Cántico espiritual sobre las frutas y hortalizas
‘La Anunciación’ de Fra Angelico deja de ser arte para convertirse en un icono mágico cuando a su alrededor se escuchan plegarias y músicas gregorianas
El convento de las Descalzas Reales está situado en una zona del centro de Madrid que, en el tiempo de la Movida, años ochenta del siglo pasado, en que pude visitar su huerta, era un territorio apache. Al amanecer podías imaginar que el cántico de los maitines de las madres y novicias de clausura se unía a los gritos y estallidos de botellas de cerveza contra el asfalto a cargo de los últimos borrachos y otros desesperados de la vida que a esa hora salían de los garitos de alrededor y volvían a cas...
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El convento de las Descalzas Reales está situado en una zona del centro de Madrid que, en el tiempo de la Movida, años ochenta del siglo pasado, en que pude visitar su huerta, era un territorio apache. Al amanecer podías imaginar que el cántico de los maitines de las madres y novicias de clausura se unía a los gritos y estallidos de botellas de cerveza contra el asfalto a cargo de los últimos borrachos y otros desesperados de la vida que a esa hora salían de los garitos de alrededor y volvían a casa pisando jeringuillas. El sol iluminaba a la vez estos desechos de la cultura en las aceras y las rosas, los tomates, las lechugas y los lirios al otro lado de la tapia.
Para alcanzar la visión de estas hortalizas en la huerta de las Descalzas Reales e hincar las rodillas ante una coliflor, como dice Ortega que hacía el pintor Darío de Regoyos con el pincel en la mano, había que atravesar primero unas salas de cuyas paredes colgaban tablas góticas de gran calidad y unos pasillos llenos de pinturas de los grandes maestros del siglo XVII y pasar a la sombra de tapices de Rubens y de anaqueles repletos con incunables y códices miniados. Nunca había contemplado unas cebollas, berenjenas, calabacines, tomates, lechugas y pimientos tan bien cultivados, no solo por la azada del jardinero sino por las oraciones y cantos de gregoriano que caían sobre estas verduras en forma de abono. Semejante fluido te llevaba a pensar que una ensalada hecha con esos productos podía ser también un alimento espiritual.
La madre abadesa se llamaba Mari Luz y era una mujer que unía a su delicadeza un alto grado de elegancia. Mientras me acompañaba entre flores, hortalizas y frutales me dijo que cada año mandaban a la Zarzuela, expresamente para doña Sofía, que era vegetariana, como un presente una cesta con los mejores frutos de esa huerta. En el fondo de cualquier tabla gótica, a espaldas de las figuras de la Virgen y el Niño, suele aparecer un jardín a través de las arcadas de un atrio, pero en este de las Descalzas Reales, entre los caballones donde asomaban la cresta los ajos, discurría el agua de riego y se veía a una novicia que tiraba de una carretilla por debajo de un granado y a otra que llevaba una brazada de lirios para el altar. El cuadro de la Anunciación de Fra Angélico pertenece a las Descalzas Reales y algunas veces la abadesa ha conseguido que lo lleven desde el Museo del Prado al convento durante una semana para rezarle. Mientras las monjas le elevan plegarias a esa Virgen la pintura deja de ser arte para convertirse en un icono mágico. También habría que rezar de rodillas ante los cardos, nabos, zanahorias, membrillos y limones que pintaban Zurbarán o Sánchez Cotán.
Cuando llego a una ciudad desconocida acostumbro a visitar antes el mercado que la catedral. Las voces que de uno y otro lado de los mostradores jalean las frutas y hortalizas realmente constituyen himnos a la alegría de vivir. En las ciudades de la orilla del Mediterráneo, en Valencia, en Barcelona, en Palermo, los mercados son muy surrealistas: en ellos, los vendedores acaban por parecerse a los productos de la parada. Esta transustanciación se produce ante la mirada de los parroquianos. He tenido la suerte de verla muchas veces como en los cuadros del pintor milanés Arcimboldo, del siglo XVI, en los que los plátanos, melocotones, lechugas y peras se organizan de modo que representan rostros humanos. Muy de mañana las tenderas del mercado central de frutas y verduras de Valencia y las de la Boquería de Barcelona, antes de ocupar sus puestos, van a la peluquería, se adornan con delantales blancos y blusas con puntillas almidonadas y ofrecen toda clase de bienes a los clientes con las manos enjoyadas como si fuera una ceremonia litúrgica. Ambos mercados están situados muy cerca de los antiguos barrios chinos. Por los huecos de las escaleras de los prostíbulos en aquella época subían y bajaban los gritos y las peleas de huertanos y marineros que iban en busca de otra clase de fruta del paraíso. En el mercado central de Valencia, a la sombra de la Lonja, cuando el primer sol ilumina los vitrales modernistas, las tenderas limpias, saludables, hermosas, lozanas ordenan los mostradores formando columnas y capiteles en su catedral. Lo mismo sucede en el mercado de la Boquería de Barcelona. Antes las mangueras ya se han llevado por un momento la putrefacción de la noche.
El pintor italiano Renato Guttuso es el autor del famoso cuadro de La Vucciria de Palermo. Atravesando un abigarrado festín de frutas, verduras, pescado y de carnes descuartizadas se ve de espaldas la figura de una mujer poderosa. Es Marta Marzotto, su amante. Este esplendor está pintado sobre un fondo negro. Dice el artista: “Mientras pintaba, me di cuenta de todo lo que contenía, una abundancia de la vida, y al final, un sentimiento destructivo”. ¿Seguirá cayendo como una lluvia fértil el canto gregoriano de las madres y novicias de las Descalzas Reales sobre los frutos de su huerta?