Hans Neuman, el judío checo que sobrevivió al Holocausto escondido entre nazis

Su hija Ariana, que descubrió el doloroso pasado de su padre cuando falleció, relata en el libro ‘Cuando el tiempo se detuvo’ cómo este vivió durante dos años en Berlín con una identidad falsa

Hans Neumann y Ariana, en el despacho del padre en 1978.Archivo de Ariana Neumann

Escuchar a su padre gritar en otro idioma mientras dormía o encontrar una cédula de identidad de él con otro nombre, junto a una estampilla de Adolf Hitler, fueron las primeras pistas que indicaron a la niña Ariana que su padre había tenido un pasado turbulento. Hans Neumann, el exitoso empresario, filántropo y coleccionista de arte que tiene dos calles a su nombre en Venezuela, siempre evitó hablar de su antigua vida en Checoslovaquia. “A veces tienes que dejar el pasado donde está, en el pasado...

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Escuchar a su padre gritar en otro idioma mientras dormía o encontrar una cédula de identidad de él con otro nombre, junto a una estampilla de Adolf Hitler, fueron las primeras pistas que indicaron a la niña Ariana que su padre había tenido un pasado turbulento. Hans Neumann, el exitoso empresario, filántropo y coleccionista de arte que tiene dos calles a su nombre en Venezuela, siempre evitó hablar de su antigua vida en Checoslovaquia. “A veces tienes que dejar el pasado donde está, en el pasado”, decía. Cuando Ariana entró en la universidad escuchó por primera vez que alguien se refería a ella como “judía”, lo que la dejó desconcertada, ya que nunca había escuchado esta palabra dentro de su casa. Más tarde, encontró el nombre de su padre inscrito en la pared de la sinagoga Pinkas en Praga entre las 77.297 víctimas asesinadas por los nazis, con un signo de interrogación en lugar de la fecha de su muerte. Preguntado por la hija, él contestó riéndose en voz baja: “Significa que los engañé. Eso es exactamente lo que significa. Los engañé. Viví.”

Cuando el padre falleció en 2001 debido a una enfermedad, le dejó una caja llena de documentos de sus años de guerra, como quien entregara no solo su testimonio, sino finalmente su consentimiento para que descubriera quién era de verdad. Así fue como Ariana Neumann empezó una investigación que le llevó casi dos décadas y acabó volcando en el libro Cuando el tiempo se detuvo (Nagrela). Recopiló documentos, fotos, cartas; recorrió las mismas calles, llamó a las mismas puertas y giró las mismas manillas que su padre 50 años antes, para desvelar un pasado de “horror”, pero también de “valentía, de amistad y de amor”.

El documento de identidad de Jan Sebesta, el nombre falso de Hans Neumann, fechado en octubre de 1943.Archivo de Ariana Neumann

El 15 de marzo de 1939 estalló la tormenta en Checoslovaquia. El Tercer Reich entró en el país sin apenas resistencia y empezó a imponer diversas leyes antisemitas. Primero prohibieron a los niños ir a la escuela y, para esquivar la situación, los Neumann organizaron e impartieron clases en un conservatorio clandestino en Praga, donde vivían entonces. Después prohibieron las mascotas, así que la familia dejó su perro al cuidado del vecino. Prohibieron a los judíos ir al teatro, a los restaurantes, a los parques. Expropiaron sus bienes y les obligaron a identificarse con una insignia amarilla en forma de estrella. A finales de 1939 había tantas imposiciones en vigor que cada semana se editaba una publicación para divulgarlas. Su primo Ota, que supuestamente había nadado en un sitio prohibido, fue enviado a Auschwitz y asesinado 17 días después de llegar al campo.

Mientras el antisemitismo crecía, una valiente y apasionada mujer no judía llamada Zdenka se enfrentó a su familia cuando decidió casarse con un tío de Ariana, Lotar Neumann. La misma Zdenka, tiempo más tarde, protagonizó la hazaña de infiltrarse en el campo de concentración de Terezín haciéndose pasar por una prisionera para llevar comida a su suegra, Ella, abuela de Ariana. Ella había sido enviada junto con su marido, Otto, a ese campo de concentración en 1942, un espacio modelo que servía de campaña propagandística nazi. Terezín permitía a los presos realizar actividades culturales, pero los obligaba a hacer trabajos físicos forzados y ocultaba todo un sinfín de torturas. El sitio llegó a albergar cerca de 160.000 judíos; de ellos, más de 34.000 murieron por enfermedad o inanición.

Niñas en una escuela clandestina en Praga en 1941.Archivo de Ariana Neumann

Para comunicarse con Ella y Otto cuando estaban en el campo de concentración, sus familiares crearon un sistema de contrabando por el cual enviaban a Terezín alimentos, ropas y misivas. Por el mismo sistema, los prisioneros les respondían con “cartas muy abiertas, en las que escribían a sus hijos sus pensamientos y miedos más íntimos, porque no sabían si sería la última vez que les escribirían”, cuenta Ariana. En una de sus primeras misivas, Otto relata el choque que sufrió cuando llegó a Terezín: “Esto es una locura, apenas hay comida para medioalimentarse, y si alguien no dispone de medios para comprarla, morirá de hambre sin que nadie lo note”.

Espía en Berlín

Cuando a Hans, el padre de Ariana, le comunicaron su reclusión en Terezín, en 1943, decidió huir a Berlín. “La sombra más oscura es la que se encuentra bajo la vela”, escribió en unas memorias personales que emprendió en sus últimos años, haciendo referencia a un viejo dicho checo. Creó una identidad falsa, cogió prestado el pasaporte de un amigo y tomó un tren hacia la capital del Tercer Reich, con un vial de cianuro entre los dientes que podía matarle en segundos. Vivió casi dos años en el corazón del nazismo y se salvó varias veces de la muerte “por la falta de imaginación de los demás”, según su relato. Trabajó para un importante fabricante de maquinaria bélica alemana, aplacando su sentimiento de culpa con actos de sabotaje y espionaje. Robó informes técnicos de la fábrica, tomó nota de las conversaciones importantes y hasta se infiltró en el despacho del jefe de laboratorio para robar documentos y entregárselos al bando aliado.

Hans, Otto y Ella Neumann, en Praga en 1934.Archivo Ariana Neumann

Cuando los aliados empezaron a bombardear Berlín, Hans fue reclutado como bombero: “Las explosiones nos arrojaron por los aires. La presión nos dañó los oídos. El estallido fue tan ensordecedor que no reparé en el caos que me rodeaba. Grité el nombre de mi amigo porque quería saber que él estaba vivo, que yo estaba vivo”. Después de 14 meses como miembro del cuerpo de bomberos, Hans fue alejado del puesto tras sufrir una grave conmoción cerebral mientras estaba de servicio.

El tío Lotar se libró de ser deportado gracias a su esposa Zdenka, que convenció a un miembro de las SS para que les ayudara. Decidieron simular que se lo llevaban. El hombre, vestido con el uniforme de la SS, irrumpió en el edificio donde vivían ambos y, a gritos y portazos, derrumbando cuadros y muebles, llevó a Lotar a la calle a punta de pistola para que todos lo viesen y, cuando entraron en un callejón vacío, le dijo: “Creo que con esto bastará, adiós”. Y lo dejó marchar. Para completar la farsa, su esposa fue enseguida a las oficinas del cuartel para protestar entre gritos histéricos por el secuestro de su marido.

La escritora Ariana Neumann, el 19 de octubre en Madrid.J.J.Guillén (EFE)

En 1944, Otto y Ella fueron deportados de Terezín al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Mientras Otto esperaba en la fila para la selección, para saber si iba o no a la cámara de gas, empezó a llover. El betún de zapato que llevaba en su pelo, que escondía el color gris que denunciaba su edad, empezó a correr por la cara y la espalda. Un guardián lo vio, lo sacó de la fila, le golpeó la cabeza y lo envió a la cámara de gas. Ella también tuvo el mismo destino.

La guerra terminó en 1945. Hans, que seguía viviendo en Berlín con su falsa identidad, volvió a Praga y se reagrupó con los pocos familiares que quedaban vivos. De los 31 miembros de la familia Neumann considerados judíos, solo Hans y Lotar lograron escapar de los campos de concentración. De los otros, volvieron cuatro. Durante un tiempo intentaron reconstruir sus vidas en Checoslovaquia, pero tres años después Hans decidió emigrar a Venezuela, donde conoció a la madre de Ariana.

La escritora cuenta a EL PAÍS, durante una entrevista en el Centro Sefarad-Israel el mes pasado, que el padre que conoció era muy distinto al que descubrió en su investigación: “En su infancia era absolutamente un desastre. Llegaba tarde a todo y estudiaba química solo para poder hacer bombas de sulfuro para tirar a la policía. Es insólito ver cómo este niño bromista y caótico se convierte en un hombre exitoso, que trabajaba de manera obsesiva. Él decía a menudo que era porque le encantaba el reto de crear cosas. Pero esto solo era una parte de la verdad. Hacía todo lo posible para enterrar el dolor constante bajo capas y capas de trabajo. El caso es que ahora lo veo de una manera mucho más completa y eso hace que lo quiera aún más”.

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