podemos expresarnos desgranando bellas y artificiales melodías con una música de estirpe fundamentalmente rossiniana. En el ocaso de su vida, y de una gloriosa carrera, Pauline Viardot pertenecía a otro siglo y no estaba llamada a iniciar ninguna revolución a tan solo seis años de su muerte. Por eso, lejos de honduras psicológicas, prefirió basarse en el clásico cuento de Charles Perrault, Cendrillon ou La petite pantoufle de verre, para componer esta operita de salón que la Fundación Juan March ya presentó escénicamente en 2014. Cendrillon es un mero pasatiempo, un divertimento social y, por ello, el mayor error sería otorgarle una trascendencia de la que carece por completo y que no pretende tener en ningún caso. Hay fotos que nos revelan a una Pauline Viardot ya anciana posando con sus invitados y amigos, con caras de haber pasado, o de estar pasando, un muy buen rato: adultos que disfrutan como niños con un inocente cuento infantil al margen de las miserias del mundo exterior.

Cendrillon (Juliane Stolzenbach Ramos) después de la transformación que experimenta al final de la primera escena en la producción estrenada en el Teatro Real.Javier del Real

El espectáculo estrenado en el Teatro Real está pensado directamente para los niños, con el libreto traducido en una versión española cantable (y mejorable) por el director escénico, Guillermo Amaya. En la segunda función escolar del pasado martes por la mañana, niños y niñas aplaudieron con frecuencia extemporáneamente, parodiando casi, sin pretenderlo, los aplausos muchas veces intempestivos de los adultos, como los que alteraron recientemente el concierto que Stile Antico dedicó a Josquin des Prez en el Auditorio Nacional. Lo mejor de lo visto y oído ha sido el desparpajo escénico y la excelente factura técnica del canto de la protagonista, encarnada por la jovencísima Juliane Stolzenbach Ramos, las buenas maneras apuntadas por Vanessa Cera como Miguelona y el piano comedido y siempre musical de Francisco Soriano. La puesta en escena, sencilla, colorista y pensada para un público infantil, funciona sin entusiasmar.

En estos días se recuerda también a Pauline Viardot en el Festival de Música Española de Cádiz, pionero en nuestro país en la recuperación de la memoria de la familia García al completo, incluida Louise Héritte-Viardot, la hija mayor de Pauline y una notable compositora. Así, resucitaron hace años El poeta calculista, la ópera de Manuel García, y fue allí también donde pudieron verse representaciones tanto de Cendrillon como de Le dernier sorcier, una opérette fantastique con libreto de Iván Turguénev, unido durante décadas a Pauline por lo que Patrick Waddington ha llamado un “matrimonio oficioso”. Este año, el festival gaditano dedica su edición a la “magnética” cantante y compositora con diversos conciertos y un simposio de tres días, Pauline Viardot: corazón de Europa, que comienza hoy mismo y cuya conferencia inaugural se ha confiado a Orlando Figes.

Casi medio siglo después de realizarlo, Pauline Viardot rememoró aquel viaje juvenil a sus raíces españolas en una carta a su amiga Lina Sand, ahijada de la escritora: “Hasta entonces jamás había puesto allí un pie y, sin embargo, nada más cruzar la frontera, me pareció que todo lo que veía ya lo había visto antes, me pareció que todo lo que oía ya lo había oído antes [...] cada figura que encontraba parecía como un recuerdo procedente de un sueño [...] reconocía todo, nada me sorprendía, todo me resultaba familiar [...] Sentí que este país era mi verdadero hogar”. En estos días finales de noviembre, ha vuelto a serlo más que nunca.

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