El Festival de Salzburgo se vuelve transgresor
Un ‘Don Giovanni’ extravagante de Romeo Castellucci y un concierto agitador de conciencias de Patricia Kopatchinskaja trastocan la imagen conservadora de la gran cita musical centroeuropea
El año pasado, a trancas y barrancas, el Festival de Salzburgo celebró como pudo su centenario. Se ha decidido que este verano prosiga la conmemoración, con el logotipo de William Kentridge en los programas y la gran exposición del Museo de Salzburgo aún visitable, pero ya han desaparecido las restricciones de aforo, si bien se han impuesto un riguroso control personalizado de acceso (de identidad –las entradas son nominales– y de protección frente a la covid-19) y la obligatoriedad de portar mas...
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El año pasado, a trancas y barrancas, el Festival de Salzburgo celebró como pudo su centenario. Se ha decidido que este verano prosiga la conmemoración, con el logotipo de William Kentridge en los programas y la gran exposición del Museo de Salzburgo aún visitable, pero ya han desaparecido las restricciones de aforo, si bien se han impuesto un riguroso control personalizado de acceso (de identidad –las entradas son nominales– y de protección frente a la covid-19) y la obligatoriedad de portar mascarillas FFP2 en el interior de todos los recintos. Salzburgo empieza, pues, a asomar de nuevo la cabeza en su afán de consolidarse como el festival veraniego de referencia, aunque no ya con la personalidad que arrastraba aún en parte desde los años de hierro de Herbert von Karajan, sino con la que va imponiéndole, reforma tras reforma, sorpresa tras sorpresa, Markus Hinterhäuser, que ha retomado el espíritu que quiso insuflarle Gerard Mortier, aunque sin asomo alguno del afán de protagonismo y notoriedad del gestor belga. Si la suya pareció siempre una etapa personalista y pasajera, el nuevo rumbo que está imponiendo el pianista austríaco parece semejarse más bien a un camino sin retorno.
Tras su gran éxito alcanzado con Salome en 2018, Hinterhäuser encargó a su director, Romeo Castellucci, el montaje que acaba de estrenarse de Don Giovanni, una ópera que llegó por primera vez al festival en 1922, en alemán, precisamente con Richard Strauss como director musical. No obstante, es posible que ni él ni su escenógrafo de entonces (Alfred Roller), otro de los impulsores iniciales de la gran cita teatral y musical austríaca hace ahora poco más de un siglo, reconocieran en lo que se ha visto y oído aquí el dramma giocoso de Mozart. Con Castellucci como responsable escénico y con Teodor Currentzis en el foso, Don Giovanni se convierte en un artefacto extraño, deformado, un bosque de símbolos tan impenetrable que incluso otro de los primeros artífices del festival original, Hugo von Hofmannsthal, que tanto los prodigaba en su propia obra, habría tenido problemas para desentrañarlo.
No hay que sorprenderse de nada, ya que tanto Castellucci como Currentzis, dos nadadores a contracorriente, han sido congruentes con sus dos personalidades artísticas tan marcadas. El primero despoja a la obra de su componente jocoso y la convierte en algo a caballo entre una reflexión filosófica, cargada de referencias al mundo griego (la manzana dorada que coge Zerlina, las máscaras trágicas, la cítara, el aulos, las túnicas, las erinias, las parcas vestidas de negro), y una lujosa y gigantesca instalación artística, casi una gran performance colectiva en el inmenso espacio, casi inabarcable con la vista, de la Grosses Festspielhaus. El segundo desnaturaliza casi por completo la esencia teatral de la partitura, que en sus manos suena lánguida, cansina, insípida. Por mor de uno y otro, el dramma giocoso que conocíamos se convierte en un dramma moroso que hizo que el espectáculo superara las cuatro horas de duración. Es posible que no se refiriera a esto Markus Hinterhäuser cuando, antes del estreno, afirmó que este Don Giovanni era “el más insólito que haya conocido jamás el mundo”. Nadie puede negarle que todo en él sea extraño, desacostumbrado, chocante, pero cosa bien distinta es si suscitará unanimidad en quienes lo presencien, por más que no se percibieran muestras de disidencia en la representación del jueves: las tragaderas de la alta burguesía ya no son lo que eran. Es curioso que el mismo público que aplaudió entusiasmado el Così fan tutte ascético de Christof Loy hace ahora un año (con los severos cortes a los que obligó entonces la coyuntura sanitaria de entonces) haya hecho lo propio este año con el Don Giovanni críptico, excesivo y conceptualmente abigarrado de Romeo Castellucci. O que la dirección musical fresca y ágil de Joanna Mallwitz fuera premiada con parecidos aplausos a los recibidos ahora por este Mozart exangüe, mustio y, en última instancia, exánime que se ha sacado de la manga Teodor Currentzis.
Antes de que suene la obertura, Castellucci dedica cuatro minutos a que varios operarios, farfullando lo que parece ser italiano, desacralicen un enorme espacio eclesiástico, retirando cuadros, estatuas, un sagrario, los bancos de los fieles y, en el centro, la tabla de una crucifixión medieval, cuyo espacio ocupará poco después una canasta de baloncesto. Desde lo alto irán luego cayendo –suave o estrepitosamente– los objetos más variados: un coche, un piano, pelotas de baloncesto, una fotocopiadora, una silla de ruedas, un antiguo carruaje, una gran reproducción en blanco y negro del Retrato de una joven de Petrus Christus (que luego volveremos a ver invertida). Casi lo más entretenido del primer acto es intentar adivinar qué será lo siguiente en precipitarse contra el suelo. Por el escenario desfilarán luego una cabra, diversas mujeres desnudas, un anciano en bikini, una rata, un par de caniches blancos, una reproducción de la liebre de Durero y, a partir del segundo acto, un centenar y medio de mujeres salzburguesas, de toda edad, complexión y capacidad intelectual. A ellas y a sus movimientos, con trayectorias sabiamente coreografiadas por Cindy Van Acker, fía Castellucci gran parte de la potencia visual del segundo acto, como si una selección representativa de las mujeres citadas por Leporello en su aria del catálogo se hubieran presentado para arropar a Donna Anna, Donna Elvira y Zerlina (remedándolas y transmutándose a menudo en ellas) y, al mismo tiempo, recordar a Don Giovanni que también ellas pasaron en algún momento por su vida, cada una con su propia individualidad y no solo como parte de un colectivo indiferenciado, entradas rutinarias y anónimas de una larga lista.
Don Giovanni y Leporello, que visten trajes blancos impolutos, son virtualmente indistinguibles, casi un calco el uno del otro. Donna Elvira aparece al principio y al final con un niño pequeño, presuntamente el hijo que ha tenido con el seductor y que este, por supuesto, rehúye. Don Ottavio, una suerte de niño grande, aparece caracterizado de las guisas más diversas y menos favorecedoras (militar de uniforme y banda, explorador noruego, héroe de la Antigua Grecia, rey con su corona, o de blanco níveo tocado por un penacho y una capa de armiño), casi como si no perteneciera a este mundo ni a esta época, al menos no a los de Don Giovanni. Donna Anna, Zerlina y Masetto salen mejor parados de la quema, la primera como una heroína trágica, severa, inalcanzable, una mujer sufriente en la mejor tradición griega. La pareja de campesinos encarnan a esa servidumbre sometida a los caprichos de sus amos, con Zerlina como un lujurioso –y accesible– objeto de deseo. Ante la propuesta de Castellucci caben básicamente dos opciones: dejarse entretener por su ocasional potencia visual (que va claramente de más a menos) o intentar encontrar algún sentido o explicación a su inagotable sucesión de ocurrencias. Esta última parece, sin embargo, una alternativa abocada al fracaso. Don Giovanni necesita contarse y explicarse, pero el italiano renuncia a ambas cosas, encerrando la creación de Mozart y Da Ponte en un constructo mental que tan solo él, sus colaboradores y, quizá, algunos visionarios acertarán a comprender.
Teodor Currentzis se une a la fiesta con una dirección musical plagada de sus consabidos manierismos, tediosa hasta el extremo, con recitativos de una lentitud exasperante, con pianissimi al borde, o por debajo, de la audibilidad, y, sobre todo, libérrima en multitud de pequeños detalles. El más evidente es la omnipresencia del fortepiano en el continuo, también en arias, dúos y concertantes, aunque es en los recitativos donde hace y deshace a voluntad, omnímodo, inventando a diestro y siniestro en multitud de estilos, no siempre consonantes, e incorporando guiños –algunos brillantes– a la acción pasada, casi siempre en forma de fugaces citas. Bravo por Maria Shabashova por avenirse tan bien a las excentricidades y los afanes de coautoría musical del director griego, que deja asimismo ornamentar y variar profusamente a sus solistas, inventa silencios donde no los hay, ralentiza bruscamente el tempo sin motivo, introduce interpolaciones foráneas, como la disonante introducción del Cuarteto K. 465 de Mozart (con fortepiano, por supuesto) antes de la escena del cementerio, o se inventa un coro inexistente, obligado probablemente por la dramaturgia tanática de Castellucci, como sucede en la última sección del sexteto final. Lo peor del enfoque cortoplacista de Currentzis, y esto es extensivo a casi todo lo que dirige, es que, empeñado en ser original y creativo casi en cada nota, en cada acento, en cada cadencia, es poco menos que imposible percibir una frase completa en toda su extensión, por no hablar de sus dificultades para mantener la tensión armónica. Su puntillismo musical suele traducirse en imágenes desvaídas y de perfiles borrosos. Y cuando la música por fin cobra algo de brío, como en el final del primer acto, asoman desajustes muy perceptibles entre foso y escena. Se reservó su momento de gloria para él y su orquesta musicAeterna en “Fin ch’han dal vino”, en la que la orquesta se elevó al nivel del escenario con un relampagueo constante de luces que Currentzis aprovechó para exagerar aún más su desmedida gestualidad. Al igual que en su reciente visita a Madrid, quedó palmariamente de manifiesto que la calidad de las maderas está a años luz de la excelente cuerda que atesora su orquesta.
Entre los cantantes, dos destacan claramente por encima del resto. La que más, Nadezhda Pavlova, una Donna Anna extraordinaria, más aún en el primer acto, con un impactante “Or sai che l’onore” que arrancó los primeros aplausos de la tarde, que en el segundo. Tanto ella como Michael Spyres, que soporta con entereza los sucesivos disfraces de Don Ottavio, son los únicos que logran salir indemnes de los tempi imposibles impuestos por Currentzis desde el foso. Ambos andan sobrados de fiato y de recursos técnicos, lo que, unido a dos voces de enorme calidad en todos los registros, se traduce en los momentos musicalmente más recordables de la representación. Fueron también, en justicia, los más aplaudidos al final, sobre todo la soprano rusa, una cantante con un formidable futuro por delante. Davide Luciano y Vito Priante decepcionan de principio a fin como el seductor y su criado: si sus físicos son muy similares, sus voces son también indiferenciables. Nada de lo que hacen uno u otro deja la más mínima huella o causa la más ligera impresión, y les sobran oportunidades para ello. Anna Lucia Richter posee el atractivo físico y el encanto vocal que necesita Zerlina, pero no acaba de empatizar con su personaje, aunque es de justicia reconocer que ni Castellucci ni Currentzis se lo ponen fácil. Federica Lombardi posee una voz perfecta para Donna Elvira y regaló destellos de gran clase, pero dejó también en evidencia que su técnica adolece de importantes fisuras. Intrascendente David Steffens como Masetto y cumplidor, sin alharacas, Mika Kares como el fantasmal Comendador.
Castellucci ve en Don Giovanni a una fuerza destructora: todo lo que entra en contacto con él acaba pereciendo. Por eso, tras su propio final, en el que nos lo presenta completamente desnudo, autoembadurnado de pintura blanca y devenido luego en esqueleto, la ópera termina con los seis protagonistas supervivientes convertidos en esos cuerpos petrificados e inmovilizados en una fracción de segundo por la erupción del Vesubio en Pompeya. Aquí, como la casi totalidad de la escenografía, el vestuario y la iluminación (el director italiano se asigna todas las responsabilidades), los cadáveres son blanquísimos, el color que tanto le gusta a Castellucci, como si se hubieran recubierto bruscamente de yeso. Para entonces –pasadas las once y media de la noche en Salzburgo–, quien más quien menos era ya una víctima indefensa de esta sobredosis conceptual y tratar de dilucidar lo que acabábamos de ver y escuchar se antojaba una tentativa negra, muy negra.
El concierto del miércoles por la noche en la Kollegienkirche salzburguesa tuvo también su particular cuota de transgresión. Se trataba de algo buscado, por supuesto, ya que se había confiado a Patricia Kopatchinskaja, una violinista que ha hecho de la heterodoxia su bandera. La violinista moldava no solo tocó su instrumento, sino que era también responsable de la concepción del programa y de la dirección artística del concierto, titulado genéricamente Dies irae, el íncipit de la secuencia medieval de la misa de difuntos. Vestida sobriamente de negro, renunciaba a los modelos estrafalarios de otras ocasiones para reforzar lo luctuoso de la ocasión.
El objetivo era entonar casi un réquiem por el planeta como consecuencia del imparable calentamiento global y las crecientes catástrofes climáticas. Queda poco tiempo, si es que alguno, parece ser el mensaje de Kopatchinskaja, para revertir esta caída en el abismo y evitar la llegada de esa ira de Dios que se desatará el día de un Juicio Final cada vez más próximo, siquiera simbólicamente. Para ello propuso escuchar primero el “latido de la Tierra”, que es lo que Giacinto Scelsi plasmó musicalmente en Okanagon, que empezó a sonar, a modo de prólogo o preparación, antes del comienzo mismo del concierto y de los habituales anuncios por megafonía, mientras tomaban aún asiento los más rezagados y el público seguía cuchicheando hasta que cobró conciencia de que aquellos extraños sonidos llegados desde un lateral del presbiterio formaban también parte del guion. Concebido como una repetición metódica y casi obsesiva de acordes graves y resonantes por parte del arpa en su registro grave –primero– y contrabajo y tamtam –después–, la obra de Scelsi toma su nombre de un pueblo indígena norteamericano. Su avance implacable, su negrura, su aparente inevitabilidad son lo más parecido a una marcha colectiva hacia el cadalso.
A partir de ahí, sin embargo, y hasta que el concierto volvió a coger vuelo musical y conceptual justo al final, empezaron los experimentos con gaseosa. De entrada, con la alternancia de diversos movimientos –ordenados– de la Battalia à 10 de Heinrich Ignaz Franz Biber (activo en Salzburgo) y –desordenados– de Black Angels, la obra para cuarteto de cuerda eléctrico de George Crumb que él mismo subtituló Trece imágenes de la Tierra Oscura. Una extraña pareja que fue defendida por Kopatchinkaja y sus jóvenes y entusiastas instrumentistas de manera manifiestamente mejorable. En Biber, algunas notas de la Sonata inicial se trocaron en sonoros zapatazos; en Der Mars apenas se oyó el violín susurrante de la moldava, tapado por unas inventadas y atronadoras panderetas; el Aria sonó lentísima, con dejos folclóricos y, paradójicamente, romantizada sin ambages; Die Schlacht fue una auténtica ceremonia de la confusión, aunque no debió de ser esa la intención de Biber para describir musicalmente una batalla, y PatKop –su nombre de guerra– acabó tocando aparatosamente una carraca mientras sonaba por los altavoces lo que parecía ser un ataque aéreo; el Lamento final fue, de nuevo, casi inaudible por la intromisión de otra grabación. Fue un Biber posmoderno y técnicamente muy, muy chapucero.
Black Angels se pareció muy poco a lo que imaginó George Crumb, no solo porque se amputaron ocho de sus movimientos, sino porque los otros cinco se interpretaron desordenados (a pesar de que las simetrías son vitales en la música del estadounidense) y con libertades probablemente indefendibles, como la participación de toda la cuerda en Devil-music o Threnody I, lo que desnaturaliza por completo las intenciones originales de Crumb. Tan solo la God-music, con las copas afinadas frotadas con arcos y el violonchelo tocando su solo en lo alto del altar, se pareció vagamente a la obra original. Menos mal que, en esta misma iglesia, hace pocos días, uno de los mejores defensores actuales de Black Angels, el Cuarteto Meta4, sí que tocó la obra verbatim y respetando las indicaciones de su autor.
Como si temiera el horror vacui (o silentii), Kopatchinskaja introduce interludios para facilitar las transiciones en escena, como cuando tuvo a la cuerda tocando glissandi en armónicos mientras ella y sus compañeros volvían a sus posiciones. La alternancia Biber-Crumb se vio seguida por una obra propia, Die Wut, una obra apropiadamente furiosa y con un fuerte componente improvisatorio que tocó ella misma como solista. A continuación, una versión muy reducida del Coro musicAeterna cantó el Crucifixus a diez voces de Antonio Lotti surgiendo de entre el público en la nave central. Su versión no pasará a la historia. Luego irrumpieron siete trombonistas tocando un monotono desde diversos puntos de la iglesia y PatKop improvisó sobre la misma nota (un Re) tocada por los instrumentistas de cuerda tirados por el suelo. Era el preludio de una versión de nuevo romantizada y tocada con dos violines, dos violas y violonchelos en un ultra pianissimo de una de las Lachrimae de Dowland (aunque previamente no había sonado la Pavana Lachrymae de Black Angels). Tras unos gritos del coro, por fin volvió la música hecha con sentido en Composición núm. 2, “Dies irae”, de Galina Ustvólskaya, para ocho contrabajos, piano y caja de madera, esta última en forma de féretro y percutida por Kopatchinskaja en el centro del escenario. Aquí volvió a imponerse la música sobre el espectáculo y se recuperó, como en Scelsi, el respeto por los deseos del compositor. De hecho, la obra de Ustvólskaya, con los acordes constantes del piano –el gran oficiante del rito fúnebre– y los ritmos incisivos de la percusión, tiene también mucho de marcha hacia el patíbulo.
El concierto debería haber terminado ahí, en plena desesperanza, pero luego escuchamos a capela, en alternancia entre un quinteto vocal masculino y otro femenino, varias estrofas del Dies irae medieval, con los miembros del Coro MusicAeterna en lo alto del escenario. Los demás instrumentistas sostenían una luz y un metrónomo cada uno, que sonaban de forma asincrónica, apagándose unas y otros progresivamente hasta que, claro, PatKop hizo los dos últimos gestos para que se hicieran la oscuridad y, por fin, el silencio que tanto se había rehuido hasta entonces: bastante predecible y menos eficaz que haber terminado con la obra de Ustvólskaya. El público que llenaba la iglesia se mostró encantado y aplaudió con largura esta muestra de suave heterodoxia por parte de Kopatchinskaja, para quien las partituras parecen a menudo más un medio (para urdir sus travesuras) que un fin. Su propuesta, falsamente profunda, fue comprada por la inmensa mayoría de un público que, como los propios espectáculos que oferta el festival, parece inmerso en un rápido proceso de transformación. El tiempo dirá si es realmente duradera o tan solo coyuntural y pasajera.